– ¿Estaba embarazada? ¿Cuándo fue eso?
– Después de que se casaran. Sólo duró dos meses y medio. Por eso se alojaba en mi casa, donde os conocisteis. Ella decidió abortar.
Estábamos sentados en la terraza de la parte trasera y veíamos el estanque y, a lo lejos, la sierra que se alzaba al oeste. Vivo solo y la casa es pequeña, una habitación donde escribo, y hago la comida y como, una habitación de trabajo con baño y una cocinita en un extremo, una chimenea de piedra que forma ángulo recto con una pared forrada de libros y una hilera de ventanas de guillotina que dan al ancho henar y a un grupo protector de viejos arces que me separa de la carretera sin asfaltar. La otra habitación es la que uso para dormir, un cuarto de tamaño apropiado y de aspecto rústico con una sola cama, una cómoda con espejo, una estufa de leña, viejas vigas al descubierto y verticales en los cuatro ángulos, más estanterías de libros, una tumbona que utilizo para leer, un pequeño escritorio y, en la pared del oeste, una puerta de vidrio deslizante que da a la terraza donde Murray y yo tomábamos un martini antes de la cena. Yo había comprado la casa, adaptándola para el invierno (el propietario anterior la usaba como vivienda de verano) y, al cumplir los sesenta, me trasladé allí a vivir solo, en general, apartado de la gente. Eso fue cuatro años atrás. Aunque no siempre es deseable vivir de una manera tan austera, sin las actividades variadas que de ordinario componen la existencia humana, creo que hice la elección menos perjudicial. Pero mi reclusión aquí no es la historia que me he propuesto contar. No constituye una historia en ningún sentido. Vine aquí porque no quiero más historias. Ya he tenido la mía.
Me preguntaba si Murray habría reconocido ya mi casa como una réplica mejorada de la cabana de dos habitaciones en el lado de Jersey de la brecha acuática del Delaware, que era el querido retiro de Ira y el lugar donde tuve mi primer atisbo de la Norteamérica rural cuando fui allí, en los veranos de 1949 y 1950, a pasar una semana con él. Me encantó aquella primera vez que viví con Ira, solos los dos, en la cabana, y pensé en ese lugar en cuanto me mostraron esta casa. Aunque yo andaba buscando una vivienda de mayor tamaño, una casa más convencional, la compré enseguida. Las habitaciones tenían más o menos el mismo tamaño que las de Ira, y una situación similar. El largo y ovalado estanque era más o menos de la misma extensión que el suyo y estaba aproximadamente a la misma distancia de la puerta trasera. Y aunque mi casa es mucho más luminosa (con el paso del tiempo, las paredes de madera de pino descolorida que tenía la cabana de Ira se habían vuelto casi negras, los techos con vigas eran bajos, ridiculamente bajos para un hombre de su estatura, y las ventanas eran pequeñas y no tan numerosas),, estaba oculta junto a la carretera sin asfaltar, lo mismo que la suya, y si desde el exterior no tenía ese aspecto oscuro, lánguido, destartalado, que proclama «aquí vive un ermitaño, retroceded», el estado mental del propietario era discernible en la ausencia de un sendero a través del henar que condujera a la puerta principal con el cerrojo echado. Había un caminejo de tierra que serpenteaba alrededor del lado de la casa correspondiente a la habitación de trabajo y llevaba a un cobertizo abierto donde, en invierno, aparcaba el coche. Era una destartalada estructura de madera anterior a la casa, y podría haber sido trasladada desde el terreno de cuatro hectáreas lleno de maleza que poseía Ira.
