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El ciudadano Tom Paine no era tanto una novela urdida a la manera acostumbrada como un vínculo sostenido de floreos retóricos muy apasionados que rastreaban las contradicciones de un hombre ofensivo dotado de un intelecto que arde a fuego lento y con los ideales sociales más puros, escritor y revolucionario. «Era el hombre más odiado del mundo entero, y tal vez el más amado por parte de unos pocos.» «Una mente apasionada como pocas ha habido en la historia de la humanidad.» «Sentía en su alma el látigo que azotaba las espaldas de millones de seres.» «Sus pensamientos e ideas estaban más próximos a los del trabajador medio de lo que jamás podrían estarlo los de Jefferson.» Así era Paine, tal y como lo retrataba Fast, un hombre ferozmente testarudo e insociable, beligerante folclórico y épico, desaliñado, sucio, vestido como un pordiosero, armado con un mosquete en las turbulentas calles de Filadelfia en tiempo de guerra, un hombre implacable, cáustico, a menudo borracho, frecuentador de burdeles, perseguido por asesinos y sin amigos. Lo hizo todo él solo: «Mi única amiga es la revolución». Cuando terminé el libro, tenía la sensación de que no existía más camino que el de Paine para vivir y morir si uno estaba resuelto a exigir, en nombre de la libertad humana (exigir tanto a los dirigentes lejanos como a la ruda muchedumbre), la transformación de la sociedad.

Lo hizo todo él solo. No había nada en Paine que fuese más atractivo, a pesar del nulo sentimentalismo con que Fast representaba un aislamiento nacido de la independencia desafiante y la desgracia personal, pues Paine había terminado sus días también solitario, viejo, enfermo, desdichado, víctima del ostracismo y traicionado, despreciado, especialmente por haber escrito en su testamento definitivo, La era de la Razón: «No creo en la fe que profesa la Iglesia judía, la Iglesia católica, la Iglesia griega, la Iglesia turca, la Iglesia protestante ni cualquiera de las iglesias que conozco. Mi mente es mi propia Iglesia». Leer el libro acerca de él había hecho que me sintiera audaz, airado y, por encima de todo, libre para luchar por aquello en lo que creía.

El ciudadano Tom Paine era el libro que el señor Ringold había recogido del cesto de mi bicicleta para acercarse con él a donde estábamos sentados.

– ¿Conoces este libro? -le preguntó a su hermano.

Las manazas de Abe Lincoln que tenía Iron Rinn tomaron el libro prestado por la biblioteca y pasaron las primeras páginas.

– No, nunca he leído a Fast. Y debería hacerlo. Es un hombre estupendo, con agallas. Estuvo al lado de Wallace desde el primer día. Leo su columna siempre que tengo el Worker entre las manos, pero ya no dispongo de tiempo para leer novelas. Lo hacía en Irán. Mientras servía leí a Steinbeck, Upton Sinclair, Jack London, Caldwell…

– Si vas a leerle, en este libro se encuentra el mejor Fast -dijo el señor Ringold-. ¿No es cierto, Nathan?

– Es un gran libro -respondí.

– ¿Has leído El sentido común? -me preguntó Iron Rinn-. ¿Has leído los escritos de Paine?

– No.

– Pues léelos -me dijo Iron Rinn mientras seguía hojeando el libro.

– Howard Fast incluye muchas citas de los, escritos de Paine -observé.

Iron Rinn alzó la vista.

– La fuerza del mayor número es la revolución, pero no deja de ser curioso que la humanidad haya sufrido la esclavitud durante milenios sin percatarse de esa verdad.

– Eso está en el libro -le dije.

– Era de esperar.

– ¿Sabes en qué consistía el genio de Paine? -me preguntó el señor Ringold-. Era el genio de todos aquellos hombres. Jefferson, Madison… ¿Sabes en qué consistía?

– No -respondí.

– Sí que lo sabes.

– En desafiar a los ingleses.

– No, eso lo hizo mucha gente. Consistió en expresar la causa en inglés. La revolución fue totalmente improvisada, con una desorganización absoluta. ¿Es ése el sentido que le encuentras a este libro, Nathan? Bueno, aquellos hombres tenían que encontrar un lenguaje para su revolución, las palabras apropiadas para un gran objetivo.

