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– Y yo nunca vi nada de eso -le dije-. Siempre fue amable y considerada conmigo, me tenía simpatía, procuraba que me sintiera cómodo, lo cual no era fácil. Yo era un chico excitable y ella conservaba en gran parte la aureola de actriz de cine, incluso en aquella época de la radio.

Mientras iba hablando, rememoraba aquella noche en el Mosque. Ella me decía (y a mí me resultaba imposible saber qué decirle a ella) que no sabía qué decirle a Paul Robeson, que en su presencia se quedaba muda. «¿Le admiras como yo?», me susurró, como si los dos tuviéramos quince años. «Es el hombre más guapo que he visto en mi vida. Es vergonzoso… no puedo dejar de mirarle.»

No se me ocultaba lo que ella sentía, porque no había podido dejar de mirarla, como si, mirándola lo suficiente, pudiera obtener algún significado. La miraba no sólo por la delicadeza de sus gestos, la dignidad de su porte y la elegancia indeterminada de su belleza (una belleza que oscilaba entre el exotismo misterioso y una suave reserva, cuyas proporciones variaban continuamente, un tipo de belleza que debía de haber sido fascinante en su apogeo), sino por cierto estremecimiento visible a pesar del gran dominio de sí misma, una volatilidad que en aquel entonces asocié a la pura exaltación que debía de comportar el hecho de ser Eve Frame.

– ¿Recuerdas el día que conocí a Ira? -le pregunté a Murray-. Los dos trabajabais juntos, quitando los bastidores de tela metálica, en la avenida Lehigh. ¿Qué hacía él en tu casa? Era en octubre del cuarenta y ocho, pocas semanas antes de las elecciones.

– Ah, aquel día… qué malo fue. Lo recuerdo muy bien. El estaba de mal talante, y por la mañana vino a Newark para estar con Doris y conmigo. Durmió dos noches en el sofá, y era la primera vez que ocurría eso. Fue un matrimonio desacertado desde el principio, Nathan. No era la primera vez que Ira tropezaba con esa piedra, la mujer pertenecía al otro extremo del espectro social. Estaba claro como el agua. La enorme diferencia de temperamento e intereses. Cualquiera podía verlo.

– ¿Ira no podía verlo?

– ¿Verlo Ira? Mira, por tratar este asunto con generosidad, de entrada estaba enamorado de ella. Se conocieron, fue un flechazo y lo primero que hizo él fue comprarle uno de esos estrafalarios sombreros para el desfile de Pascua que ella jamás se pondría porque sólo le interesaban los modelos de Dior. Pero él no sabía qué era Dior, y le compró ese ridículo y caro sombrero y se lo envió a casa después de su primera salida juntos. Enamorado y lleno de emoción ante la estrella de la pantalla. Estaba deslumhrado. Era, en efecto, una mujer deslumbradora… y el deslumbramiento tiene su propia lógica.

¿Qué vio ella en aquel patán corpulento que llega a Nueva York y consigue trabajo en un melodrama de radioteatro? Pues no es difícil adivinarlo. Tras un breve aprendizaje, él deja de ser un simple patán y se convierte en un astro de Los libres y los valientes, ahí tienes. Ira asumía a los héroes que representaba. A mí nunca me convenció, pero el oyente medio creía en él como la encarnación de esos héroes. Tenía un aura de pureza heroica. Creía en sí mismo, y por eso entra en la sala y zas, acierta en la tómbola. Acude a una fiesta y ahí está ella, la actriz solitaria, cuarentona, tres veces divorciada, y ahí está esa nueva cara, ese nuevo tipo, ese ser humano alto como un pino, y ella está necesitada de cariño, es famosa y se le rinde. ¿No es eso lo que sucede? Toda mujer tiene sus tentaciones, y rendirse es la de Eve. Externamente él es un gigante puro, larguirucho, de manos enormes, que ha sido operario de fábrica y estibador, y ahora actor. Esa clase de tipos son muy atractivos. Resulta difícil creer que alguien tan rudo pueda ser también tierno. Tierna rudeza, eso es lo bueno de un hombretón desmañado… esa clase de cosas. Es irresistible para ella. ¿Cómo no iba a serlo un gigante? Para ella, en la dureza a que Ira ha estado sometido durante buena parte de su vida hay algo exótico. Tenía la sensación de que él había vivido de veras y él, tras haber escuchado su historia, experimentaba lo mismo con respecto a ella.

