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Tanto la Historia como Estados Unidos habían sido reducidos en escala y personalizados: para mí, ése era no sólo el encanto de Norman Corwin sino también de la época. Te desbordas en la Historia y en Estados Unidos, y ellos se desbordan en ti. Y ello gracias a vivir en Nueva Jersey, tener doce años de edad y estar sentado junto a la radio en 1945. Era un tiempo en que la cultura popular aún estaba lo bastante conectada al siglo XIX para que fuese todavía sensible a cierto lenguaje, y todo aquello no dejaba de causarme pasmo.

Por fin se puede decir sin aojar la campaña: De algún modo las democracias decadentes, los chapuceros bolcheviques, los peleles y alfeñiques, Fueron al final más duros que los matones de las camisas pardas, y también más listos: Pues sin azotar a un cura, quemar un libro ni apalear a un judío, sin acorralar a una chica en un burdel, o sangrar a un niño para obtener plasma, Hombres corrientes venidos de lejos, nada espectaculares pero libres, dejaron sus hábitos y sus hogares, se levantaron temprano una mañana, flexionaron los músculos, aprendieron (como aficionados) el manual del armamento, y se lanzaron a través de planicies y mares peligrosos a romperles la crisma a los profesionales. Y eso hicieron.

Para confirmarlo véase el último comunicado, que lleva la marca del Alto Mando Aliado. Recórtalo del diario matutino y dáselo a tus hijos para que lo pongan a buen recaudo.

Cuando Con una nota triunfal apareció en forma de libro, lo compré de inmediato (era el primer volumen de tapas duras que poseía, pues preferí comprarlo a pedirlo prestado en la biblioteca), y a lo largo de varias semanas memoricé las sesenta y cinco páginas de párrafos en verso libre en que el texto estaba dispuesto. Me gustaban sobre todo los versos que se tomaban juguetonas libertades con el inglés de la calle («la cosa está que arde esta noche en la vieja ciudad de Dnepropetrovsky») o que juntaban de una manera inverosímil nombres propios para producir algo que me parecían ironías sorprendentes e incitantes («el poderoso guerrero deposita su espada de samurai ante el dependiente de un ultramarinos de Baltimore»). Cuando finalizaba un gran esfuerzo de guerra que había proporcionado espléndidos estímulos para que los sentimientos fundamentales del patriotismo se desarrollaran con fuerza en un muchacho de mi edad (casi nueve años cuando empezó la guerra, y doce y medio cuando terminó), el mero hecho de oír por la radio los nombres de ciudades y estados norteamericanos («a través del fresco aire nocturno de New Hampshire», «desde Egipto a la ciudad de la pradera de Oklahoma», «y las razones para afligirse en Dinamarca son las mismas que en Ohio») tenía todo el efecto generador de apoteosis que se pretendía.

Así pues, han tirado la toalla.

Por fin están acabados, la rata muerta en un

callejón detrás de la Wilhelmstrasse.

Sal a recibir aplausos, soldado raso,

Sal a recibir aplausos, hombre sin importancia.

El superhombre de mañana yace a vuestros pies,

hombres medios de esta tarde.

Éste era el panegírico con que se iniciaba la obra. (En la radio, una voz impávida, parecida a la de Iron Rinn, identificaba enérgicamente a nuestro héroe para que le alabáramos como era debido. Era la voz ronca, resuelta, humanitaria y, la mitad de las veces, un tanto intimidante del entrenador de la escuela, el entrenador que también era profesor de Lengua y Literatura inglesa, la voz de la conciencia colectiva del hombre corriente.) Y ésta era la coda de Corwin, una plegaria cuya relación con el presente hacía que pareciese, cuando ya era ateo confirmado, totalmente secular y al margen de la iglesia, y al mismo tiempo más potente y atrevida que cualquier plegaria que hubiera recitado en la escuela al comenzar la jornada o que hubiera leído, traducida en el libro de plegarias en la sinagoga, cuando asistía con mi padre a la ceremonia religiosa en alguna festividad judía.

