Bueno, uno de los miembros del comité era Bryden Grant, diputado por el estado de Nueva York. Supongo que te acuerdas de los Grant, Bryden y Katrina. Todos los americanos se acuerdan de ellos. Pues bien, para esa gente los Ringold eran como los Rosenberg. Ese chico guapo de la alta sociedad, esa nulidad perversa, estuvo a punto de destruir a nuestra familia. ¿Y sabes por qué? Porque una noche Grant y su mujer asistieron a una fiesta que Ira y Eve daban en el piso de la calle West Eleventh, y Ira se metió con Grant como sólo él podía meterse con alguien. Grant era amigo de Wernher von Braun, o eso creía Ira, y éste le dio un buen rapapolvo. Grant era, a primera vista, desde luego, un tipo decadente de clase alta, de los que tanto irritaban a Ira. La mujer escribía unas populares novelas rosas que las mujeres devoraban, y Grant aún era columnista del Journal-American. Para Ira, Grant era la encarnación del individuo mimado y privilegiado. No podía soportarlo. Cada gesto de Grant le provocaba náuseas, y aborrecía su línea política.
Hubo una escena en toda regla: Ira gritó e insultó a Grant, y durante el resto de su vida Ira sostuvo que la venganza de Grant contra nosotros empezó esa noche. Era propio de Ira presentarse sin ningún camuflaje. Dice lo que piensa, no se guarda nada, sin una sola excusa. De ahí el magnetismo que tenía para ti, pero era también lo que le convertía en repelente para sus enemigos. Y Grant era uno de sus enemigos. La riña duró tres minutos, pero, según Ira, esos tres minutos sellaron su destino y el mío. Había humillado a un descendiente de Ulysses S. Grant, graduado por Harvard y empleado de William Randolph Hearst, por no mencionar marido de la autora de Eloísa y Abelardo, el libro más vendido en 1938, y La pasión de Galileo, el libro más vendido de 1942… y eso nos sentenció. Estábamos acabados: al insultar públicamente a Bryden Grant, Ira no sólo había puesto en tela de juicio las impecables credenciales del marido, sino también la inextinguible necesidad de la esposa de tener razón.
Mira, no estoy seguro de que eso lo explique todo, aunque no porque Grant fuese menos imprudente en el uso del poder que el resto de la banda de Nixon. Antes de ir al Congreso, escribía una columna para el Journal-American, una columna de chismorreo tres veces por semana, acerca de Broadway y Hollywood, a la que añadía una porción de injurias a Eleanor Roosevelt. Así dio comienzo la carrera de Grant en el servicio público. Eso fue lo que tanto le cualificó para formar parte del Comité de Actividades Antiamericanas. Era un columnista de chismorreos antes de que eso se convirtiera en el gran negocio que es hoy. Estuvo en ello al comienzo, en la mejor época de los grandes pioneros. Era un grupo formado por Cholly Knickerbocker, Winchell, Ed Sullivan y Earl Wilson. Y estaban también Damon Runyon, Bob Considine, Hedda Hopper… y Bryden Grant era el esnob del grupo, no el luchador callejero, no el rufián, no el enterado locuaz que frecuentaba Sardi's o The Brown Derby o el gimnasio de Stillman, sino el aristócrata de la chusma que frecuentaba el Racquet Club.
Grant empezó con una columna titulada «El runrún de Grant» y, como debes recordar, estuvo a punto de acabar como jefe de personal de la Casa Blanca durante la administración Nixon. El congresista Grant era un gran favorito de Nixon. Perteneció, como Nixon, al Comité de Actividades Antiamericanas. Recuerdo la época, en el 68, en que la administración Nixon puso de nuevo en circulación el nombre de Grant para el puesto de jefe de personal. Lástima que renunciaran. Fue la peor decisión que Nixon tomó jamás. Ojalá Nixon hubiera considerado la ventaja política de nombrar, en vez de a Haldeman, a ese escritorzuelo mercenario y pretencioso como jefe de la operación de encubrimiento del Watergate, pues la carrera de Grant podría haber terminado entre rejas. Bryden Grant en la cárcel, en una celda entre la de Mitchell y la de Ehrlichman. La tumba de Grant. Pero eso jamás ocurriría.