Cuando se conocen, Sylphid está pasando el verano en Francia con su padre, y Ira no presencia la relación familiar. Lo que presencia son esos impulsos maternales de ella, fuertes aunque sui géneris, y viven su idilio durante todo el verano. Él se quedó huérfano de madre a los siete años, y ansia los cuidados atentos y refinados que ella le prodiga. Viven solos en la casa, sin la hija, y desde que él se instaló en Nueva York ha vivido, como buen miembro del proletariado, en algún tugurio del Lower East Side. Vive en tugurios baratos, come en restaurantes baratos, y de repente los dos están aislados en la calle West Eleventh, es verano en Manhattan y todo es estupendo, es la vida como un paraíso. La imagen de Sylphid está por toda la casa, Sylphid de pequeña con un delantalito, y a él le parece estupendo que Eve quiera tanto a su hija. Ella le cuenta la historia de sus horribles experiencias con el matrimonio y los hombres, le habla de Hollywood y los directores tiránicos y los productores incultos, la terrible falta de elegancia, y es Ótelo al revés: «… era extraño, en serio, era extraño hasta el exceso; era lamentable, asombrosamente lamentable». El la amaba por los peligros que ella había pasado. Ira está perplejo, encantado, y ella le necesita. Su físico y su carácter le impulsan, y se lanza de cabeza. Ella es una mujer que excita las emociones tiernas y tiene una historia que contar, una mujer espiritual con escote. ¿Quién mejor para activar el mecanismo protector de Ira?

Incluso la lleva a Newark para que nos conozca. Tomamos una copa en casa, y entonces vamos todos a The Tavern, en la avenida Elizabeth, y ella se comporta bien. No hay nada inexplicable. Parecía sorprendentemente fácil saber qué pensar de ella. La noche en que Ira la trajo a casa por primera vez y salimos a cenar, yo mismo no vi en Eve nada raro. Es justo decir que no fue sólo Ira quien no intuyó cómo era ella en realidad. No sabe cómo es porque, a fuer de sincero, nadie lo habría sabido enseguida, nadie podría haberlo sabido. Cuando estaba en sociedad, Eve era invisible tras el disfraz de una gran cortesía. Y por ello, lo que otros hacen lentamente, Ira, como digo, debido a su naturaleza, lo hacía lanzándose de cabeza.

Lo que percibí de entrada no fueron las insuficiencias de Eve, sino las de Ira. Me pareció una mujer demasiado inteligente para él, demasiado refinada y, ciertamente, demasiado cultivada. Pensé que era una actriz de cine con cabeza. Resultó que había leído concienzudamente desde niña. Creo que no había una sola novela en mis estanterías de la que no pudiera hablar con conocimiento de causa. Aquella noche, incluso dio la impresión de que la lectura era su placer más profundo. Recordaba los complicados argumentos de las novelas del siglo XIX. Yo daba clases sobre esos libros, y ni siquiera así los recordaba en detalle.

Desde luego, Eve mostraba la mejor de sus facetas. Y, ciertamente, como todo el mundo al conocer a alguien, como todos nosotros, mantenía una prudente vigilancia del peor de sus lados. Pero no había duda de que tenía un lado bueno, estaba allí, parecía auténtico y no era ostentoso, lo cual resultaba cautivador en una persona de tanto renombre. Veía, por supuesto, no podía dejar de verlo, que aquélla no era necesariamente una unión de almas, veía la más que probable inexistencia de cualquier afinidad entre ellos. Pero aquella noche me deslumbraba aquella actitud que tomaba por modestia y discreción en contraste con tanta belleza.

No olvides el efecto de la fama. Doris y yo habíamos visto en nuestra adolescencia aquellas películas mudas que ella interpretara. Siempre actuaba con hombres mayores que ella, altos, a menudo canosos. Ella tenía un aspecto juvenil, de hija, incluso de nieta, los hombres siempre querían besarla y ella siempre se negaba. En aquel entonces eso era suficiente para caldear la atmósfera de un cine. Una de sus películas, tal vez la primera, se titulaba La cigarrera. Eve es la cigarrera que trabaja en un club nocturno, y recuerdo que al final de la película hay una fiesta benéfica a la que la lleva el dueño del club. Se celebra en la mansión que tiene en la Quinta Avenida una aristocrática y pomposa viuda, y allí visten a la cigarrera con un uniforme de enfermera y se pide a los hombres que pujen para besarla. El dinero así recaudado será para la Cruz Roja. Cada vez que un hombre supera la puja de otro, Eve se cubre la boca con la mano y suelta una risita, como una geisha. La puja es cada vez más alta, y las robustas damas de sociedad que contemplan la escena parecen horrorizadas. Pero cuando un distinguido banquero de negro bigote, Carlton Pennington, ofrece la astronómica cifra de mil dólares y se acerca para darle a Eve el beso que todos esperábamos ver, las señoras se apresuran a apiñarse para mirar. Al final de la escena, en lugar del beso en el centro de la pantalla, se ven sus espaldas encorsetadas que lo oscurecen todo.