Grant siguió diciéndome: «Pensé que quizá le sería de más ayuda que el honorable caballero de California. A pesar de su comportamiento de hoy, todavía lo creo así. Quiero que sepa que si, tras descansar bien esta noche, decide usted limpiar su reputación…».
Entonces fue cuando Lorraine estalló. Tenía catorce años. Ella y Doris estaban sentadas detrás de mí, y el enojo de Lorraine, en el transcurso de la sesión, había sido incluso más audible que el de su madre. Enojada e inquieta, apenas capaz de refrenar la agitación de su cuerpecillo de catorce años. «¿Por qué ha de limpiar su reputación?», le preguntó al congresista Grant. «¿Qué ha hecho mi padre?» Grant le sonrió afablemente. Era un hombre muy bien parecido, con el cabello plateado, estaba en buena forma y sus trajes eran los más caros confeccionados por Tripler. Sus modales no podrían haber agraviado a la madre de nadie. Había en su voz una agradable mezcla, era respetuosa y, al mismo tiempo, suave y viril, y le dijo a Lorraine: «Eres una hija leal». Pero la chica no se dio por vencida, y ni Doris ni yo intentamos refrenarla. «¿Limpiar su reputación? No tiene ninguna necesidad de hacer eso… su reputación no está sucia», le dijo a Grant. «Es usted quien ensucia su reputación.» «Está usted evadiendo el tema, señorita Ringold», le dijo Grant. «Su padre tiene ciertos antecedentes.» «¿Antecedentes?», replicó Lorraine. «¿Qué antecedentes? ¿Cuáles son?» El sonrió de nuevo. «Es usted una joven muy simpática, señorita Ringold», le dijo. «Eso no tiene nada que ver. ¿Cuáles son sus antecedentes? ¿Qué ha hecho?» «Su padre nos dirá lo que ha hecho.» «Mi padre ya ha hablado», dijo ella, «y usted está retorciendo todo lo que dice, convirtiéndolo en un montón de mentiras para que parezca culpable. Su reputación está limpia. Puede dormir por la noche, pero no sé si usted puede hacerlo, señor. Mi padre sirvió a este país tan bien como los demás. Sabe de lealtad y lucha, y lo que significa ser americano. ¿Es así como trata usted a la gente que ha servido a su país? ¿Para eso luchó él, para que usted esté ahí sentado e intente manchar su nombre? ¿Para que trate de echarle fango encima? ¿A eso lo llama lealtad? ¿Qué ha hecho usted por Estados Unidos? ¿Escribir columnas de chismorreo? ¿Es eso tan americano?
Mi padre tiene principios, y son unos decentes principios americanos, y usted no tiene ningún derecho a tratar de destruirle. Va a la escuela, enseña a los niños, trabaja tan duro como puede. Deberían tener ustedes un millón de profesores como él. ¿Es ése el problema? ¿Que es demasiado bueno? ¿Por eso tienen que decir mentiras sobre él? ¡Deje en paz a mi padre!».
Como Grant no replicaba, Lorraine gritó: «¿Qué pasa? Tenía tanto que decir cuando estaba en el estrado, ¿y ahora se ha vuelto el señor mudo? No despega los labios, ¿eh?». Entonces le tapé la boca y le dije: «Ya basta». Pero ella se enfadó conmigo. «No, no basta. No bastará hasta que dejen de tratarte así. ¿No va usted a decir nada, señor Grant? ¿Son así los Estados Unidos, nadie dice nada delante de los jóvenes de catorce años? ¿Sólo porque no voto, es ése el problema? ¡Bueno, pues tenga la seguridad de que nunca votaré por usted ni por ninguno de sus asquerosos amigos!» Se echó a llorar, y fue entonces cuando Grant me dijo: «Ya sabe dónde encontrarme», nos sonrió a los tres y se marchó a Washington.
Así son las cosas. Te joden y entonces te dicen: «Tienes suerte de que sea yo quien te haya jodido y no el honorable caballero de California».
