Orhan Pamuk
Me Llamo Rojo
Título originaclass="underline" Benim Adim Kirmizi
© De la traducción: Rafael Carpintero
A Rüya
«Mataron a un hombre y discutieron entre ellos.»
Corán, azora de la Vaca, 72
«No son iguales el ciego y el que ve.»
Corán, azora del Creador, 19
«Tanto el Oriente como el Occidente son de Dios.»
Corán, azora de la Vaca, 115
1. Estoy muerto
Ahora estoy muerto, soy un cadáver en el fondo de un pozo. Hace mucho que exhalé mi último suspiro y que mi corazón se detuvo pero, exceptuando el miserable de mi asesino, nadie sabe lo que me ha ocurrido. En cuanto a él, ese repugnante villano, escuchó mi respiración y comprobó mi pulso para estar bien seguro de que me había matado, luego me dio una patada en el costado, me llevó hasta el pozo, me alzó por encima del brocal y me dejó caer. Mi cráneo, que antes había roto con una piedra, se destrozó al caer al pozo, mi cara, mi frente y mis mejillas se fragmentaron hasta el punto de desaparecer; se me rompieron los huesos, mi boca se llenó de sangre.
Llevo cuatro días sin volver a casa: mi mujer y mis hijos deben de estar buscándome. Mi hija, agotada de tanto llorar, estará vigilando la puerta del jardín; todos estarán en el umbral con la mirada en el camino.
Tampoco sé si realmente están en la puerta. Quizá ya se hayan acostumbrado a mi ausencia, ¡qué espanto! Porque cuando uno está aquí tiene la impresión de que la vida que ha dejado atrás sigue adelante como solía. Antes de que naciera había a mis espaldas un tiempo infinito. Y ahora, después de muerto, ¡un tiempo inagotable! No pensaba en eso mientras vivía; vivía rodeado de luz entre dos tiempos oscuros.
Era feliz, creo que era feliz; ahora lo comprendo: yo era quien hacía las mejores iluminaciones del taller de Nuestro Sultán y no había nadie cuya maestría se aproximara siquiera a la mía. Con los trabajos que hacía fuera conseguía novecientos ásperos al mes. Por supuesto, eso hace que mi muerte sea aún más insoportable.
Sólo me dedicaba a ilustrar y a iluminar: adornaba los márgenes de las páginas, coloreaba el interior de los encuadres y dibujaba en ellos hojas, ramas, rosas, flores y aves multicolo res; nubes rizadas al estilo chino, hojas entrelazadas, bosques de colores y gacelas, galeras, sultanes, árboles, palacios, caballos y cazadores que se escondían en ellos… Antiguamente a veces decoraba un plato; a veces la parte posterior de un espejo, el interior de una cuchara, el techo de una mansión o un palacete en el Bósforo, a veces un arcón… En los últimos años sólo trabajaba en páginas de libros porque Nuestro Sultán pagaba grandes cantidades de dinero por los libros ilustrados. No es que vaya a decir que al enfrentarme a la muerte comprendiera que el dinero no tiene la menor importancia en la vida. Incluso cuando uno ya no está vivo sigue siendo consciente de la importancia del dinero.
Viendo este milagro, el que podáis oír mi voz a pesar de la situación en que me encuentro, sé que pensaréis lo siguiente: Déjate ya de cuánto ganabas en vida. Cuéntanos lo que ves ahí. ¿Qué hay después de la muerte? ¿Dónde está tu alma? ¿Cómo son el Cielo y el Infierno? ¿Qué es lo que ves allí? ¿Cómo es la muerte? ¿Duele? Tenéis razón. Sé que mientras uno está vivo siente una enorme curiosidad por lo que pasa en el otro lado. Contaban una historia de un hombre que movido simplemente por dicha curiosidad se dedicaba a vagar entre cadáveres por sangrientos campos de batalla… A aquel hombre que buscaba entre los guerreros agonizantes alguno que hubiera muerto y resucitado y pudiera desvelarle el secreto del otro mundo, los soldados de Tamerlán lo tomaron por un enemigo y lo partieron en dos de un solo tajo y él creyó que a uno lo parten en dos en el otro mundo.
