El segundo Gamuzo es Tanis, a quien llaman Perello porque discurre el mal muy deprisa. Tanis está casado con Rosa Roucón, que es hija de un consumero de Orense. Rosa le da al anís y se pasa todo el día durmiendo; no es mala, todo hay que decirlo, pero se le va un poco la mano en el anís. Tanis cultiva la tierra y cría el ganado, como su hermano mayor y el que le sigue y como suprimo Policarpo el de la Bagañeira, el adiestrador de pájaros y ranas y animalitos del monte; también son besteiros de afición o sea por gusto, no de oficio, se dan mucha maña para acosar caballos por el monte y raparlos y marcarlos en el curro entre nubes de polvo, relinchos de las dos clases (de rabia y de espanto) y sudor, mucho sudor. Tanis tiene buen pulso y siempre gana las apuestas a los forasteros.
– Suelte los cuatro reales que perdió, paisano, y bébase una taza con nosotros, que aquí no queremos criar enemigos. Y recuerde siempre lo que voy a decirle, que consuela mucho: viva Dios e cante o merlo, que tras do vran ven o inverno.
A Perello, cuando viene la calor, aún falta, le gusta meterse con Catuxa Bainte, la parva de Martiñá, los dos en cueros, en la represa del molino de Lucio Mouro, para abusar de sus carnes medio de culebra y medio de gato montés; bueno, abusar, lo que se dice abusar, Tanis no abusa porque ella ni escapa ni se cansa nunca y además aplaude y aturuxa a cada chapuzón y enguilón. La parva de Martiñá no sabe nadar y es muy chistoso verla darse solagos mientras culea al compás del baile.
Benicia tiene los pezones como castañas pilongas, todos lo saben, como maiolas por San Juan, cuando ya van para viejas. Benicia tiene mucho ardor en la sangre y ni se fatiga ni se aburre jamás. Benicia luce los ojos azules y es muy alegre en la cama, muy cabrona. Benicia estuvo casada, bueno, a lo mejor aún sigue casada, con un portugués medio mariqueiro que hacía títeres por ahí adelante, a veces llegaba hasta más allá de León, pero se le escapó al marido y se vino otra vez para el país.
La madre de Benicia es hermana de Gaudencio, el ciego que toca el acordeón en casa de la Parrocha. Benicia Segade Beira tiene muy poderoso el andar y ríe siempre, es como una bendición. Su madre sabe leer y escribir; Benicia, no, a veces las familias van para abajo y entonces ya no las para nadie hasta que se estrellan o descubren un regato con pepitas de oro, ahora ya no debe quedar ninguno. La madre de Benicia se llama Ádega y toca el acordeón casi tan bien como su hermano; la polca Fanfinette la interpreta con mucho primor.
– Yo le vengo a ser de Vilar do Monte, entre el penedo Sarnoso y el outeiro Esbarrado y sé la leche que mamó cada criatura. Usted, don Camilo, viene de peleones y eso se paga. Su abuelo mató a palos a Xan Amieiros, el molinero del regueiro Pedriñas, y tuvo que apartarse catorce años, se apartó al Brasil, usted lo sabe bien. Yo le vengo a ser de Vilar do Monte, más allá de Silvaboa y de Ricobelo, subiendo y bajando cuestas, pero mi difunto, digo Cidrán Segade, le era de Cazurraque, por debajo de los penedos de la Portelina, que ni se saludaban siquiera con los de Zamairos, se conoce que no les daba el viento, ni la gana, ni la voluntad de Nuestro Señor. Le digo esto para que vea que soy de confianza y no forastera, que ahora anda mucho pillo suelto. ¡Así Dios me confunda si no le juro que hasta podríamos ser parientes! Su abuelo se fue para el Brasil hace más de un siglo, cuando Isabel II. Su abuelo tenía amores escandalosos, usted dispense, eso es lo que dicen, con Manecha Amieiros, que era hermana de Xan y de otro que no recuerdo cómo se llamaba, creo que Fuco, sí, se llamaba Fuco y no tenía más que un ojo, no es que hubiera perdido el otro, no, es que no tenía más que un ojo en mitad de la frente, había nacido así. Su abuelo y Manecha Amieiros se veían en una cueva del pinar das Bouzas en la que instalaron un nido de hortensias secas y una lareira para asar chorizos y también para calentarse. Una noche, los dos hermanos de Manecha esperaron a su abuelo en el recodo del Claviliño, armados uno con un machete y el otro con una tranca de hierro, se conoce que para matarlo, pero su abuelo les echó el caballo encima y los derribó. Fuco, el del ojo, soltó la tranca y salió corriendo como un condenado, pero Xan le plantó cara a su abuelo y se pelearon. Xan le pegó a su abuelo un machetazo en el costado, pero don Camilo, que no era muy grande pero sí bravo, aguantó marea y lo tundió con la tranca del hermano, que escapara como un cagón. Según cuentan, el muerto, cuando le fueron a hacer la autopsia, tenía los pulmones que daba gozo verlos, talmente como agua. ¡Debió llevar una buena malleira!
