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– ¿Está fría el agua?

– No, señor; no mucho.

Cuando se ve venir una nube de moscas, ya se sabe: va dentro el cura de San Miguel de Buciños, que debe tener las carnes de confitura.

– Dolores.

– Mande, don Merexildo.

– Este vino se volvió vinagre, bébelo tú.

– Sí, señor.

Dolores empina el codo sin mayor remilgo, casi todo le va bien. Dolores, con su brazo de menos, pierde el equilibrio cuando se ajuma.

– Hay días que todo va torcido, se conoce que el personal carga más a un lado que a otro.

Don Merexildo tiene mucho renombre por sus alborotadas corpulencias y sus pétreas tiesuras; de no haber sido sacerdote, hubiera podido ganarse la vida enseñando sus bienaventuranzas por las romerías.

– ¡Pasen, señoras y señores, a contemplar el auténtico órgano del Anticristo, el más descomunal cipote, dicho sea con perdón, de toda la península Ibérica! ¡No se empujen, que hay sitio para todos y el material no desmerece con el paso del tiempo!

Pero, claro, hay ciertas cosas que los sacerdotes no pueden hacer por eso de los respetos humanos.

– Dolores.

– Mande, don Merexildo.

– Estas manzanas están podres, cómelas tú.

– Sí, señor.

– ¡Y otra vez que me saques las manzanas podres, te las he de meter por el culo!

– Sí, señor.

El rey Carol de Rumania visita Belgrado, le acompaña el príncipe heredero Miguel. Luisiño Bocelo, el criado capón propiedad de don Benigno, y Dolores, la criada manca del corral del cura de San Miguel, eran dos criaturas que parecían señaladas por el dedo de la ira que hace obedecer a coces, que es un dedo engarabitado, sarmentoso y tirando a seco.

– ¿Y las coces han de ser en mitad de la barriga?

– O donde se tercie, tanto da.

Voy a apuntar en un papel que tengo que pedir más farias a mis primos de La Coruña para regalarle a Marcos Albite, he de corresponder al San Camilo de palo, lo más probable es que sea una obra de arte. Cuando fuera del curro del Xurés, Marcos Albite y yo nos hablábamos de tú, después vino la guerra y empezaron a pasar sucesos y a atropellarse cosas y ahora nos decimos unas veces de tú y otras de usted, según nos da, delante de la gente solemos tratarnos de usted, yo le digo más veces de tú que él a mí. He de acordarme de pedir más farias a mis primos de La Coruña, Marcos Albite es buen rapaz y en su cajón se tiene que aburrir a modo.

– La estrellita ya casi ni se ve, tengo que pintarla de nuevo; la pintura verde hace muy bien, todo el mundo lo dice, pero se estropea igual que las demás y hay que darle otra mano.

Gramola es más que gramófono, más lujoso y también más moderno, la gramola no tiene bocina, la voz le sale por unas rendijas que van a los lados. Rosicler tiene unos parientes argentinos que llaman vitrola a la gramola, el fonógrafo es todavía más antiguo que el gramófono. La gramola que le regaló Raimundo el de los Casandulfes a nuestra prima es marca Odeón modelo Cadet. Para la música que se siente en el alma, Claro de luna, Para Elisa, una polonesa de Chopin, lo mejor es el piano, en cambio para la música que se escucha sobando y medio dejándose ir, va mejor la gramola, tiene más misterio y más veneno. Al Vals de las velas, que queda a medio camino, lo mismo le cuadra el piano que la gramola. El piano es pequeño, de palo santo y con el teclado de marfil, la señorita Ramona lo heredó de su madre, que lo tocaba con mucho gusto e incluso con buen estilo. El invierno pasado, la señorita Ramona le dijo a Rosicler una tarde que las dos estaban ya cansadas de bailar juntas,

– No se la menees al mono, da gusto pero trae mala suerte, además está tísico.

– ¡Pobre Jeremías!

El piano de la señorita Ramona es marca Cramer, Beale and Co. y tiene dos candeleros de plata, de adorno; antes la gente vivía mejor que ahora.

– Bueno, pero también las personas se morían antes.

– No estoy tan seguro.

Robín Lebozán solía llevarle chocolatinas a Rosicler.

– Toma, para que se te conserven las tetas duras, las tetas duras es lo que más dura me la pone.

– ¡Calla, cochino!