Puedes oír a Nixon cantar las alabanzas a Grant en las cintas de la Casa Blanca. Eso está ahí, en las transcripciones. «Bryden tiene el corazón bien templado», le dice el presidente a Haldeman. «Es testarudo, capaz de hacer cualquier cosa. Y no exagero, cualquier cosa.» Le dice a Haldeman el lema de Grant sobre la manera de tratar a los enemigos de la administración: «Destruyelos en la prensa». Y entonces, con admiración (es un epicúreo de la difamación perfecta, de la calumnia que arde con una llama dura, como una gema), el presidente añade: «Bryden tiene instinto asesino. Nadie hace un trabajo más hermoso».
El congresista Grant murió mientras dormía, cuando era un viejo estadista rico y poderoso, todavía muy respetado en Staatsburg, Nueva York, donde pusieron su nombre al campo de fútbol de una escuela.
Durante la audiencia observé a Bryden Grant, tratando de creer que era algo más que un político empeñado en una venganza personal que encontraba en la obsesión nacional el medio de ajustar cuentas. En nombre de la razón, buscas algún motivo más elevado, un significado más profundo… en aquellos días aún acostumbraba a ser razonable acerca de lo irrazonable y buscar la complejidad en las cosas sencillas. Exigía a mi inteligencia unas explicaciones que no eran realmente necesarias. Me decía: «Es imposible que sea tan mezquino e insípido como parece. Eso no puede ser más que la décima parte de la verdad. Ha de haber algo más».
¿Pero por qué? La mezquindad y la insipidez también pueden ser imponentes. ¿Qué podría ser más firme, más constante que la mezquindad y la insipidez? ¿Son acaso obstáculos que dificultan la astucia y la dureza? ¿Invalidan el objetivo de ser un personaje importante? No es preciso tener una visión evolucionada de la vida para ansiar el poder, ni para alcanzarlo. De hecho, una visión evolucionada de la vida puede ser el peor obstáculo, mientras que la carencia de esa visión puede ser la ventaja más espléndida. No es necesario evocar las desdichas de su infancia aristocrática para comprender al congresista Grant. Al fin y al cabo, es la persona que ocupó el escaño de Hamilton Fish, quien odiaba de veras a Roosevelt, a un aristócrata del río Hudson como Franklin Delano Roosevelt. Fish estudió en Harvard después de Roosevelt. Le envidiaba, le odiaba y, puesto que el distrito de Fish incluía Hyde Park, acabó siendo congresista de Roosevelt. Gran aislacionista y estúpido como pocos. En los años treinta, Fish fue el primer zopenco de clase alta que actuó como presidente del precursor de aquel pernicioso comité. El prototípico aristócrata hijo de puta, farisaico, patriotero y estrecho de miras que era Hamilton Fish. Y cuando, en 1952, efectuaron la nueva división de los distritos electorales, Bryden Grant fue su chico.
Después de la audiencia, Grant abandonó el estrado donde los tres miembros del comité y su abogado estaban sentados y fueron directamente a mi encuentro. Él era el que me había dicho aquello de que ponía en tela de juicio mi lealtad. Pero ahora sonreía amablemente, como sólo Bryden Grant sabía hacerlo, como si hubiese inventado la sonrisa amable, me tendió la mano y, por mucho que me repugnara, se la estreché. La mano de la sinrazón, y, de una manera razonable, civilizada, como los boxeadores se tocan mutuamente los guantes antes de un combate, se la estreché, un gesto que dejó consternada durante días a mi hija Lorraine.
«Señor Ringold», me dijo. «Hoy he venido aquí para ayudarle a limpiar su reputación. Ojalá hubiera cooperado más. No facilita usted las cosas, ni siquiera a quienes somos comprensivos. Quiero que sepa que no me han designado oficialmente para representar al comité en Newark, pero sabía que usted daría testimonio y por eso solicité venir, porque pensé que no le sería de mucha ayuda que se presentara en mi lugar mi amigo y colega Donald Jackson.»
Jackson era el individuo que había ocupado el asiento de Nixon en el comité. Donald L. Jackson, de California. Un pensador deslumbrante, dado a declaraciones públicas del tipo de: «Me parece que ha llegado la hora de ser americano o no ser americano». Fueron Jackson y Velde quienes encabezaron la búsqueda sistemática de los comunistas subversivos para erradicarlos del clero protestante. Era una cuestión nacional apremiante para aquellos tipos. Después de que Nixon dejara el comité, consideraron a Grant la punta de lanza intelectual del comité, el que extraía para ellos sus profundas conclusiones… y, por triste que sea decirlo, es más que probable que lo fuera.