El tercer Gamuzo es Roque; aunque no es cura le dicen Crego de Comesaña, no se sabe por qué. Crego de Comesaña gasta un carallo descomunal, famoso en todo el contorno y del que se habla incluso más allá de Ponferrada, en el reino de León. El carallo de Crego de Comesaña puede que sea tan orgulloso como el del cura de San Miguel de Buciños, que ya saldrá en esta verdadera historia cuando le toque su tiempo. A los viajeros, cuando se les quiere pasmar, se les enseña el monasterio de Oseira, la huella que dejó el demonio en la loma del Cargadoiro, se ven muy bien sus pisadas de cabra, y la pichola de Roque, que es lo que se dice una bendición.
– A ver, Roque, enséñale lo que tú sabes a estos señores, que son un matrimonio de Madrid. Va una copa de peloura.
– Han de ser dos.
– Bueno, dos.
Entonces Roque se desabrocha la bragueta y deja en libertad el mandado que le cae, como una raposa ahorcada, hasta la rodilla. A Roque, aunque debiera estar ya acostumbrado, siempre le azara un poco el trance.
– Usted dispense, señora, pero así le tiene poco lucimiento. ¡Como todavía no cogió confianza…!
La mujer de Roque, o sea Chelo Domínguez la de los Avelaíños, cuando el marido le dice que se espernanque, que va, le ata una servilleta para que no entre todo y así defenderse mejor.
– ¡Válgame San Carallán, y que Dios nos coja a todas confesadas, amén, Jesús!
Ádega sabe bien todo lo que pasó, pero lo estuvo guardando durante mucho tiempo.
– Tampoco puede callar, si tenemos la misma sangre.
– No, señor; ni quiero, ¡ya bastante callé! ¿Quiere tomar un traguito de orujo?
– Sí, claro. Muchas gracias.
Da gusto ver caer la letanía llena de mansedumbre, es como una letanía, oír la paciencia del orvallo sobre el campo, sobre el tejado y contra los cristales del mirador.
– Los papeles los robó mi hermano Secundino en el juzgado de Carballiño, bueno, se los dejó robar el escribiente, Xian Mosteirón, le llamaban Coxo de Marañís, que fue carabinero, porque mi hermano, que no miraba los cuartos, le dio cinco pesos para vicios y más otros cinco para obras de caridad, o sean diez. A Afouto lo mató uno que ya está muerto y bien muerto, eso lo sabe usted mejor que yo y no lo digo por nada. Los de Cazurraque son muy gloriosos, por eso las mujeres nos llevamos bien con ellos, las de Vilar do Monte y las de otros lados, porque la mujer, al final, lo que quiere es que le batan las mantecas. Moucho es de más lejos, bueno, su padre, la familia lleva aquí muchos años pero son de más lejos, para mí que son medio maragatos pero esto no podría jurarlo, bueno, es un decir porque a usted no le quiero engañar. Si se lleva de criada a mi nieta Xila, que tiene ya doce años y para mí que aún no empezó con las cochinadas, le regalo los papeles y más las botas del muerto que mató a Afouto, que valen poco, ya lo sé, pero siempre son un recuerdo. Mi hermano Secundino las tenía llenas de tabaco porque le daban mucha risa; don Silvio, el cura de Santa María de Carballeda, de donde era su pariente el santo Fernández, le llegó a decir que si no enterraba las botas en sagrado se iba al infierno. No le hizo ni caso; mi hermano Secundino no le tenía miedo al infierno porque pensaba que Dios era más amigo de la vida y los alimentos que de la muerte y las hambres. Póngase más orujo, que hace mucho frío.