– Paine decía: «Escribí un librito porque quería que los hombres vieran aquello a lo que disparaban» -le dije al señor Ringold.

– Y eso es lo que hizo -replicó el señor Ringold.

– Aquí tienes -dijo Iron Rinn, señalando unas líneas del libro-. Sobre Jorge III. Escucha. «Sufriría la desdicha de los demonios si prostituyera mi alma jurando fidelidad a semejante hombre, embrutecido por la bebida, estúpido, testarudo e inútil.»

Las citas de Paine que Iron Rinn había recitado, empleando la voz sin pulimentar, destinada al pueblo de Los libres y los valientes, figuraban entre la docena, más o menos, que yo había anotado y memorizado.

– Te gusta esa frase, ¿eh? -me dijo el señor Ringold.

– Sí, me gusta lo de prostituir su alma.

– ¿Por qué?

Yo empezaba a sudar profusamente, a causa del sol en la cara, la excitación de estar con Iron Rinn y por tener que responder al señor Ringold como si estuviera en clase, mientras estaba sentado entre dos hermanos sin camisa que medían casi dos metros, dos hombres corpulentos y naturales que exudaban la clase de virilidad poderosa e inteligente a la que yo aspiraba, hombres capaces de hablar de béisbol y boxeo al mismo tiempo que hablaban de libros, y que hablaban de libros como si en un libro hubiera algo en juego, que no lo abrían para reverenciarlo ni exaltarlo ni retirarse del mundo que los rodeaba. No, abrían el libro para boxear con él.

– Porque normalmente no piensas en tu alma como una prostituta-respondí.

– ¿Qué quería decir con eso de prostituir su alma?

– Venderla -repliqué-. Vender su alma.

– Correcto. ¿Ves hasta qué punto es más potente escribir «sufriría la desdicha de los demonios si prostituyera mi alma» que «si vendiera mi alma»?

– Sí, claro.

– ¿Por qué es más potente?

– Porque al tratar al alma de prostituta la personifica.

– Sí… ¿y quemas?

– Bueno, la palabra prostituta… no es una palabra convencional, no se oye en público. La gente no va por ahí escribiendo prostituta o diciendo esa palabra en público.

– ¿Por qué no?

– Por pudor, turbación, decoro.

– Decoro. Muy bien. Entonces, decir eso es una audacia.

– Sí.

– Y eso es lo que te gusta de Paine, ¿verdad? ¿Su audacia?

– Creo que sí.

– Y ahora sabes por qué te gusta lo que te gusta. Estás muy adelantado, Nathan… Y lo sabes porque miraste una palabra que él usó, una sola palabra, y pensaste en ella, te hiciste algunas preguntas sobre esa palabra, hasta que viste a través de esa palabra, como si fuese una lupa, viste una de las fuentes del poder que tiene este gran escritor. Es audaz. Thomas Paine es audaz. ¿Pero la audacia es suficiente? Eso es sólo una parte de la fórmula. La audacia debe tener un objetivo, pues de lo contrario es de pacotilla, superficial y vulgar. ¿Por qué Thomas Paine es audaz?

– Lo es por sus convicciones -respondí.

– Vaya, ése es mi chico -dijo de repente Iron Rinn-. ¡Ese es mi chico, el que abucheó al señor Douglas!

De esta manera acabé, cinco días después, como invitado de Rinn a un mitin celebrado en el centro de Newark, en el Mosque, que era el teatro más grande de la ciudad, en favor de Henry Wallace, candidato presidencial del recién creado Partido Progresista. No estaría con el público en general, sino entre bastidores. Wallace había formado parte del gabinete de Roosevelt como secretario de agricultura a lo largo de siete años, antes de convertirse en vicepresidente durante el tercer mandato de Roosevelt. En 1944 lo excluyeron de la candidatura y fue sustituido por Truman, en cuyo gabinete sirvió brevemente como secretario de comercio. En 1946, el presidente despidió a Wallace por arengar en favor de la cooperación con Stalin y la amistad con la Unión Soviética precisamente en el momento en que Truman y los demócratas habían empezado a percibirla no sólo como un enemigo ideológico, sino también como una grave amenaza para la paz cuya expansión por Europa y otras partes del mundo debía contener Occidente.