Nunca me puse en contacto con él. Lo cierto es que mis creencias políticas estaban bastante localizadas, jamás fueron ampulosas, como las de Ira. Jamás me interesé como él por el destino del mundo. Me interesaba más, desde un punto de vista profesional, por el destino de la comunidad. Mi preocupación no era tanto política como económica, y yo diría que sociológica, por lo que se refiere a las condiciones de trabajo, a la situación de los profesores en la ciudad de Newark. Al día siguiente, el alcalde Carlin declaró a la prensa que gente como yo no debería enseñar a nuestros hijos, y la Junta de Educación me encausó por comportarme de una manera impropia de un profesor. El inspector vio en eso una justificación para librarse de mí. No había respondido a las preguntas de un órgano gubernamental responsable, por lo que era incompetente ipso facto. Dije a la Junta de Educación que mis creencias políticas no tenían nada que ver con mi condición de profesor de Lengua y Literatura inglesa en el sistema educativo de Newark. Sólo había tres bases para mi expulsión: insubordinación, incompetencia e inmoralidad manifiesta, y argumenté que ninguna de ellas era aplicable a mi caso. Varios ex alumnos míos desfilaron ante la junta para dar testimonio de que jamás había tratado de adoctrinar a nadie, ni en el aula ni en ninguna otra parte. Ninguna persona relacionada con el mundo docente me había oído tratar de adoctrinar a nadie en nada que no fuese el respeto por la lengua inglesa, ni los padres, ni mis alumnos, ni mis colegas. Mi ex capitán del ejército testimonió en mi favor. Vino desde Fort Bragg. Eso fue impresionante.
Disfruté vendiendo aspiradoras. Algunas personas cruzaban la calle cuando me veían, incluso gente a la que tal vez le avergonzaba comportarse así, pero no quería que la contaminara. Cierto que eso no me apuraba. Contaba con todo el apoyo del sindicato de profesores y también tenía mucho en el exterior. Llegaban donativos, contábamos con el salario de Doris y yo vendía aspiradoras. Conocía gente de todos los campos profesionales y establecía contacto con el mundo real más allá de la enseñanza. En fin, era un profesional, un profesor de escuela que leía, impartía lecciones sobre Shakespeare, os hacía a vosotros, los chicos, analizar frases, memorizar poemas y apreciar la literatura, y no creía que hubiera otra forma de vida digna de ser vivida. Pero me dediqué a vender aspiradoras y llegué a sentir una gran admiración por muchas de las personas a las que conocía, y todavía estoy agradecido por ello. Creo que, gracias a eso, tengo una actitud mejor ante la vida.
– Supon que el tribunal no te hubiera rehabilitado. ‹¡ Seguirías teniendo una actitud mejor?
– ¿Si hubiera perdido? Creo que me habría ganado la vida bastante bien, que habría sobrevivido intacto. Tal vez habría lamentado algunas cosas, pero no creo que eso hubiera afectado mi temperamento. En una sociedad abierta, por mal que vayan las cosas, siempre hay una salida. Perder tu trabajo y que los periódicos te llamen traidor son cosas muy desagradables, pero de todos modos no es una situación inamovible, como en caso de totalitarismo. No me metieron en la cárcel ni me torturaron. A mi hija no le negaron nada. Me arrebataron mi medio de vida y algunas personas dejaron de hablarme, pero otras me admiraban. Mi mujer y mi hija me admiraban. Muchos de mis ex alumnos me admiraban, y lo decían así, abiertamente. Y podía entablar una querella legal. Tenía libertad de movimientos, podía conceder entrevistas, recaudar fondos, contratar un abogado, recusar al tribunal, cosa que hice. Cierto que puedes sufrir un ataque cardiaco de tanto sentirte deprimido y desgraciado, pero también puedes encontrar alternativas, y así lo hice.
En fin, si el sindicato hubiera fracasado, no hay duda de que eso me habría afectado. Pero no fracasamos. Luchamos y, finalmente, ganamos. Igualamos los salarios de hombres y mujeres, así como los de los profesores de enseñanza primaria y secundaria. Conseguimos que todas las actividades fuesen, en primer lugar, voluntarias, y en segundo lugar, pagadas. Luchamos por conseguir que la baja por enfermedad fuese más larga. Exigimos un permiso de cinco días para cualquier clase de asuntos personales. Conseguimos que los ascensos se basaran en exámenes y no en el favoritismo, lo cual significaba que todas las minorías tenían una oportunidad justa. Atrajimos negros al sindicato y, a medida que su número aumentaba, fueron ocupando puestos de mando. Pero eso fue hace años. Ahora el sindicato me decepciona mucho. Se está convirtiendo en una organización codiciosa. El salario, eso es todo. Lo que debe hacerse para educar a los chicos es lo último en lo que piensan. Una gran decepción.