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¡Aupad!

Juntos, con más espíritu de equipo,

¡Aupad!

Cuando Lorraine estaba a solas en su habitación, alineaba todas las muñecas huecas, ponía el disco de Dubinushka y cantaba con tono trágico «¡Aupad! ¡Aupad!», mientras empujaba a las muñecas aquí y allá por el suelo.

– Espera un momento, Murray, espera -le dije.

Me levanté y fui al dormitorio, donde tengo el reproductor de discos compactos y el viejo fonógrafo. La mayor parte de los discos estaban en cajas y guardados en un armario, pero sabía en qué caja encontrar el que buscaba. Saqué el álbum que Ira me regaló en 1948 y extraje el disco con la interpretación de Dubinushka que hacen el coro y la banda del ejército soviético. Moví la palanca a 78 revoluciones por minuto, limpié el disco con un paño y lo puse en el plato. Apliqué la aguja en el margen poco antes de la última canción, subí el volumen lo suficiente para que Murray pudiera oír la música a través de las puertas abiertas que separaban mi dormitorio de la terraza y fui a reunirme de nuevo con él.

Escuchamos en la oscuridad, aunque ahora ni yo a él ni él a mí, sino ambos la Dubinushka. Era tal como Murray la había descrito: una canción folklórica parecida a un himno, hermosa, triste y conmovedora. Excepto por la crepitación del disco, un sonido cíclico que no era muy distinto de algún sonido nocturno natural y familiar en el campo y en verano, la canción parecía viajar hacia nosotros desde un pasado histórico remoto. No era en absoluto como estar en la terraza escuchando por la radio los conciertos nocturnos del sábado desde Tanglewood. «¡Aupad! ¡Aupad!» procedía de un lugar y un tiempo distantes, un residuo espectral de aquellos maravillosos tiempos revolucionarios en que cuantos anhelaban el cambio de una manera programática, ingenua, alocada, imperdonable, subestimaban cómo la humanidad destroza sus ideas más nobles y las convierte en una farsa trágica. ¡Aupad! ¡Aupad! Como si la artería, la debilidad, la estupidez y la corrupción humanas no tuvieran una sola posibilidad contra lo colectivo, contra el poder de la gente que, unida, con espíritu de equipo, se esfuerza por renovar sus vidas y abolir la injusticia. ¡Aupad!

Cuando terminó la Dubinushka, Murray guardó silencio y empecé a oír de nuevo todo lo que me había pasado desapercibido mientras le escuchaba: los ronquidos, gangueos y vibraciones de las ranas, los reyes de codornices en Blue Swamp, como se llamaba la zona de cañaverales al este de mi casa, con sus cues, quecs y quitics, y el acompañamiento chachareante de los abadejos. Y los somorgujos, el griterío y las risas de los somorgujos maníaco depresivos. Cada pocos minutos se oía el gemido de una lechuza blanca y, continuamente, por todas partes, el conjunto de cuerda de los grillos de Nueva Inglaterra interpretaba los chirridos de sierra, el Bartók de los grillos. Un mapache parecía reír con disimulo en un bosque cercano y, a medida que pasaba el tiempo, incluso creí oír a los castores que roían la corteza de un árbol, allí donde los afluentes del bosque alimentan mi estanque. Algún ciervo, engañado por el silencio, debía de rondar demasiado cerca de la casa, pues de improviso, en cuanto perciben nuestra presencia, su código morse de huida funciona velozmente: el bufido, los pasos pesados sin moverse del sitio, la estampida, el golpeteo de las pezuñas, su alejamiento a grandes saltos. Irrumpen grácilmente en los espesos matorrales y entonces, de una manera casi inaudible, corren para salvar la vida. Sólo se oía la respiración susurrante de Murray, la elocuencia de un anciano que inspira y espira serenamente.

Debió de transcurrir cerca de media hora antes de que él volviera a hablar. El brazo del fonógrafo no había vuelto a la posición inicial, y ahora también oía el chirrido de la aguja sobre la etiqueta del disco. No fui a detenerlo para no interrumpir lo que había acallado a mi narrador, fuera lo que fuese, creando la intensidad de su silencio. Me pregunté cuánto tiempo pasaría antes de que dijera algo, si no se limitaría a levantarse y pedirme que lo llevara de regreso a su casa, pues tal vez los pensamientos desencadenados en su mente requerirían toda una noche de sueño reparador para apaciguarse.

Pero, con una tenue risa, Murray habló por fin.

– Eso me ha afectado.

– ¿Ah, sí? ¿Por qué?

– Añoro a mi chica.

– ¿Dónde está?

– Lorraine murió.

– ¿Cuándo?

