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Esta división en el seno del Partido Demócrata, entre la mayoría antisoviética dirigida por el presidente y los progresistas simpatizantes soviéticos encabezados por Wallace, contrarios a la doctrina de Truman y al Plan Marshall, se reflejó en mi propia casa, en la escisión entre padre e hijo. Mi padre, quien había admirado a Wallace cuando éste era el protegido de Roosevelt, estaba en contra de su candidatura por la razón que esgrimían tradicionalmente los norteamericanos para no apoyar a candidatos de un tercer partido, en este caso porque se llevaría los votos del ala izquierda del Partido Demócrata que debían recaer en Truman, y prácticamente aseguraría la elección del gobernador de Nueva York, Thomas E. Dewey, el candidato republicano. La gente de Wallace decía que su partido obtendría de seis a siete millones de votos, un porcentaje del voto popular mucho mayor del que jamás había recibido cualquier tercer partido estadounidense.

– Lo único que va a hacer tu hombre es impedir que los demócratas lleguen a la Casa Blanca -me dijo mi padre-. Y si ganan los republicanos, eso significará para el país el sufrimiento que siempre ha ocasionado esa gente. Tú no habías nacido cuando mandaban Hoover, Harding y Coolidge. No tienes una experiencia directa de la crueldad del Partido Republicano. ¿Desprecias los grandes negocios, Nathan? ¿Desprecias a los que tú y Henry Wallace llamáis «los peces gordos de Wall Street»? Bueno, no sabes cómo es cuando el partido de los grandes negocios pone el pie en la cara de la gente corriente. Yo sí que lo sé. Conozco la pobreza y unas penalidades de las que tú y tu hermano, gracias a Dios, os habéis librado.

Mi padre había nacido en los barrios pobres de Newark. Llegó a ser podólogo gracias a que se había costeado él mismo los estudios nocturnos trabajando de día como conductor de una camioneta de reparto, y durante toda su vida, incluso después de que hubiera logrado ahorrar algún dinero y hubiese adquirido su propia casa, siguió identificándose con los intereses de la que él llamaba gente corriente, y yo, junto con Henry WaUace, el hombre medio. Me decepcionaba enormemente oír a mi padre cuando se negaba terminantemente a votar al candidato que, como traté de convencerle, apoyaba sus propios principios del Nuevo Trato. WaUace quería un programa de sanidad nacional, protección de los sindicatos, beneficios para los trabajadores; era contrario al decreto de Taft-Hartley y a la persecución de la clase obrera, así como al proyecto de ley Mundt-Nixon y a la persecución de los radicales políticos. Si se aprobaba el proyecto de ley Mundt-Nixon, sería necesario el registro gubernamental de todos los comunistas y organizaciones de frente comunista. Wallace había dicho que la ley Mundt-Nixon era el primer paso hacia un estado policial, un esfuerzo para silenciar con miedo al pueblo norteamericano, y decía del proyecto de ley que era «el más subversivo» presentado jamás en el Congreso. El Partido Progresista apoyaba la libertad de ideas para competir en lo que Wallace Uamaba «el mercado de las ideas». Lo que más me impresionaba era que WaUace, cuando hacía campaña en el sur, se había negado a dirigirse a cualquier público con segregación racial. Fue el primer candidato presidencial que tuvo ese grado de valor e integridad.

– Los demócratas jamás harán nada por terminar con la segregación -le dije a mi padre-. Nunca prohibirán el linchamiento, el impuesto de capitación ni la discriminación contra el negro. Nunca lo han hecho y nunca lo harán.

– No estoy de acuerdo contigo, Nathan -replicó él-. Fíjate en Harry Truman. Su programa político tiene un punto sobre los derechos civiles; espera a ver lo que hace ahora que se ha librado de esos sureños intolerantes.

Aquel año no sólo Wallace se había separado del Partido Demócrata, sino que también lo habían hecho los «intolerantes» de los que hablaba mi padre, los demócratas sureños, los cuales habían formado su propio partido, el Partido de los Derechos de los Estados, los dixie-crats, como se llamaba a los demócratas disidentes de los estados del Sur. Su candidato a la presidencia era el gobernador de Carolina del Sur, Strom Thurmond, un segregacionista fanático. Los dixiecrats también recibirían votos de los estados meridionales que normalmente iban a parar al Partido Demócrata, lo cual era otro motivo de que se apoyara a Dewey para derrotar a Truman en una victoria aplastante.

