– Queremos dar las gracias a todos los padres por venir. Estamos deseando que llegue el lunes para empezar el curso escolar. Hasta entonces, que pasen un buen fin de semana.
La mayor parte de los alumnos se acercaron a la mesa de Sydney antes de marcharse. Ya que la conocían por las visitas que habían hecho al parque, estaban encantados de que hubiera dejado el trabajo de guardabosque para ser su profesora de inglés.
Aunque a ella la halagó el interés de los chicos, no dejaba de desviar la mirada hacia Jarod, que conversaba con Steve y sus padres. Ellos ya debían de saber que Jarod no era el padre de un alumno, lo que haría que le preguntaran por el motivo de su presencia allí.
Verlo allí al fondo del aula la hizo darse cuenta de que Jarod ya no era un sacerdote. Hasta ese momento, la presencia de él en Gardiner no le había parecido real.
El corazón empezó a latirle con fuerza al reconocer que, tras la decisión de dejar el sacerdocio, Jarod era libre para ir a donde quisiera. Él le había dado hasta el día siguiente de plazo para tomar una decisión respecto a su posible matrimonio. Si su respuesta era negativa, jamás volvería a verlo.
Pero ¿cómo podía responder afirmativamente siendo presa de tantos temores? Sin embargo, ¿cómo podía dejar que se fuera amándolo tanto?
Poco a poco, el aula se fue vaciando… hasta que se quedaron solos. Jarod se acercó a ella.
– Tus alumnos te adoran; sobre todo, Steve Can. Tienes don de gentes.
– Gracias.
Sydney empezó a ordenar su mesa y añadió:
– ¿Qué les has dicho sobre ti?
– Que soy psicólogo y que estoy considerando la posibilidad de establecerme aquí, en Gardiner. A Steve Can no le he dicho que tengo intención de casarme con su profesora tan pronto como sea posible.
Sydney dejó de respirar por un instante.
– ¿Te puedo ayudar en algo antes de marcharnos? -le preguntó él.
– No… ya está todo.
– Estupendo. En ese caso, te seguiré en el coche hasta tu casa y luego iremos a cenar.
– No -respondió ella, tensa-. Preferiría que no nos vieran juntos en público.
Los ojos de Jarod brillaron.
– Bien. Entonces hablaremos en tu casa -Jarod llegó hasta la puerta y pulsó el interruptor de la luz para apagarla-. Pasa, Sydney.
Ella apenas podía respirar cuando pasó por su lado y luego bajaron las escaleras hasta la salida, tras saludar a algunos profesores y padres de alumnos rezagados.
Después de acompañarla a su coche, Jarod la siguió en el suyo, el azul de alquiler, hasta su casa. Sydney casi no podía mover las piernas cuando Jarod, después de aparcar su vehículo, se acercó al de ella.
– ¿Quieres que me siente aquí en el coche contigo para hablar o prefieres que lo hagamos en tu casa?
– Sería… sería mejor que te fueras -logró responder ella.
Aunque ni siquiera se rozaban, Sydney le sintió temblar.
– ¿Estás diciendo que no quieres volver a verme?
Sydney sacudió la cabeza.
– Me gustaría que volvieras a Cannon.
– No es lo que yo quiero.
– En el pasado, era lo que querías; de no ser así, no te habrías hecho sacerdote. Es demasiado tarde -respondió ella casi gritando.
– ¿Quieres que sigamos hablando aquí, donde cualquiera puede oírnos? -le recordó Jarod en voz baja.
Jarod tenía razón. Desde que habían aparcado, otros dos inquilinos habían llegado con sus coches. Haciendo acopio de valor, Sydney salió del coche y se apresuró a su apartamento. Mientras abría la puerta, Jarod fue acercándose.
Tras un último esfuerzo por ser fuerte, Sydney bloqueó la entrada, dándole a entender que no quería que él entrara.
– He tenido tiempo para pensarlo. No voy a ser la causa de que destroces tu vida. Algún día me lo agradecerás. Lo que necesitas para olvidarme es tiempo y distancia.
– Sydney…
Ella tembló.
– Adiós, Jarod.
