Выбрать главу

– Calla, Rosicler, no seas puta.

– Soy lo que quiero, Monchiña. Y además, no me gusta que me llames puta, así, en frío.

– Dispensa.

Rosicler cenó con la señorita Ramona y se quedó hasta muy tarde en su casa.

– ¿Te vas a ir ahora, tan de noche?

– Sí; hoy me toca ponerte los cuernos con Robín.

– Pero, mujer, ¿no escarmientas?

– No.

Al padre de Rosicler lo pasearon en Orense durante la guerra civil, lo mató el abogado don Jesús Manzanedo, que se hizo muy famoso haciendo muertes, la verdad es que a nadie se le ocurre ponerle Rosicler a una hija, el que juega con fuego en él perece; a las niñas hay que ponerles nombres de vírgenes o de santas, no nombres laicos y de dudoso gusto: Rosicler, Amanecer, Aurora…, bueno, Aurora sí vale, Atmósfera, Venus, ¡qué disparate! El padre de Rosicler era cajero de un banco y el pobre pagó con la vida su mala cabeza.

– ¿Usted cree, doña Arsenia, que las cosas son así como dice?

A Lázaro Codesal lo mató la mala suerte, también la confianza, de los moros no se debe uno fiar porque son arteros de sentimiento y de carácter, nadie sabe cómo se llama el moro que mató a Lázaro Codesal mientras se la estaba meneando debajo de una higuera y con la imagen de Ádega en cueros en el pensamiento, pero esto no importa. Lázaro Codesal se daba mucha maña para tirar piedras con honda, tenía muy buena puntería.

– ¿A que no le das a aquella palomilla del telégrafo?

– ¿Que no?

Lázaro Codesal rodaba la honda y, ¡zas!, la palomilla del telégrafo salía por el aire en cien pedazos.

– ¿A que no le das a aquel gato negro?

– ¿Que no?

Lázaro Codesal volteaba la honda y, ¡zas!, el gato negro salía cagando centellas y con la cabeza partida en dos.

– ¿No sería el demonio?

– No creo; el demonio anda ahora poco por aquí.

La raya del monte se borró cuando mataron a Lázaro Codesal, desde aquel día desgraciado ya nadie volvió a verla, para mí que se la llevaron a muchas leguas, a lo mejor más allá de las portillas de la Canda y el Padornelo, en el camino de la Sanabria. No midió las distancias el marido que le salió al paso a Lázaro Codesal en la Cruz del Chosco, ¡Dios, qué tunda llevó por descarado! Los cornudos no han de ser descarados sino, antes bien, recatados, prudentes y temerosos de Dios, no es fácil ser cornudo con dignidad y eficacia.

– Yo voy a mi paso y por mi camino; aparte a un lado, que no le ando a buscar pelea.

Y el otro no se apartó y, claro es, lo devolvieron a su casa deslomado y atado y más corrido que una mona. Moncho Requeixo estuvo con Lázaro Codesal en la guerra de Melilla pero volvió vivo, cojo pero vivo.

– No sé lo que habrá sido de mi pierna, supongo que la habrán tirado; yo creo que cuando a uno le cortan una pierna se la deben devolver, bien salada en sal gorda, para que pueda llevársela de recuerdo.

A Moncho Preguizas se le habían muerto sus dos pajaritos mensajeros, macho y hembra, cuando fuera de navegar el mar Rojo; el jesusito curado es avecica soñadora y poco resistente que sólo vale para llevar noticias de amor y, en cuanto se le saca de sus islas, suele morir de pena y de catarro. El ciego Gaudencio volvió de misa aterido de frío.

– Está helando, Anuncia, para mí que esto es el fin del mundo.

– No, hombre, ven aquí, métete en la cama, espera a que te traiga un café caliente.

Llueve sin dar respiro ni al cielo ni a la tierra desde hace más de doscientos días con sus noches y la raposa del Xeixo, que es ya vieja y reumática y dicen que está aburrida de vivir, tose sin entusiasmo a la entrada de su raposera. Si supiera tocar el salterio, como los antiguos, ahora ya ni hay salterios, me pasaría las tardes tocando el salterio, pero no sé. Si supiera tocar el banjo, como don Brégimo Faramiñás, me pasaría las horas muertas tocando el banjo, eso siempre acompaña, pero no sé. Lo que yo sé tocar es la gaita, lo propio es tocar la gaita al aire libre, al pie de un carballo, mientras los mozos aturuxan al mundo y las mozas esperan, con el respirar entrecortado, a que lleguen la noche y sus dulces y agotadoras complicidades. Como no sé tocar ni el salterio ni el banjo, y como la gaita no va bien en las casas, me paso las tardes en la cama haciendo las porquerías con quien puedo, a veces solo; lo que no consigo es doblarme por la mitad y alcanzármela con la boca, casi llego pero no, al final no llego, puede que no llegue nadie, he de preguntar. Benicia es muy alegre pero no se cansa jamás, y eso también aburre. Benicia hace muy bien filloas y tiene los pezones como castañas, es gracioso verla haciendo filloas con las tetas al aire.

