– No le mires a la cara, Cidrán, que los virollos confunden el sentimiento.
Don Brégimo se instaló en casa del ciego Pepiño Requiás, quien le dejó la cama por una peseta, Marcos Albite y Moncho se fueron a Puxedo, a casa de las Laurentinas, y Robín Lebozán y yo nos llegamos a Cela, a visitar a mis parientes Venceás.
– Quedar aquí los dos, esta casa es amplia y nos hacéis compañía.
Los Venceás vivían con su madre, Dorinda, de ciento tres años de edad y quejándose siempre de frío, y con una criada que hacía el licor café mejor que nadie.
– ¿Cómo se llama esa mujer?
– No lo sabemos, la pobriña es muda y, claro, no nos lo dijo. No es de por aquí, por su pinta parece portuguesa pero a lo mejor no es de ningún lado, papeles no tiene, lleva ya mucho tiempo con nosotros, más de cincuenta años, y nunca hizo mal a nadie. En la aldea le llamamos la muda pero no de mote, es que es así.
La muda hacía el licor café con seriedad, apunte si quiere; en una olla de barro se echa lo que sigue: una olla de aguardiente de orujo de fina calidad; dos libras de café tostado, en grano; cuatro libras de azúcar cande; dos puñados de nueces, peladas, claro, y un poco padexadas para que suelten la substancia, y las mondas de dos naranjas amargas. Durante dos semanas se revuelve todo bien revuelto con una varita de avellano: cien veces siguiendo la marcha de las agujas del reloj, cuando nace el día, y otras cien al revés, cuando viene la noche; después se filtra con papel de estraza, se embotella y se deja reposar por lo menos un año. Hay quien pone el licor en unos frascos bocudos bien tapados con cera, y también hay quien no filtra y lo echa todo a madurar en un bocoy de duelas de carballo, eso va en gustos. La muda se pone muy contenta cuando Robín y yo festejamos el trago chascando la lengua; a la muda, se conoce que con la alegría, se le escapan unos pedos graciosos, atiplados y prolongados.
Loliña Moscoso Rodríguez, la mujer de Baldomero Gamuzo, bueno, Baldomero Marvís Ventela, o Fernández, Afouto, lleva a sus cinco hijos relucientes, parece que les saca brillo. En cambio los de Rosa Roucón, la de Tanis Perello, que son otros cinco, andan con el culo al aire y las velas colgando, cada una es como Dios la hizo y el anís tampoco se reparte de balde.
– ¿Quieres una copita de anís?
– ¿Será hora?
Chelo Domínguez la de los Avelaíños, o sea la señora de Roque, el vicario de San Carallás bendito en la Tierra, pasa escocida por este valle de lágrimas.
– No te quejes, Cheliño, que más vale tener que desear.
– Sí, eso dicen.
Chelo Domínguez tiene buena mano para la cocina, la empanada de raxo le sale muy bien, y el lacón, al que parte en tres o cuatro cachos y dora en las brasas antes de cocerlo, y los callos, que pueden ser de ternera y no de cordero, y la miolada con costilletas, esto de la cocina tiene tanta defensa como arrebato.
– ¿Usted piensa que los japoneses son muy celosos?
– ¿Por qué me lo pregunta?
– No, por nada; lo había oído decir.
Don Benigno Portomourisco Turbisquedo se pasó la vida diciendo que había de durar más de cien años, pero se murió a los noventa, después de haberse bebido más vino del que hubo de caberle en el cuerpo.
– ¿Y dice usted que nadie lo vio nunca borracho?
– ¿Cómo había de decirle tal cosa? A don Benigno lo vio borracho todo el mundo, él tampoco se escondía, no vaya a creer.
Don Benigno tenía planta de alabardero, aunque al final andaba ya un poco encorvado.
– ¡Parrulo!
– Mande, don Benigno.
– Ponte en la parra y no entres hasta que estés pingando.
– Sí, señor.
Luisiño Bocelo, Parrulo, era un capón manso y obediente que valía para descargar en él el mal humor.
– ¡Parrulo!
– Mande, don Benigno.
– Bájate los calzones, que quiero darte dos palos en el culo.
– Sí, señor.
A Luisiño Bocelo, Parrulo, cuando estaba en el seminario, sus compañeros le meaban la cama y después pasaba mucho frío.
– ¡Parrulo!
– Mande, don Benigno.
