– ¿No le queda matanza con gusto a Moucho?
– ¡Dónde va ya!
La cuarta señal del hijoputa es la barba por parroquias, Fabián Minguela es barbilucio a suspiros. Con Rosalía Trasulfe, Cabuxa Tola, estuvo acostándose de balde al menos cuatro años Fabián Minguela, el muerto que iba sembrando muertos por donde pasaba. A Rosalía Trasulfe, Cabuxa Tola, le estuvo tocando el culo y mamando las tetas y arreando palizas, al menos desde 1936 hasta 1940, el muerto que mató a Afouto, al difunto de Ádega y puede que a una docena más.
– Y además te callas, porque te puedo mandar adonde mandé a otros y no volvió ninguno, tú lo sabes bien.
A Rosalía Trasulfe, Cabuxa Tola, la preñó el muerto tres veces y las tres fue a abortar a casa de la partera Damiana Otarelo, la Pataca, fue a que le hurgase con el perejil.
– Llevo muchos años buscándome la vida sola y no de puta, y no quiero un hijo de un hijo de puta. A lo mejor, Dios hace que esto acabe algún día.
Rosalía Trasulfe, Cabuxa Tola, lo repite siempre.
– Anduvo por toda mí, es bien cierto, anduvo por donde quiso andar, pero le estoy viva y me lavé bien lavada. Moucho era como los gusanos de los muertos, que no comen ni viven más que en la muerte.
El cajón de Marcos Albite parece una berlina, menos música tiene de todo.
– Ahora voy a tener que repintarlo, la estrellita está medio borrada pero las tachuelas aún valen; cuando loqueé me era todo lo mismo pero ahora no, ahora me importa que las cosas vayan bien y como Dios manda que vayan. La pintura verde es bonita, bien lo sé, pero cuando resesa, desmerece.
Marcos Albite lo pasa bien en su cajón, está un poco harto, sí, el aburrimiento harta a cualquiera, pero lo pasa bien, hay otros que lo pasan peor.
– Le voy a hacer un San Camilo de arde carallo, la gente se va a quedar de un aire con el San Camilo.
A Policarpo el de la Bagañeira lo tuvimos que traer desde Briñidelo en unas angarillas porque no podía con su alma con lo de la mano, el mordisco del marañón lo desniveló y tenía calentura.
– ¿Mucha?
– Bueno, tampoco demasiada.
Rosa Loureses, la madre de los Marvises de allí, no lo dejaba marchar.
– Tiene la misma sangre que mis hijos y en esta casa no molesta, por el monte puede ponerse peor. Tenéis que dejarlo dormir por lo menos dos días.
– Bueno.
La gente del curro, o sea los Guxindes, nos esparramamos por Briñidelo, por Puxedo y por Cela, los Marvises quedaron en casa de sus primos y Policarpo también, Cidrán Segade y su cuñado Gaudencio, el que iba para ciego, dormían en la lareira de Urbano Randín, alimañero, contrabandista y bizco, más bizco que nadie.
– No le mires a la cara, Cidrán, que los virollos confunden el sentimiento.
Don Brégimo se instaló en casa del ciego Pepiño Requiás, quien le dejó la cama por una peseta, Marcos Albite y Moncho se fueron a Puxedo, a casa de las Laurentinas, y Robín Lebozán y yo nos llegamos a Cela, a visitar a mis parientes Venceás.
– Quedar aquí los dos, esta casa es amplia y nos hacéis compañía.
Los Venceás vivían con su madre, Dorinda, de ciento tres años de edad y quejándose siempre de frío, y con una criada que hacía el licor café mejor que nadie.
– ¿Cómo se llama esa mujer?
– No lo sabemos, la pobriña es muda y, claro, no nos lo dijo. No es de por aquí, por su pinta parece portuguesa pero a lo mejor no es de ningún lado, papeles no tiene, lleva ya mucho tiempo con nosotros, más de cincuenta años, y nunca hizo mal a nadie. En la aldea le llamamos la muda pero no de mote, es que es así.
