Como si no fuese bastante desorientador ver al señor Ringold en público sin camisa ni corbata, incluso sin camiseta, Iron Rinn no iba más vestido que un boxeador. Pantalones cortos y zapatillas deportivas, nada más… iba casi desnudo, y no sólo era el hombre más corpulento que jamás había visto de cerca, sino también el más famoso. Los radioyentes escuchaban a Iron Rinn cada jueves por la noche en Los libres y los valientes, una popular dramatización semanal de episodios edificantes de la historia norteamericana. Representaba a hombres como Nathan Hale, Orville Wright, Wild Bill Hickok y Jack London. En la vida real estaba casado con Eve Frame, primera actriz del teatro de repertorio «serio» semanal, llamado Radioteatro Norteamericano. Mi madre lo sabía todo acerca de Iron Rinn y Eve Frame, gracias a las revistas que leía en la peluquería. Nunca habría comprado esas revistas, y las desaprobaba tanto como mi padre, quien deseaba que su familia fuese ejemplar, pero ella las leía bajo el secador, y también hojeaba las revistas sobre la moda, los sábados por la tarde, cuando iba a ayudar a su amiga, la señora Svirsky, quien, con su marido, tenía una tienda de ropa en la calle Bergen, al lado de la sombrerería de la señora Unterberg, donde mi madre también echaba una mano en ocasiones, los sábados y los días de ajetreo previos a la Pascua.
Una noche, después de que hubiéramos escuchado el Radioteatro Norteamericano, algo que hacíamos desde los tiempos más remotos a los que alcanzaba mi memoria, mi madre nos habló de la boda de Eve Frame con Iron Rinn y de las personalidades de la escena y la radio que asistieron como invitados. Eve Frame había llevado un traje de dos piezas de lana rosa oscuro, las mangas adornadas con anillos dobles de piel de zorro a juego, y se tocaba con la clase de sombrero que nadie en el mundo lucía de un modo más encantador que ella. Mi madre lo llamaba «un sombrero con velo ven acá», un estilo que, al parecer, Eve Frame había hecho famoso al actuar frente al ídolo del cine mudo Carlton Pennington en Ven acá, cariño mío, película en la que ella representaba perfectamente a la joven mimada de clase alta. Se sabía que llevaba uno de esos sombreros con velo cuando, guión en mano, actuaba ante el micrófono en Radioteatro Norteamericano, aunque también la habían fotografiado ante el micro de la radio con fieltros de ala caída, sombreritos redondos sin alas, panamás y, cierta vez, recordaba mi madre, cuando actuó como invitada en El show de Bob Hope, un sombrero negro de paja en forma de platillo con un seductor velo de seda delgadísima. Mi madre nos dijo que Eve Frame tenía seis años más que Iron Rinn, que el cabello le crecía dos centímetros y medio al mes y que se lo aclaraba para la escena de Broadway, que su hija, Sylphid, tocaba el arpa, se había graduado en la escuela de música Juilliard y era fruto del matrimonio de Eve Frame con Carlton Pennington.
– ¿A quién le importa? -preguntó mi padre.
– A Nathan -replicó ella, a la defensiva-. Iron Rinn es el hermano del señor Ringold, y éste es su ídolo.
Mis padres habían visto a Eve Frame en películas mudas, cuando era una chica guapa, y seguía siendo bella. Yo lo sabía porque, cuatro años atrás, por mi undécimo cumpleaños, me llevaron a ver mi primera obra teatral en Broadway, El difunto George Apley, de John P. Marquand, y Eve Frame actuaba en ella. Luego, mi padre, cuyos recuerdos de Eve Frame como joven actriz del cine mudo seguían, al parecer, matizados de cariño, comentó: «Esa mujer pronuncia el inglés británico como no lo hace nadie», y mi madre, que no sé si habría comprendido qué era lo que motivaba la alabanza de su marido, le dijo: «Sí, pero se abandona. Habla muy bien, representa de maravilla su papel y está adorable con ese peinado a lo paje, pero los kilos de más no favorecen a una mujer menuda como Eve Frame, y menos todavía cuando lleva un vestido veraniego de piqué blanco, tanto si es con falda ancha como si no».
Entre las mujeres del club de dominó chino, del que mi madre era miembro, cada sábado que a ella le tocaba recibirlas en casa para jugar, se discutía acerca de si Eve Frame era o no judía. Esta discusión fue especialmente acalorada tras la cena, celebrada pocos meses después, a la que Ira me invitó a asistir en casa de Eve Frame. La gente, deslumbrada por los astros de la pantalla que rodeaban al muchacho no menos deslumhrado, se hacía lenguas de que la actriz se llamaba en realidad Fromkin. Chava Fromkin. En Brooklyn había unos Fromkin de los que se suponía que eran la familia a la que ella repudió al trasladarse a Hollywood y cambiar de nombre.
– ¿A quién le importa eso? -inquiría mi padre, siempre serio, cada vez que el asunto salía a relucir y él pasaba casualmente por la sala de estar, donde las mujeres jugaban al dominó chino-. En Hollywood todo el mundo se cambia de nombre. Cada vez que esa mujer abre la boca nos da una lección de bien hablar. Sale al escenario, representa a una dama y sabes que es una dama.
– Dicen que es de Flatbush -acostumbraba a añadir la señora Unterberg, la dueña de la sombrerería-. Dicen que su padre tiene una carnicería kosber.
– También dicen que Cary Grant es judío -recordaba mi padre a las señoras-. Los fascistas solían afirmar que Roosevelt era judío. La gente dice toda clase de cosas. No es eso lo que me interesa, sino su manera de actuar, que a mi modo de ver es extraordinaria.
– Bueno -decía la señora Svirsky, la que tenía la tienda de ropa con su marido-. El cuñado de Ruth Tunick está casado con una Fromkin, una Fromkin de Newark. Ella tiene parientes en Brooklyn, y juran que su prima es Eve Frame.
– ¿Qué dice Nathan? -preguntó la señora Kaufman, ama de casa y amiga de mi madre desde la infancia.
– No dice nada -respondió mi madre.
La había adiestrado para que dijera eso. ¿Cómo? Muy sencillo. Cuando ella, en nombre de las damas, me preguntó si yo sabía si Eve Frame, del Radioteatro Norteamericano, era en realidad Chava Fromkin de Brooklyn, le dije: «¡La religión es el opio del pueblo! Esas cosas no tienen importancia… me tienen sin cuidado. ¡Ni lo sé ni me importa!».
– ¿Cómo es su casa? -le preguntó la señora Unterberg a mi madre-. ¿Qué se había puesto?
– ¿Qué clase de cena sirvió? -inquirió la señora Kaufman.
– ¿Cómo era su peinado? -quiso saber la señora Unterberg.
– ¿Y él mide de veras dos metros? ¿Qué dice Nathan? ¿Usa zapatos del número cuarenta y cinco? Hay quien dice que todo no es más que publicidad.
– ¿Y tiene la piel tan picada de viruelas como parece en las fotos?
– ¿Qué dice Nathan de su hija? ¿Qué clase de nombre es Sylphid? -preguntó la señora Schessel, cuyo marido era podólogo, como mi padre.
– ¿Es ése su verdadero nombre? -inquirió la señora Svirsky.
– No es judío, como Sylvia -dijo la señora Kaufman-. Creo que es un nombre francés.