– ¿Le llevaste ya el pan y el agua a la señora?
El segundo marido de Georgina, la prima del cojo Moncho Preguizas, también se le acabó muriendo.
– Tengo que apurarme un poco porque ya no soy ninguna moza, aquí por estos andurriales siempre hace falta un hombre; las mujeres, aunque seamos viudas dos o tres veces, no debemos estar solas jamás.
Moncho habla siempre con cariño de su tía Micaela, la madre de Georgina.
– Siempre fue muy buena para conmigo, cuando era muchacho me la meneaba todas las noches; antes, las familias estaban más unidas.
Adela y Georgina son hermanas, pero no se parecen mucho salvo en la inclinación al vino, la afición al tabaco y la propensión al catre.
– ¡Para lo que una ha de vivir!
– Di que sí, mujer, que en este mundo no hemos de quedar para simiente.
A Adela y Georgina les gusta mucho que la señorita Ramona les ponga tangos de Carlos Gardel en la gramola: Flor de durazno, Melodía de arrabal, Cuesta abajo.
– ¡Cómo me gustaría ser hombre para bailar el tango maltratando!
– ¡Mujer, qué ocurrencia!
Adela y Georgina, una noche del otro año, bailaron tangos con la señorita Ramona y Rosicler.
– ¿Me puedo sacar la blusa?
– Haz lo que quieras.
Mi tía Salvadora, la madre de Raimundo el de los Casandulfes, vive sola en Madrid, no quiere saber nada de la aldea.
– ¿Ni de los parientes?
– No; tampoco de los parientes.
Por parte de mi madre me quedan aún cuatro tíos: tía Salvadora y tío Cleto, viudos, y tía Jesusa y tía Emilita, solteras. Tío Cleto se pasa las horas muertas tocando la batería o sea el jazz-band.
– ¿Pero cuántos años tiene?
– No sé, setenta y seis o setenta y ocho. Tía Jesusa y tía Emilita gastan su tiempo en rezar, en murmurar y en orinar, las dos tienen incontinencia de orina. Tía Jesusa y tía Emilita no se hablan con tío Cleto, bueno, no es que no se hablen, es que se aborrecen, se odian a muerte y sin disimulo mayor.
– Los hombres, el mejor para ahorcado. Cleto se pasa el día tocando el bombo y los platillos para molestarnos, nada más que para molestarnos. ¡Como sabe que padecemos de jaqueca!
Mis tíos viven los tres en la misma casa, ellas abajo, que es más húmedo, y él arriba, que es más seco. Tío Cleto, cuando se aburre, vomita, se mete los dedos en la boca y devuelve las tripas donde mejor le pilla, en una palangana o detrás de los muebles, se conoce que encuentra mucho deleite en arrojar. A tío Cleto, en París, durante el viaje de novios, se le puso mala la mujer y la dejó en el hospital con el argumento de que a él los enfermos le daban mucho asco, se enteró de que había enviudado por una carta del cónsul.
– La pobre Lourdes no duró mucho, ésa es la verdad, pero ¡en fin!, yo hice lo que pude, la dejé en un buen hospital y con todo pagado, hasta el entierro, fue un caso de mala suerte.
Mis abuelos estaban en buena posición, eran dueños de una tenería y una fábrica de ataúdes, Manufacturas del Más Allá, pero mis tíos se patearon la herencia y ahora están sin una perra y viviendo de milagro.
– Yo no sé lo que es peor, si el hambre o la mugre; los hombres prefieren la mugre pero las mujeres nos quedamos con el hambre, a lo mejor hay alguna golfa que no.
Las alimañas ahorcadas en la viña del sacristán están cada día más cativas y podres. La parva de Martiñá le enseña las tetas a la raposa difunta mientras come avellanas.
– ¡Fuera de ahí, maldita parva, que tú sola arrastras más pecado que Sodoma y Gomorra! ¡Tápate las miserias y reza el Señor mío Jesucristo, que todos nos hemos de condenar por tu culpa obscena!
El sacristán, un día, le acertó a Catuxa Bainte con una pedrada entre las dos tetas y le hizo echar sangre por la boca; el sacristán se moría de risa.
– ¡Dios, qué bien le di! ¡A poco más le esmago los pulmones!
Catuxa Bainte, la parva de Martiñá, chapuzándose en la balsa del molino de Lucio Mouro, parecía una cordera huérfana y desorientada, también angélica y sin mancha de pecado original.