Ira descubrió la lectura. «Un día, debió de ser uno de los peores errores cometidos por el ejército, nos enviaron una biblioteca completa. ¡Qué error!», dijo riéndose. «Probablemente acabé por leer todos los libros que había en aquella biblioteca. Construyeron una cabana prefabricada, con estanterías, y dijeron a los soldados que quien quisiera un libro podía ir allí a buscarlo. Era O'Day quien le decía a Ira qué libros debía pedir.
Al comienzo de nuestra amistad, Ira me enseñó tres hojas de papel, con el encabezamiento: «Algunas sugerencias concretas para uso de Ringold», que O'Day había preparado cuando estaban juntos en Irán: «Primero: ten siempre un diccionario a mano, que sea bueno y con muchos antónimos y sinónimos, incluso cuando escribas una nota para el lechero. Y úsalo. No te tomes a la ligera la ortografía y la precisión del significado, como te has acostumbrado a hacer. Segundo: escribe siempre a doble espacio, a fin de permitir la interpolación de ideas posteriores y correcciones. No me importa que eso no se acostumbre a hacer en la correspondencia personal; lo que importa es la exactitud de la expresión. Tercero: no amontones tus pensamientos en la página mecanografiada. Cada vez que te ocupes de una nueva idea o amplíes lo que ya has expuesto, inicia un nuevo párrafo. Tal vez el texto parecerá un tanto espasmódico, pero será mucho más legible. Cuarto: evita los clichés. Aunque tengas que darle la vuelta, expresa algo que has leído u oído citar con frases distintas de las originales. Una de tus frases de la otra noche en la sesión de la biblioteca puede servir de ejemplo: "Expondré brevemente algunos de los males del presente régimen…". Eso lo has leído, Hombre de Hierro, y no es tuyo, sino de otra persona. Parece como si lo hubieras sacado de una lata. Podrías expresar la misma idea más o menos así: "Haré una argumentación sobre el efecto de la propiedad de la tierra y el dominio del capital extranjero basándome en lo que he visto aquí, en Irán"».
Había veinte puntos en total, y si Ira me los mostró fue para ayudarme a escribir, no mis guiones radiofónicos de la escuela, sino el diario que llevaba con la intención de que fuese político, y en el que había empezado a anotar mis pensamientos cuando me acordaba de hacerlo. En esto imitaba a Ira, quien a su vez había imitado a Johnny O'Day. Los tres usábamos la misma clase de cuaderno, barato, de Woolworth's, cincuenta y dos páginas rayadas, de diez por siete centímetros, cosidas por arriba y encuadernadas con unas cubiertas de cartón marrón moteado.
Cuando O'Day mencionaba un libro, cualquier libro, en una carta, Ira se hacía con un ejemplar, y yo también; iba a la biblioteca y lo pedía. «Recientemente he leído El joven Jefferson, de Bower», escribió O'Day, «junto con otros textos sobre la historia norteamericana más antigua; en aquel entonces los Comités de Correspondencia fueron el principal medio por el que los colonos de mentalidad revolucionaria desarrollaron su comprensión y coordinaron sus planes». Así fue como llegué a leer El joven Jefferson cuando aún estaba en la escuela. O'Day escribió: «Hace un par de semanas compré la duodécima edición de las Citas de Bartlett, supuestamente para incrementar las obras de referencia de mi biblioteca, pero en realidad por el placer que me procura hojearla», así que fui a la biblioteca principal, en el centro de la ciudad, y me senté en la sección de obras de referencia para hojear el Bartlett a la manera en que imaginaba que lo hacía O'Day, con el diario a mi lado, examinando a la ligera cada página en busca de la sabiduría que iba a acelerar mi madurez y hacer de mí alguien a tener en cuenta. «Compro con regularidad el Cominform (órgano oficial publicado en Bucarest)», escribió O'Day, pero yo sabía que no encontraría el Cominform, nombre abreviado de la Agencia de Información Comunista, en ninguna biblioteca local, y la prudencia me advertía que no lo buscara.