¿Por qué razón conservo nítido el recuerdo de la cabana de Ira pese al tiempo transcurrido? Las imágenes más antiguas, de independencia y libertad, sobre todo, son las que perduran obstinadamente, pese a las dichas y los reveses que conlleva la plenitud de la vida. Y, bien mirado, la idea de la cabana no fue original de Ira, sino que tiene una historia: fue la idea de Rousseau, la de Thoreau, el paliativo de la choza primitiva, el lugar donde te despojas de todo y vuelves a lo esencial, al que regresas (aunque no sea el lugar del que procedes) para descontaminarte y eximirte de la lucha. El lugar donde te quitas, como si mudaras de piel, los uniformes que has llevado y los disfraces que te has puesto, donde prescindes de tus magulladuras y tu resentimiento, tu paz con el mundo y tu desafío al mundo, tu manipulación del mundo y el maltrato al que el mundo te somete. El hombre que envejece parte y se interna en el bosque. Es un motivo que abunda en el pensamiento filosófico oriental, taoísta, hindú, chino. El «habitante del bosque», la última etapa de la vida. Pensad en esas pinturas chinas del anciano bajo la montaña. El viejo chino completamente solo bajo la montaña, apartado de la agitación de lo autobiográfico. Ha entrado vigorosamente en competencia con la vida y, ahora, sosegado, entra en competencia con la muerte, atraído hacia la austeridad, lo último en lo que se especializa.
Los martinis habían sido idea de Murray. Una buena, si no una gran idea, puesto que beber al final de un día veraniego con una persona que me agradaba, hablar con alguien como Murray, me hacía recordar los placeres de la compañía. Habría gozado de la relación con mucha gente de no participar con indiferencia de la vida, de no haberme apartado de ella…
Pero la historia que estoy contando es la de Ira. Por qué a él le resultó imposible.
– Quería un chico -me dijo Murray-. Ansiaba ponerle el nombre de su amigo: Johnny O'Day Ringold. Doris y yo teníamos a Lorraine, nuestra hija, y cada vez que se quedaba con nosotros y dormía en el sofá, Lorraine siempre le levantaba el ánimo. A la pequeña le gustaba ver dormir a Ira. Era como contemplar desde el umbral el sueño de Lemuel Gulliver. El tenía mucho cariño a la chiquitína de flequillo negro. Y ella le correspondía. Cuando él venía a casa, la niña le pedía que jugaran con las muñecas rusas, encajadas unas en otras, que él le regaló por su cumpleaños, ya sabes, una rusa tradicional con babushka, toda una serie de ellas, de mayor a menor, hasta la última que tiene el tamaño de una nuez. Hay relatos sobre cada una de las muñecas y la dureza con que esa gente menuda trabajaba en Rusia. Entonces él ocultaba el juego entero en una de sus manazas, lo hacía desaparecer por completo bajo aquellos dedos espatulados, unos dedos tan largos y peculiares, los dedos que debió de tener Paganini. A Lorraine le encantaba cuando él hacía eso: la muñeca más grande de todas era su enorme tío.
Para el siguiente cumpleaños de Lorraine le regaló el álbum del coro y la banda del ejército soviético que interpretaban canciones rusas. Más de cien hombres en ese coro, y otros tantos en la banda. Los prodigiosos retumbos de los bajos, un espléndido sonido. Ella y Ira se lo pasaban en grande con aquellos discos. Las canciones eran en ruso, y las escuchaban juntos. Ira, que fingía ser el bajo solista, movía los labios como si pronunciara las palabras incomprensibles y hacía espectaculares gestos rusos, y, cuando llegaba el estribillo, Lorraine movía los labios como si pronunciara las incomprensibles palabras del coro. Mi niña tenía madera de comedianta.
Había una canción que le gustaba en especial. Era bonita, una canción folklórica parecida a un himno, triste y conmovedora, llamada Dubinushka, una sencilla canción acompañada por un fondo de balalaica. La letra de la Dubinushka estaba impresa en inglés en el reverso de la cubierta del álbum, y la niña se la aprendió de memoria y durante meses fue por la casa canturreándola.
Muchas canciones he oído en mi tierra natal,
Canciones de alegría y de pesar.
Vero una de ellas se grabó profundamente en mi
memoria:
Es la canción del trabajador corriente.
Ésta era la parte del solista, pero lo que a ella le gustaba era cantar el estribillo coral, porque contenía la palabra aupad.
Vamos, echad todos una mano,