En un gesto de desesperación, Sydney entró en el piso, cerró la puerta y le echó el cerrojo.
Sydney oyó el ruido del motor del coche de él. Cuando se convenció de que se había marchado, se acercó a trompicones al sofá y se dejó caer desesperada, sollozando por el sentimiento de pérdida.
Había soñado con que Jarod dejara el sacerdocio por ella, y su sueño se había hecho realidad. Pero ahora, su sueño era una pesadilla.
¿Cómo podía casarse con él siendo el motivo de que dejara el sacerdocio?
Continuó llorando. Lo que le atormentaba era saber que Jarod intentaba vivir su vida como un hombre normal. Significaba que conocería a más gente, a otras mujeres, mujeres que darían cualquier cosa por él.
Jarod le había dicho que quería pasar el resto de su vida con ella, que quería tener hijos con ella.
¿Y si la dejaba embarazada y luego quería volver al sacerdocio?
Mientras luchaba consigo misma, le pareció oír unos golpes en la puerta.
Alzó la cabeza y aguzó el oído.
– Sydney… -dijo la voz de Jarod.
Ella se sorprendió, porque creía que Jarod se había ido hacía un rato.
– Te he oído, estabas llorando. Déjame entrar o te juro que tiraré la puerta abajo.
CAPÍTULO 4
– ¡Por favor, no lo hagas! -de una cosa estaba segura: Jarod llevaba a cabo sus amenazas.
Sydney se levantó sobresaltada del sofá y fue a abrir la puerta, pero tenía los párpados tan hinchados que apenas podía ver.
En esa ocasión Jarod no esperó a que le diera permiso para entrar. Después de cerrar la puerta a sus espaldas, se volvió hacia ella con expresión intimidante.
– Te prometo que no te voy a tocar, pero no te vas a deshacer de mí hasta que me hayas oído.
Sydney no se atrevió a oponerse.
– ¿Quie… quieres un café? -preguntó ella con voz débil.
– Sí, gracias, pero déjame hacerlo a mí.
– Está bien -murmuró Sydney-. Voy a cambiarme un momento y ahora vuelvo.
Una vez en su dormitorio, Sydney se puso unos vaqueros y un suéter de algodón verde oscuro; después, entró en el cuarto de baño para lavarse la cara y cepillarse el pelo. Tras ponerse carmín de labios, se sintió mejor.
Cuando volvió al cuarto de estar, encontró a Jarod allí, bebiendo café. Agarró una taza de la mesa y se sentó en un sillón al lado del sofá… sintiendo la mirada de Jarod en todo momento.
– Sydney, antes que sacerdote era hombre.
Ella bebió café, no sabía qué decir.
– La verdad es que nací en el seno de una familia disfuncional en Long Island, Nueva York. Ellos jamás iban a la iglesia -dijo Jarod-. Hasta bastante tarde en la vida, no pisé una iglesia, mucho menos renuncié a las mujeres.
Aquella inesperada información destruyó las ideas preconcebidas de Sydney en lo referente a la vida religiosa de él.
– ¿Has oído hablar alguna vez de Kendall Mills? Sydney parpadeó. En todos los hogares de Estados Unidos se cocinaba con harina Kendall Mills. ¿Pertenecía Jarod a esos Kendall? Eran multimillonarios.
– Yo… creo que no quiero saber nada más -dijo Sydney con voz temblorosa.
– Eso es porque me has tenido en una especie de pedestal y no quieres reconocer que no soy el santo que creías que era. Pero no podemos pensar en vivir juntos si no me dejas que te cuente mi pasado.
No iban a vivir juntos. Sydney sabía que no podía obligarlo a dejarlo todo por ella, pero quería saber más sobre su vida. Lo amaba.
De momento vencida, Sydney bajó la cabeza.
– Sé que te asusta el hombre oculto bajo la sotana -dijo él con una compasión que ella no quería sentir-. Conoces bien al sacerdote, pero no sabes nada del hombre que soy.
– Da igual, Jarod. La Iglesia te recibiría con los brazos abiertos si quisieras volver… -Sydney no pudo evitar más lágrimas-. Hayas hecho lo que hayas hecho, estoy segura de que ellos lo comprenderán.