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Bueno, los italianos se lo estaban pasando en grande. Jamás habían visto nada parecido al funeral del canario, y jamás volverían a verlo. Desde luego, había habido cortejos fúnebres con anterioridad, bandas que tocaban melodías lúgubres y deudos que desfilaban por las calles. Había festividades a lo largo del año, con procesiones de santos que se habían traído desde Italia, centenares de personas que veneraban al santo especial de su sociedad, al que vestían de gala, y deambulaban enarbolando el pendón bordado del santo y llevando cirios del tamaño de desmontadores de neumáticos. Y cuando llegaba la Navidad, en Santa Lucía instalaban el presepio, una reproducción de un pueblo napolitano que representaba el nacimiento de Jesús, un centenar de figuritas alrededor de María, José y el Bambino. Los gaiteros italianos desfilaban con un Niño Jesús de yeso, detrás del cual iba la gente en procesión, cantando villancicos italianos. A lo largo de las calles había vendedores de anguilas para la cena de Nochebuena. La gente acudía en masa a las celebraciones religiosas, metía billetes de un dólar en los pliegues de la túnica de la imagen de yeso del santo y arrojaba pétalos de flores desde las ventanas, como confeti. Incluso soltaba pájaros enjaulados, palomas que volaban alocadas por encima de la multitud, desde un poste de teléfono al siguiente. En una de esas fiestas, las palomas debían de desear no haber visto nunca el exterior de la jaula.

El día de San Miguel, los italianos vestían de ángeles a un par de niñas. Desde las escaleras de incendios a cada lado de la calle, las hacían oscilar sobre la multitud, sujetas de unas cuerdas. Eran chiquillas delgadas, con túnicas blancas, coronas y alas, y la gente guardaba un silencio respetuoso cuando aparecían en el aire, entonando alguna plegaria, y cuando las chicas dejaban de ser ángeles, la multitud enloquecía. Era entonces cuando liberaban a las palomas, cuando estallaban los petardos y alguien acababa en el hospital con un par de dedos arrancados de cuajo.

Así pues, un animado espectáculo no era nada nuevo para los italianos del primer distrito. Unos personajes divertidos, una continuación de lo que se hacía en el viejo país, ruido y peleas, unos malabarismos pintorescos… nada nuevo. Desde luego, los funerales tampoco eran nuevos. Durante la epidemia de gripe murió tanta gente que fue necesario alinear los ataúdes en la calle. Eso fue en 1918. Las funerarias no daban abasto. Durante todo el día las comitivas iban detrás de los féretros y recorrían los tres kilómetros desde Santa Lucía al cementerio del Santo Sepulcro. Había unos ataúdes minúsculos para los bebés. Tenías que esperar tu turno para enterrar a tu pequeño, hasta que los vecinos hubieran enterrado al suyo. Un terror inolvidable para un chico. Y, sin embargo, dos años después de la epidemia de gripe, el funeral de Jimmy el canario… bueno, eso los superó a todos.

Aquel día todo el mundo se desternillaba de risa, excepto una persona. Ira era el único habitante de Newark que no compartía la broma. Yo no era capaz de explicársela. Lo intenté, pero él no comprendía. ¿Por qué? Tal vez porque era estúpido o tal vez porque no lo era. Es posible que se debiera tan sólo a que no había nacido con la mentalidad del carnaval; quizá sea algo que les sucede a los utópicos. O tal vez se debía a que nuestra madre había muerto pocos meses antes y el pequeño Ira no quiso asistir al funeral. Prefirió estar en la calle, jugando con una pelota. Me rogó que no le hiciera quitarse el mono y vestirse para ir al cementerio, e intentó esconderse en un armario, pero de todos modos fue con nosotros. Mí padre se encargó de que lo hiciera. En el cementerio miró cómo la enterraban, pero se negó a darme la mano o dejarme rodearle con un brazo. Miraba al rabino con el ceño fruncido, furibundo. No quiso que nadie le tocara o consolara. Tampoco lloró, ni una sola lágrima. Estaba demasiado enojado para llorar.