– Lorraine murió hace veintiséis años. En 1971, a los treinta años, dejando dos hijos y marido. Contrajo una meningitis y murió de la noche a la mañana.

– Y Doris está muerta.

– ¿Doris? Claro.

Fui al dormitorio, levanté la aguja y la coloqué en su lugar de reposo.

– ¿Quieres escuchar más? -le pregunté a Murray desde la habitación.

Esta vez él se rió de buena gana.

– ¿Tratas de ver cuánto puedo aguantar? Tienes una idea un tanto exagerada de mi fortaleza, Nathan. En Dubinushka he encontrado un rival digno de mí.

– Permíteme que lo dude -repliqué, mientras salía a la terraza y me sentaba en mi silla-. ¿Me decías…?

– Te decía… te decía… Sí, que cuando dieron la patada a Ira, Lorraine se quedó desolada. Sólo tenía nueve o diez años, pero se alzó en armas. Después de que despidieran a Ira por ser comunista, ya no saludaba a la bandera.

– ¿La bandera norteamericana? ¿Dónde?

– En la escuela -dijo Murray-. ¿En qué otro lugar se saluda a la bandera? La maestra intentó protegerla, la llevó a un lado y le dijo que era necesario saludar a la bandera, pero la niña se negaba a hacerlo. Estaba llena de cólera. La auténtica cólera de los Ringold. Quería mucho a su tío. Había salido a él.

– ¿Qué sucedió?

– Tuve una larga charla con ella y volvió a saludar a la bandera.

– ¿Qué le dijiste?

– Le dije que yo también quería a mi hermano, que tampoco me parecía correcto lo que le habían hecho. Le dije que pensaba como ella, que era una equivocación absoluta despedir a una persona por sus creencias políticas. Yo creía en la libertad de pensamiento, en la libertad de pensamiento absoluta. Pero le dije que uno no ha de ir por ahí buscando esa clase de pelea, que no es una cuestión importante. ¿Qué logras? ¿Qué estás ganando? Le dije que uno no provoca una pelea sabiendo que no la puede ganar, que ni siquiera merece la pena ganarla. Le dije lo mismo que intentaba decirle a mi hermano sobre el problema del discurso apasionado. A pesar de que no le sirvió de nada, intenté decírselo desde que era un niño pequeño. Lo importante no es estar enojado, sino estarlo por las cosas adecuadas. Le dije que lo considerase desde la perspectiva darwinista. El objetivo del enojo es hacerte eficaz. Ésa es su función de supervivencia, por eso nos enojamos. Pero si te hace ineficaz, déjalo caer como una patata caliente.

Cincuenta años atrás, cuando era mi profesor, Murray Ringold acostumbraba a actuar, convertía la lección en un espectáculo, ponía en juego una infinidad de trucos para conseguir nuestra atención. Enseñar era una actividad apasionante para él y, como persona, era estimulante. Pero ahora, aunque en modo alguno era un anciano que hubiera perdido por completo el vigor, ya no consideraba necesario hacerse trizas para que quedase bien claro lo que quería decir, sino que se aproximaba a un desapasionamiento total. Su tono era más o menos invariable, suave, no hacía el menor intento por orientarte (o viceversa) mediante la expresividad de la voz, el rostro o las manos, ni siquiera cuando canturreaba: «Aupad, aupad».

Qué frágil y pequeño parecía ahora su cráneo. No obstante, contenía noventa años del pasado. Era mucho lo que había allí dentro. Todos los muertos, por ejemplo, estaban allí, sus hazañas y sus fechorías convergían con todas las preguntas a las que no es posible responder, esas cosas acerca de las que uno jamás puede estar seguro… a fin de realizar una tarea precisa, la de pensar con imparcialidad y contar su historia sin demasiados errores.

Como sabemos, el tiempo avanza muy rápido cerca del final, pero Murray llevaba tanto tiempo cerca del final que, cuando hablaba como lo hacía, pacientemente, de una manera pertinente, con cierta insipidez -sólo interrumpiéndose de vez en cuando para tomar de buena gana un sorbo de martini-, yo tenía la sensación de que el tiempo se había disuelto para él, que no avanzaba ni rápido ni lento, que él ya no vivía en el tiempo, sino exclusivamente dentro de su propia piel. Como si esa vida sociable, activa y esforzada como meticuloso profesor, ciudadano y padre de familia hubiera sido un largo combate para alcanzar un estado desapasionado. Convertirse en un anciano decrépito no era insoportable, como tampoco lo era la insondabilidad de la nada. Tampoco era como si todo hubiese sido inútil. Había podido soportarlo todo, incluso despreciar, sin remisión, lo despreciable.