Выбрать главу

Es posible que hubiera más maquinaciones de las que yo conocía en el traslado de Ira a Nueva York y su triunfo en la radio de la noche a la mañana, pero yo entonces no lo creía así. No tenía necesidad de pensar que había más de lo que él me decía. Era el hombre que ampliaría la educación que me había dado Norman Corwin, que me hablaría, por ejemplo, de los soldados, un tema que Corwin no mencionaba, unos soldados no tan simpáticos ni, por cierto, tan antifascistas como los héroes de Con una nota de triunfo, los soldados que fueron al extranjero pensando en negros y judiazos y regresaron a casa pensando en lo mismo. Ira era un hombre apasionado, áspero y magullado por la experiencia, y aportaba pruebas de primera mano de la brutalidad norteamericana a la que Corwin dejaba de lado. Yo no necesitaba las relaciones comunistas para explicar el triunfo fulminante de Ira en la radio. Tan sólo pensaba que aquel hombre era maravilloso. Era, en verdad, un hombre de hierro.

2

Aquella noche de 1948, en el mitin de Henry Wallace en Newark, conocí también a Eve Frame. Estaba con Ira y su hija, Sylphid, la arpista. No vi nada de lo que Sylphid sentía por su madre, desconocía la pugna que existía entre ellas hasta que Murray empezó a contarme todo lo que me había pasado desapercibido en mi adolescencia, todo lo relativo al matrimonio de Ira que yo no comprendí entonces, y quizá no habría podido comprender, o que Ira me ocultó durante los años en que le veía cada dos meses, cuando iba a casa de Murray o yo le visitaba en la cabana, la «choza», como él la llamaba, en el villorrio de Zinc Town, al noroeste de New Jersey.

Ira no se retiraba a Zinc Town tanto para vivir cerca de la naturaleza como para tener el contacto más estrecho posible con las realidades básicas de la vida. En pleno noviembre se bañaba en un estanque que era un fangal, en lo más crudo del invierno recorría los bosques nevados con raquetas en los pies o, en los días lluviosos, viajaba en su coche de Jersey, un Chevy cupé del 39, usado, y hablaba con los granjeros y los viejos mineros del cinc, a quienes trataba de hacer entender cómo los estaba exprimiendo el sistema. Le gustaba cocinar salchichas y judías en las brasas de la chimenea, y hasta preparaba así el café, todo para recordarse, después de haberse convertido en Iron Rinn y contar con un poco de dinero y fama, que seguía siendo tan sólo un «patán trabajador», un hombre sencillo de gustos sencillos y unas expectativas que durante los años treinta se habían encarrilado, y que había tenido una suerte increíble. Acerca de su cabana en Zinc Town, solía decir: «Me sirve para practicar la pobreza, por si acaso».

La cabana aportaba un antídoto y un refugio de la calle West Eleventh, el lugar donde uno tenía que eliminar sudando los malos vapores. Era también un vínculo con los primeros días de vagabundeo, cuando sobrevivía entre desconocidos por primera vez y cada día era duro, inseguro y, como sería siempre para Ira, una batalla. Tras irse de casa a los quince años y cavar zanjas durante un año en Newark, Ira había aceptado empleos en el ángulo más noroccidental de Jersey, como barrendero en varias fábricas, en ocasiones de bracero en una granja, vigilante, factótum, y luego, durante dos años y medio, hasta casi los diecinueve y dirigiéndose al oeste, aspirando aire en pozos a trescientos metros de profundidad, en las minas de cinc de Sussex. Después de la explosión, cuando el lugar aún estaba humeante y con un olor repugnante a dinamita y gas, Ira trabajaba con un pico y una pala junto con los mexicanos, como el más humilde de los humildes, era lo que llamaban un zafrero.