Nada de eso. Incluso podría decir que las almas partidas en dos en el mundo se unen aquí. Pero, gracias a Dios, existe el otro mundo a pesar de lo que afirman los infieles impíos, los ateos y los blasfemos que obedecen al Demonio. El hecho de que os hable desde allí es la prueba de su existencia. He muerto, pero, como veis, no he desaparecido. Por otra parte, me veo obligado a confesar que no me he encontrado los palacetes de plata y oro bajo los cuales fluyen arroyos, los árboles de grandes hojas y frutos maduros, ni las hermosas vírgenes que menciona el Sagrado Corán. Sin embargo, recuerdo bien cuántas veces y con cuánto placer dibujé esas huríes del Paraíso de enormes ojos que se describen en la azora del Acontecimiento. Y, por supuesto, tampoco me he encontrado esos cuatro ríos de leche, vino, agua dulce y miel que describen con tanta amplitud y dulzura visionarios como Ibn Arabi y no el Sagrado Corán. Pero, como no quiero arrastrar a la incredulidad a nadie que, razonablemente, viva con la esperanza y la ilusión del otro mundo, tengo que advertir de inmediato que todo esto se debe a mi situación particular: cualquier creyente con un mínimo de conocimiento sobre la vida después de la muerte acepta que alguien tan atormentado como yo y, además, en la situación en que me hallo tendrá grandes dificultades para ver los ríos del Paraíso.
En resumen: yo, conocido en la sección de ilustradores y entre los demás maestros como Maese Donoso, he muerto pero no he sido enterrado. Por esa razón mi alma no ha podido abandonar del todo mi cuerpo. Para que mi alma pudiera alcanzar el Cielo, el Infierno o dondequiera que se halle mi destino, debería poder deshacerse de la impureza del cuerpo. Esta situación excepcional, que también les ha ocurrido a otros, le produce terribles dolores a mi alma. No siento mi cuerpo destrozado ni cómo se va pudriendo la mitad sumergida en agua helada de mi cuerpo roto y herido, pero sí noto el profundo tormento de mi alma luchando por abandonarlo. Es como si el universo entero se apretara en mi interior y comenzara a estrecharse.
Esta impresión de estrechamiento sólo puedo compararla con la sorprendente sensación de amplitud que noté en el momento inigualable de mi muerte. Cuando mi sien se quebró con aquella inesperada pedrada comprendí de inmediato que aquel miserable quería matarme pero no podía creerme que lo haría. Me encontraba rebosante de esperanza pero no me había dado cuenta de eso mientras vivía mi descolorida vida entre el taller y mi hogar. Me agarré a la vida con uñas y dientes, mordiéndola, apasionadamente. No os aburriré explicándoos el dolor que sentí con los otros golpes que me llevé en la cabeza.
Cuando comprendí con tristeza que iba a morir, envolvió mi interior una increíble sensación de amplitud. Viví el momento de paso con esa misma sensación de amplitud: la llegada a este lado fue tan suave como cuando uno sueña consigo mismo durmiendo. Por último vi los zapatos, manchados de nieve y barro, de mi miserable asesino. Cerré los ojos como si durmiera y llegué a este lado en un dulce tránsito.
Mi única queja ahora no es que los dientes se me desprendan en la boca sanguinolenta como garbanzos tostados, ni que mi cara esté aplastada hasta haber quedado irreconocible, ni que me encuentre atascado en el fondo de un pozo, sino que todavía se piense que sigo vivo. Mi alma torturada sufre sabiendo que mis seres queridos piensan continuamente en mí, que suponen que estoy ocupado en algún rincón de Estambul con cualquier asunto estúpido, o incluso que ando detrás de alguna mujer. ¡Que encuentren mi cadáver cuanto antes, que se me recen los responsos, que se celebre mi funeral y que me entierren ya! ¡Y lo más importante, que encuentren a mi asesino! Quiero que sepáis que mientras no se encuentre a ese miserable esperaré retorciéndome inquieto en mi tumba por más que me entierren en la más suntuosa que exista y que os inocularé la incredulidad a todos. ¡Encontrad a ese hijo de puta que me asesinó y yo os contaré todo lo que hay en el otro mundo con pelos y señales! Pero es necesario que después de encontrarlo lo torturéis en una prensa y le rompáis ocho o diez huesos, preferiblemente las costillas, haciéndolos crujir lentamente, y que luego le arranquéis sus cabellos grasientos y repugnantes uno a uno, obligándole a gritar mientras le agujereáis la piel de la cabeza con esos pinchos que tienen los torturadores para este tipo de trabajos.