Cada noche, durante la cena, me esforzaba por persuadir a mi padre para que votara a Henry Wallace, por el restablecimiento del Nuevo Trato, y cada noche él intentaba hacerme comprender la necesidad de compromiso en unas elecciones tan importantes. Pero como mi héroe era Thomas Paine, el patriota más intransigente de la historia norteamericana, me bastaba oír la primera sílaba de la palabra compromiso para levantarme bruscamente de la silla y decirles, a él, a mi madre y a mi hermano de diez años (a quien le gustaba repetirme, cada vez que yo hablaba del asunto, en un tono exageradamente exasperado: «Un voto por Wallace es un voto por Dewey») que no podría comer de nuevo a la mesa si mi padre estaba presente.

Una noche, cuando estábamos cenando, mi padre probó otro plan de acción: instruirme más sobre el desprecio de los republicanos hacia los valores de la igualdad económica y la justicia política que yo tanto apreciaba, pero no me dejé convencer. Los dos grandes partidos políticos carecían igualmente de conciencia respecto a los derechos de los negros; ambos eran indiferentes a las injusticias que comporta el sistema capitalista; tanto el uno como el otro estaban ciegos a las consecuencias catastróficas para la humanidad entera de la provocación deliberada de nuestro país al pueblo ruso amante de la paz. A punto de verter lágrimas, y con toda sinceridad, le dije a mi padre: «Me sorprendes de veras», como si él fuese el hijo inflexible.

Pero me esperaba una sorpresa mayor. El sábado, al atardecer, me dijo que preferiría que no asistiera aquella noche al mitin de Wallace en el Mosque. Si todavía deseaba ir después de que hubiéramos hablado, no intentaría impedírmelo, pero por lo menos quería que le escuchara antes de tomar mi decisión definitiva. El martes, cuando regresé de la biblioteca y, a la hora de la cena, anuncié triunfalmente que Iron Rinn, el actor radiofónico, me había invitado al mitin de Wallace en el centro de la ciudad, era evidente que el encuentro con Rinn me había emocionado tanto, estaba tan fuera de mí debido al interés personal que me había mostrado, que mi madre prohibió a mi padre que me hablara de sus reservas acerca del mitin. Pero ahora él quería que escuchara aquello que, como padre, consideraba un deber decirme, y sin que yo perdiera los estribos.

Mi padre me tomaba tan en serio como los Ringold, pero no con la osadía política de Ira, ni con el ingenio literario de Murray, sino, sobre todo, con su aparente ausencia de preocupación por mi decoro, por si yo sería o no un buen muchacho. Por hacer una comparación de boxeo, los Ringold eran dos golpes en rápida sucesión, y prometían iniciarme en el gran espectáculo, en la comprensión de lo que hace falta para ser un hombre a gran escala. Los Ringold me impulsaban a reaccionar con un nivel de rigor que me parecía adecuado al hombre que soy ahora. Con ellos no se trataba de ser un buen muchacho, y lo único importante eran mis convicciones. Claro que ellos no tenían la responsabilidad de un padre, que consiste en orientar a su hijo para que se aleje de las trampas ocultas. El maestro no tiene esa preocupación por los peligros como tiene el padre. A éste le preocupa la conducta de su hijo, ha de encargarse de adaptar a su pequeño Tom Paine al medio social. Pero cuando el pequeño Tom Paine ha sido admitido entre los hombres y el padre sigue educándolo como a un muchacho, el padre está acabado. Cierto, se preocupa por las trampas, haría mal en otro caso, pero de todos modos está acabado. El pequeño Tom Paine no tiene más alternativa que prescindir de él, traicionar al padre y avanzar audazmente en línea recta hacia la primera trampa de la vida. Y entonces, por sí solo, hacer lo que aporta auténtica unidad a su existencia, ir de una trampa a otra durante el resto de sus días, hasta la tumba, la cual, si no tiene nada que la haga recomendable, por lo menos es la última trampa en la que uno puede caer.