En aquellos años, las minas de Sussex estaban desorganizadas y eran tan provechosas para la Compañía de Cinc de New Jersey y tan desagradables para sus trabajadores como lo eran las minas de cinc en todo el mundo. La mena se refinaba y convertía en cinc metálico en la avenida Passaic de Newark, y se procesaba también como óxido de cinc para pintura. Aunque en la época en que Ira compró su cabana, a fines de los años cuarenta, el cinc de Jersey estaba perdiendo terreno ante la competencia extranjera y las minas se encaminaban ya a su extinción, aquella primera inmersión en una vida brutal (ocho horas bajo tierra cargando los escombros de roca y la mena en las vagonetas, ocho horas soportando los terribles dolores de cabeza, aspirando el polvo rojo y pardo y cagando en los cubos de serrín… y todo ello por cuarenta y dos centavos la hora) fue lo que le atrajo de nuevo a las remotas colinas de Sussex. La cabana de Zinc Town era la expresión abiertamente sentimental de solidaridad por parte del actor radiofónico con el don nadie rudo y prescindible que fue en otro tiempo, «una estúpida herramienta humana si alguna vez existió una», como él mismo se calificaba. Otra persona, tras haber alcanzado el éxito, podría haber deseado abolir esos atroces recuerdos para siempre, pero Ira necesitaba que la época que carecía de importancia fuese tangible de alguna manera, pues de lo contrario se habría sentido irreal y cruelmente desposeído.

Yo ni siquiera había sabido que cuando iba a Newark -cuando, al finalizar las últimas clases, paseábamos por el parque de Weequahic, rodeábamos el lago y terminábamos en el simulacro que había en nuestro barrio del Nathan de Coney Island, un local llamado Millman's, para comer una frankfurt con «un poco de todo»-, él no iba a la avenida Lehigh solamente para visitar a su hermano. En aquellas tardes, al salir de la escuela, cuando Ira me hablaba de sus años de soldado y lo que había aprendido en Irán, de O'Day y lo que éste le había enseñado, de su reciente ex vida como obrero de fábrica y sindicalista, de sus experiencias juveniles, cuando recogía escombros en las minas, buscaba refugio de una vivienda donde, desde el día de su llegada, se sintió mal recibido y rechazado por parte de Sylphid, y cada vez peor con Eve Frame, debido a su imprevisto desprecio hacia los judíos.

Murray le explicó que Eve no despreciaba a todos los judíos, no a los de éxito que ocupaban puestos clave y a los que veía en Hollywood, Broadway y el mundo de la radio, no, en general, a los directores, actores, guionistas y músicos con los que ella había trabajado, a muchos de los cuales se les veía con regularidad en el salón en que había convertido su casa de la calle West Eleventh. Dirigía su desprecio a la variedad: el judío estereotipado que veía comprando en los grandes almacenes, la gente corriente con acento neoyorquino que trabajaba detrás de los mostradores o que atendía sus propias tiendecitas en Manhattan, los taxistas judíos, las familias judías a las que veía conversando y paseando por Central Park. Lo que le volvía loca en las calles eran las señoras judías que la amaban, que la reconocían, que se le acercaban y le pedían su autógrafo. Esas mujeres habían sido su público de Broadway, y ella las despreciaba. Sobre todo no podía dejar que las ancianas judías pasaran por su lado sin soltar un gruñido de asco. «¡Mira esas caras!», decía, estremecida. «¡Mira esas caras horribles!»

– Era una enfermedad -decía Murray-, esa aversión que tenía por el judío insuficientemente disfrazado era una enfermedad. Podía avanzar en paralelo a la vida durante mucho tiempo. No con la vida, sino paralela a ella.

Podía ser del todo convincente en el papel ultracivilizado, de gran señora, que había elegido. Su voz suave, su dicción precisa… En los años veinte, el inglés elegante era un estilo que practicaban muchas chicas norteamericanas que deseaban ser actrices. Y en el caso de Eve Frame, que por entonces iniciaba su carrera en Hollywood, ese estilo cuajó, se endureció. El inglés elegante se endureció a la manera de las capas de cera, sólo el pabilo ardía en el centro, ese pabilo encendido que no tenía nada de elegante. Ella conocía todos los gestos, la sonrisa benévola, la reserva dramática, todos los gestos delicados. Pero entonces se desvió por aquella trayectoria paralela suya, que se parecía tanto a la vida, y hubo un episodio que podría dejarte patitieso.