– Benicia.

– Qué.

– Alcánzame el periódico y dame un vaso de vino.

– Voy.

Las ranas de la laguna de Antela son más antiguas que las demás ranas de Galicia, León, Asturias, Portugal y Castilla; ranas tan históricas e ilustres ya no quedan más que en los ríos Var y Touloulore, en la Provenza, en el lago Balatón, en Hungría, y en las charcas de los condados de Tipperary y Waterford, en Irlanda. Nuestro Señor Jesucristo viene de la paloma y su Santísima Madre, de la azucena y su capirote virginal. De una rana de la laguna de Antela que se llamó Lirota vienen nueve familias distintas, todos parientes, a saber: los Marvises, los Celas, los Segades, los Faramiñás, los Albite, los Beiras, los Portomourisco, los Requeixos y los Lebozans; al racimo de toda la tropa le llaman los Guxindes, que todos van a un aire y juntos mandan carallo de fuerza.

Es reconfortador ver escanciar vino a Benicia en pelota, mientras el cielo llueve sobre la tierra y también sobre los corazones lastimados y horros y ansiosos.

– Échate vino por las tetas.

– No me da la gana.

Según el fraile benedictino Arnaldo Wion en su obra Lignum vitae, Venecia, 1595, San Malaquías, obispo de Armagh de Irlanda, lo dejó dicho bien a las claras en su cuenta de los papas, que concluirá, Dios mediante, en el año 2053, con la vuelta del Cristo: «La laguna de Antela la secará el hombre y en ese punto, en el lugar del agua vivirán la calamidad y la enfermedad. Y cuando ya no haya agua, el hombre escarbará el suelo buscando el mineral y en ese punto, en el lugar de la tierra vivirán el hambre y la muerte.»

A los Guxindes nos gusta andar a palos en las romerías, ¿qué malo tiene?, y bailar el suelto en los atrios y cementerios y también el agarrado cuando se presenta la ocasión. Yo no sé tocar ni el violín, ni la armónica, ni el salterio, ni el banjo, yo no sé tocar más que la gaita y para eso mal. Gaudencio tocaba el acordeón en casa de la Parrocha, tocaba valses y pasodobles, y a veces algún tango para entretener a los maromos; lo que no quería tocar era la mazurca Ma petite Marianne, sólo la tocó en 1936, cuando lo de Afouto, y en 1940, cuando lo de Fabián Minguela, el Carroupo Moucho. Nunca más quiso.

– ¿Y entretenía a la clientela?

– Yo creo que sí, Gaudencio siempre fue muy esmerado en la solfa.

Su hermana Ádega también toca el acordeón, lo suyo es la polca: Fanfinette, Mon amour y París, París.

– El muerto que mató a mi difunto no anduvo nunca más en la vida derecho y ya ve usted cómo terminó. El muerto que mató a mi difunto no era Guxinde, ¡que el Santo Apóstol me perdone!, que era forastero, y esto nos pasa a nosotros por hacer la caridad con vagabundos, que si cuando su padre vino pidiendo limosna por amor de Dios lo hubiéramos mallado bien malladiño, él no acabara derramando la sangre de quien le dio de comer; después, cuando se olvidan las cosas, yo no las olvido, ¡allá cada cual!, se habla mucho, por eso conviene recordarlas. Usted, don Camilo, viene de Guxindes, bueno es un Guxinde, y mi difunto también, y eso se paga. Pero también se cobra y a mucho orgullo, que el hombre es hombre hasta después de muerto y las mujeres quedamos para verlo y contárselo a los hijos. Le voy a decir una cosa que todo el mundo sabe, usted, no, porque no para aquí, pero ya se la dejé medio dicha, recuerde: al muerto que mató a mi difunto lo desenterré, fui una noche hasta el camposanto de Carballiño a robar el muerto, me lo traje para casa y eché la carroña al cerdo que después comí, los lacones por un lado, los chorizos con la cabeza por otro, y así hasta el final. Los Guxindes se alegraron y se callaron, y los Carroupos se cabrearon pero se callaron también porque si hablan, van detrás; es la ley de Dios y yo creo que éstos se acabarán marchando del país, algunos se fueron ya, unos a Suiza, otros a Alemania, por mí se pueden morir todos en el fin del mundo, comidos por los chinos.