Robín Lebozán le presta libros de versos a la señorita Ramona. Rosalía, cuando escribió En las orillas del Sar, vivía ya en La Matanza, frente a la estación del The West y más cerca del otro río, del Ulla. En las orillas del Sar está en castellano y Follas novas en gallego, los dos muy hermosos e inspirados. En las orillas del Sar lo publicó poco antes de su muerte, Rosalía no duró mucho, no llegó a los cincuenta años. Robín Lebozán supone que Rosalía no vino al mundo en Santiago, como dicen los libros, sino en Padrón, de donde se la llevaron recién nacida para aliviar el dolor de su madre, deshonrada por un presbítero; si llegan a saber que, andando el tiempo, aquella niña habría de convertirse en el más grande poeta del país, quizá no se hubieran andado con tantas prisas y tan escasos miramientos; a poco más, la matan.

– ¡Qué burros eran!

– Bueno, mujer, también corrían otros tiempos.

Robín Lebozán piensa que Rosalía tuvo amores con Bécquer, pero eso no lo puede demostrar. Bécquer era de la misma edad que Rosalía, más o menos, pero murió aún más joven, la verdad es que no aguantaban casi nada. A la señorita Ramona le gustaba mucho la poesía Aires da miña terra, de Curros, que era de Celanova, en el camino del Xurés, y tío abuelo de Robín.

– A lo mejor, de ahí te nace la afición a los libros.

– ¡Puede!

Vento mareiro, de don Ramón Cabanillas, está muy bien; éste le viene a ser de Cambados, en la ría de Arosa, y vive en buena salud, aún no llevamos medio siglo XX, me alegro porque cada vez quedan menos poetas, ahora no hay más que futbolistas y militares. Rosicler también tiene afición a la poesía, aunque no tanta. Raimundo el de los Casandulfes tararea Corazón santo mientras se afeita.

– ¿No sabes otra cosa?

– ¿Por qué lo dices?

– No, por nada…

En la taberna de Rauco ponen muy bien los callos, mejor que el pulpo. Raimundo y nuestra prima no duermen toda la noche juntos más que cuando van de viaje, por la Pascua florida estuvieron en Lisboa; Raimundo cuando va a visitar a nuestra prima, le lleva siempre una camelia blanca.

– Toma, Moncha, para que veas que te sé el gusto y que no me olvido nunca de ti.

A Rosicler, Raimundo le regala chocolatinas, a cada una lo suyo. Fabián Minguela, Moucho, juega al chamelo en la taberna de Rauco; los Carroupos tienen mal perder, se les encrespa la chapeta de piel de puerco de la frente y no miden las palabras. Tripeiro, el padre de los Gamuzos, decía siempre que quien no sabe perder, no sabe acabar, o sea que quien mal pierde, mal acaba, esto es: con la cabeza partida en dos en la cuneta o con un pinchazo en mitad del vientre, en el monte donde vive el lobo de la Zacumeira o en cualquier lado. A Raimundo le gusta andar a caballo por el monte, hay mañanas que sale a pasear con la señorita Ramona, si no llueve demasiado; Caruso, el caballo de nuestra prima, es viejo pero todavía resiste.

– ¿Tú crees que Cabuxa Tola se atrevería a hacer las cochinadas con el lobo de la Zacumeira?

– ¡Jesús, qué ocurrencias!

El forastero vio que Moucho el Carroupo no tenía a nadie detrás. La quinta señal del hijoputa está en las manos, que son blandas, húmedas y frías, Fabián Minguela tiene las manos como babosas.

– No me gusta levantar la voz pero si no paga lo que lleva perdido, le parto la boca.

El gato de la taberna de Rauco no se llama de ninguna manera, la patrona le dice michino y él ya entiende. Mientras Moucho saca los cuartos, el forastero acaricia al gato y ni mira siquiera.

– Deje el dinero encima de la mesa, ya vendré a buscarlo si me da la gana.

Moucho se la tuvo que envainar porque nadie salió en su defensa, tampoco la tenía ni se la merecía. Fabián Minguela, Moucho, trabaja sentado como todos los Carroupos, los zapateiros no montan a caballo ni cultivan la tierra. Moucho es sastre y también trapichea con artículos de mercería, carretes de hilo, botones de celuloide y de metal, medias de algodón, pañuelos y otras pobrezas, los Carroupos no son de por aquí, Dios sabrá de dónde salieron.