La muda hacía el licor café con seriedad, apunte si quiere; en una olla de barro se echa lo que sigue: una olla de aguardiente de orujo de fina calidad; dos libras de café tostado, en grano; cuatro libras de azúcar cande; dos puñados de nueces, peladas, claro, y un poco padexadas para que suelten la substancia, y las mondas de dos naranjas amargas. Durante dos semanas se revuelve todo bien revuelto con una varita de avellano: cien veces siguiendo la marcha de las agujas del reloj, cuando nace el día, y otras cien al revés, cuando viene la noche; después se filtra con papel de estraza, se embotella y se deja reposar por lo menos un año. Hay quien pone el licor en unos frascos bocudos bien tapados con cera, y también hay quien no filtra y lo echa todo a madurar en un bocoy de duelas de carballo, eso va en gustos. La muda se pone muy contenta cuando Robín y yo festejamos el trago chascando la lengua; a la muda, se conoce que con la alegría, se le escapan unos pedos graciosos, atiplados y prolongados.
Loliña Moscoso Rodríguez, la mujer de Baldomero Gamuzo, bueno, Baldomero Marvís Ventela, o Fernández, Afouto, lleva a sus cinco hijos relucientes, parece que les saca brillo. En cambio los de Rosa Roucón, la de Tanis Perello, que son otros cinco, andan con el culo al aire y las velas colgando, cada una es como Dios la hizo y el anís tampoco se reparte de balde.
– ¿Quieres una copita de anís?
– ¿Será hora?
Chelo Domínguez la de los Avelaíños, o sea la señora de Roque, el vicario de San Carallás bendito en la Tierra, pasa escocida por este valle de lágrimas.
– No te quejes, Cheliño, que más vale tener que desear.
– Sí, eso dicen.
Chelo Domínguez tiene buena mano para la cocina, la empanada de raxo le sale muy bien, y el lacón, al que parte en tres o cuatro cachos y dora en las brasas antes de cocerlo, y los callos, que pueden ser de ternera y no de cordero, y la miolada con costilletas, esto de la cocina tiene tanta defensa como arrebato.
– ¿Usted piensa que los japoneses son muy celosos?
– ¿Por qué me lo pregunta?
– No, por nada; lo había oído decir.
Don Benigno Portomourisco Turbisquedo se pasó la vida diciendo que había de durar más de cien años, pero se murió a los noventa, después de haberse bebido más vino del que hubo de caberle en el cuerpo.
– ¿Y dice usted que nadie lo vio nunca borracho?
– ¿Cómo había de decirle tal cosa? A don Benigno lo vio borracho todo el mundo, él tampoco se escondía, no vaya a creer.
Don Benigno tenía planta de alabardero, aunque al final andaba ya un poco encorvado.
– ¡Parrulo!
– Mande, don Benigno.
– Ponte en la parra y no entres hasta que estés pingando.
– Sí, señor.
Luisiño Bocelo, Parrulo, era un capón manso y obediente que valía para descargar en él el mal humor.
– ¡Parrulo!
– Mande, don Benigno.
– Bájate los calzones, que quiero darte dos palos en el culo.
– Sí, señor.
A Luisiño Bocelo, Parrulo, cuando estaba en el seminario, sus compañeros le meaban la cama y después pasaba mucho frío.
– ¡Parrulo!
– Mande, don Benigno.
– ¿Le llevaste ya el pan y el agua a la señora?
El segundo marido de Georgina, la prima del cojo Moncho Preguizas, también se le acabó muriendo.
– Tengo que apurarme un poco porque ya no soy ninguna moza, aquí por estos andurriales siempre hace falta un hombre; las mujeres, aunque seamos viudas dos o tres veces, no debemos estar solas jamás.
Moncho habla siempre con cariño de su tía Micaela, la madre de Georgina.
– Siempre fue muy buena para conmigo, cuando era muchacho me la meneaba todas las noches; antes, las familias estaban más unidas.