Pero cuando murió el canario, todo el mundo en el funeral se reía excepto Ira. Sólo conocía al pájaro por haberlo visto en el taller del zapatero, camino de la escuela, y miraba la jaula colgada en la ventana. No creo que nunca entrara en el local y, sin embargo, aparte de Russomanno, era el único de los presentes que lloraba.

Cuando yo empecé a reírme -porque era divertido, Nathan, divertidísimo-, Ira perdió por completo el dominio de sí mismo. Era la primera vez que veía a Ira en ese estado. Empezó a sacudir los puños y gritarme. Incluso entonces, era un chico corpulento, y yo no podía refrenarlo, y, de repente, la emprendió a manotazos con un par de chicos que estaban a nuestro lado y que también se morían de risa, y cuando intenté tomarlo en brazos y evitar que un montón de crios le zurrase la badana, uno de sus puños me alcanzó la nariz. Era un crío de siete años, pero tenía tanta fuerza que me rompió el puente. Empecé a sangrar, era evidente que me había roto la nariz, y Ira echó a correr.

No lo encontramos hasta el día siguiente. Había dormido detrás de la fábrica de cerveza, en la avenida Clifton. No era la primera vez que hacía tal cosa. En el patio, bajo el muelle de carga. Mi padre lo encontró ahí por la mañana. Cogiéndolo por el pescuezo, lo llevó a rastras a la escuela, y le hizo entrar en el aula donde ya había dado comienzo la clase. Cuando los chicos vieron a Ira, con el mono sucio de haber pasado toda la noche fuera, y a su padre, que le hacía entrar de un empujón, se pusieron a gritar: «¡Llorica!», y ése fue el apodo que Ira tuvo a partir de entonces durante varios meses. Llorica Ringold. El chico judío que lloró en el funeral del canario.

Por suerte, Ira fue siempre más corpulento que los demás niños de su edad, era fuerte y sabía jugar al balón. Habría sido un atleta de primera de no haber sido por su mala visión. Si en el barrio le respetaban era por lo bien que jugaba al balón. Pero ¿y las peleas? A partir de entonces, estuvo continuamente metido en peleas. Así fue como empezó su extremismo.

Fue una bendición, ¿sabes?, que no creciéramos en el distrito tercero con los judíos pobres. En el distrito primero Ira fue siempre un judiazo bocazas, intruso entre los italianos, y así, por corpulento, fuerte y beligerante que fuese, Boiardo nunca llegó a verle como una figura local que mereciera entrar en su pandilla. Pero en el distrito tercero, entre los judíos, podría haber sido diferente. Allí Ira habría sido el paria oficial entre los chicos. Aunque sólo fuese por su corpulencia, probablemente habría llamado la atención de Longy Zwillman. Por lo que yo tenía entendido, Longy, que era diez años mayor que Ira, tuvo muchos puntos de contacto con él cuando crecía: un chico furioso, corpulento, amenazante, que también había abandonado la escuela, que era intrépido en una pelea callejera y que tenía un aspecto imponente junto con algo de cerebro. En el contrabando de licor, en el juego, en las máquinas expendedoras automáticas, en los muelles, en el movimiento obrero, en el negocio de la construcción… Longy acabó por hacerse rico. Pero incluso cuando estaba en la cima, cuando estaba asociado con Bugsy Siegel, Lansky y Lucky Luciano, sus amigos más íntimos eran los chicos con los que creció en las calles, los chicos judíos del distrito tercero como él mismo, a los que costaba muy poco provocar. Niggy Rutkin, su pistolero; Sam Katz, su guardaespaldas; George Goldstein, su contable; Billy Tiplitz, su encargado de las apuestas; Doc Stacher, su máquina de sumar. Abe Lew, el primo de Longy, dirigía para él el sindicato de los empleados de comercio al por menor. Ah, sí, Meyer Eüenstein, otro chico de la calle procedente del gueto del tercer distrito… cuando fue alcalde de Ñewark, Eüenstein prácticamente controlaba la ciudad para Longy.