Señor Dios de la trayectoria y la explosión Señor Dios del pan fresco y las mañanas tranquilas Señor Dios del gabán y el salario mínimo Distribuye nuevas libertades Envíanos pruebas de que la hermandad… Siéntate a la mesa del tratado y conduce las esperanzas de pequeños pueblos a través de los esperados desfiladeros

Decenas de millones de familias norteamericanas se habían sentado junto a sus receptores de radio y, por complejas que fuesen esas frases comparadas con lo que estaban acostumbradas a oír, escuchaban aquello que en mí e, inocentemente, suponía que también en ellas, había despertado una corriente de emoción transformadora, inmoderada, como la que, por lo menos en mi caso, jamás había experimentado a consecuencia de un programa radiofónico. ¡El poder de aquella retransmisión! Era sorprendente, como si la radio exteriorizara un alma. El espíritu del hombre medio había inspirado una mezcolanza inmensa de adoración populista, una efusión de palabras que ascendían burbujeando directamente de la boca norteamericana, un homenaje de una hora de duración a la superioridad paradójica de lo que Corwin insistía en identificar como la humanidad estadounidense absolutamente corriente: «Hombres corrientes venidos de lejos, nada espectaculares pero libres».

Corwin modernizó a Tom Paine para mí al democratizar el riesgo, haciendo que no afectara únicamente a un solo hombre impetuoso sino a un colectivo de todos los hombres insignificantes empeñados en un esfuerzo común. Los conceptos de merecimiento y grandeza sólo eran aplicables al pueblo. Una idea conmovedora. ¡Y cómo trabajó Corwin para que, por lo menos imaginariamente, fuese cierto!

Después de la guerra, y por primera vez, Ira participó de una manera consciente en la lucha de clases. Me dijo que había estado inmerso en ella hasta el cuello durante toda su vida, sin tener la menor idea de lo que estaba ocurriendo. Allá en Chicago, trabajó por cuarenta y cinco dólares a la semana en una fábrica de discos que había organizado el sindicado United Electrical Workers, con un contrato tan sólido que el mismo sindicato se encargaba de proporcionar los puestos de trabajo. Entretanto, O'Day volvió a su ocupación con un equipo dedicado a aparejar buques en Inland Steel, en el puerto de Indiana. Una y otra vez soñaba O'Day con marcharse y, de noche, en su habitación, volcaba su frustración en Ira.

– Si dispusiera de todo mi tiempo y no tuviese ninguna atadura durante seis meses, podría organizar el partido aquí, en el puerto. Hay mucha gente buena, pero lo que se necesita es un hombre capaz de dedicar todo su tiempo a la organización. Yo soy muy experto en ese terreno, es cierto. Tienes que echar una mano a los bolcheviques tímidos, y yo me inclino más a darles un coscorrón. Y de todos modos, ¿qué más da? Aquí el partido está demasiado descapitalizado para que alguien pueda dedicarse a él en exclusiva. Todo el dinero que se puede juntar a duras penas se destina a la defensa de nuestros dirigentes, a la prensa y a una docena de cosas más que no pueden esperar. Yo me quedé sin blanca después de la última paga, pero me las arreglé durante algún tiempo por medio de la persuasión moral. Y entonces los impuestos, el puñetero coche, una cosa y otra… No puedo apañármelas, Hombre de Hierro, tengo que trabajar.

Me encantaba que Ira repitiera la jerga que los rudos tipos del sindicato usaban entre ellos, incluso tipos como Johnny O'Day, cuya estructura oracional no era tan simple como la del trabajador medio, pero que conocía el poder de su lenguaje y que, a pesar de la influencia potencialmente corruptora del diccionario, lo empleó con eficacia durante toda su vida. «Tendré que dejar que ruede la bola durante un tiempo… Y todo esto mientras la dirección empuña el hacha alzada… En cuanto ahuequemos el ala… En cuanto los chicos levanten velas… Si intentan hacernos pasar por el aro antisindical en su contrato, va a haber la de Dios es Cristo…»