Mis dramas radiofónicos eran dialogados, y lo más apropiado en este caso no eran tanto las sugerencias concretas de O'Day como las conversaciones que éste tenía con Ira, el cual me las repetía o, más bien, las representaba, palabra por palabra, como si él y O'Day estuvieran juntos ante mis ojos. Además, los dramas radiofónicos estaban embellecidos por el argot obrero que seguía aflorando en el habla de Ira mucho después de su traslado a Nueva York, donde se convirtió en actor de radio, y las convicciones que expresaban tenían una gran influencia de las largas cartas que O'Day le escribía y que él leía con frecuencia en voz alta, a petición mía.
Mi tema era la suerte del hombre medio, el ciudadano normal y corriente, el individuo al que el escritor radiofónico Norman Corwin había elogiado como «el sujeto sin importancia» en Con una nota triunfal, un drama que duraba una hora y que la emisora CBS transmitió la noche en que finalizó la guerra en Europa (y luego, a petición popular, ocho días después), y que me impulsó a embrollarme ilusionadamente en la maraña de aspiraciones literarias redentoras que se empeñan en remediar los males del mundo por medio de la escritura. Hoy no me molestaría en juzgar si algo que amaba tanto como Con una nota triunfal era o no era arte. Lo cierto es que me dio el primer atisbo del poder mágico del arte y me ayudó a reforzar mis primeras ideas sobre lo que quería y esperaba que hiciera el lenguaje de un artista literario: ensalzar la lucha de los desheredados. (Y me enseñó lo contrario a lo que enseñaban mis profesores: que podía comenzar una frase con la conjunción y.) La forma de la obra teatral de Corwin era disgregada, sin argumento, «experimental», como informé a mi padre, podólogo, y a mi madre, ama de casa. Estaba escrita en un estilo muy coloquial y aliterado, que podría derivar en parte de Clifford Odets [2] y en parte de Maxwell Anderson [3], del esfuerzo que hicieron los dramaturgos norteamericanos de los años veinte y treinta para forjar un lenguaje propio reconocible para la escena, naturalista pero con una coloración lírica y un trasfondo serio, un habla poetizada que, en el caso de Norman Corwin, combinaba los ritmos del habla corriente con una ligera formalidad literaria para obtener un tono que, cuando yo tenía doce años, me parecía de espíritu democrático y de intención heroica, la contrapartida verbal de un mural de la WPA [4]. Whitman reclamaba América para los hombres incultos, Norman Corwin la reclamaba para los hombres sin importancia, que resultaron ser nada menos que los norteamericanos que lucharon en la guerra patriótica y regresaban a una nación que los adoraba. ¡Los hombres sin importancia eran nada menos que los mismos norteamericanos! El hombre sin importancia de Corwin era el equivalente estadounidense del proletario y, tal como ahora lo entiendo, la revolución librada y ganada por la clase obrera de Estados Unidos fue, de hecho, la Segunda Guerra Mundial, el gran acontecimiento del que todos, por insignificantes que fuésemos, formábamos parte, la revolución que confirmó la realidad del mito de un carácter nacional que sería compartido por todos.
Yo incluido. Era un niño judío, de eso no había duda, pero no tenía interés en compartir el carácter judío. Ni siquiera sabía con claridad en qué consistía. Lo que deseaba era compartir el carácter nacional. Nada les había parecido más natural para mis padres nacidos en Estados Unidos, nada era más natural para mí, y ningún método me habría parecido más acertado que participar por medio del lenguaje que hablaba Norman Corwin, una destilada lingüística de los estimulados sentimientos de comunidad que había despertado la guerra, la elevada poesía demótica que era la liturgia de la Segunda Guerra Mundial.
[2] Clifford Odets (1906-1963) fue uno de los dramaturgos más importantes del teatro de protesta social en Estados Unidos durante la década de 1930. Perteneció al célebre Group Theatre, fundado en Nueva York para presentar obras norteamericanas de contenido social. En su producción destacan Waiting for Lefty y Paradise Lost, ambas de 1935, y Golden Boy (1937). A fines de la década se trasladó a Hollywood y escribió para el cine. (N. del T.)