– ¿Sabías que después de morir -me dijo mi Tío mucho después- nuestras almas pueden encontrarse con las de los vivos que duermen a pierna suelta en sus camas en este mundo?
– No, no lo sabía.
– Después de la muerte hay un largo viaje, y por eso no la temo. Lo que temo es morir antes de haber acabado el libro de Nuestro Sultán.
Aunque parte de mi mente estaba convencida de que yo era más fuerte, más razonable y más sano que mi Tío, la otra parte estaba ocupada por el excesivo precio del caftán que me había comprado para visitar a este hombre que doce años atrás no me había permitido que me casara con su hija, por los arneses de plata del caballo que sacaría del establo y montaría en cuanto bajara las escaleras y por la silla de cuero repujado.
Le dije que le comunicaría cualquier cosa de la que me enterara entre los ilustradores. Le besé la mano, bajé las escaleras, salí al patio, noté el frío de la nieve y recordé que no era ni un viejo ni un niño: en mi piel sentía gozosamente el mundo. Cuando cerraba la puerta del establo se levantó el viento. Al cruzar el patio, el caballo blanco de cuyas bridas tiraba se estremeció al mismo tiempo que yo: reconocí como mía esa actitud difícil de expresar que se notaba en sus poderosas patas cruzadas por gruesas venas y en su impaciencia. En cuanto salí a la calle me dispuse a montar en el caballo de un salto a punto de perderme por las callejuelas como un jinete de cuento para nunca regresar, cuando vino hacia mí una mujerona enorme sin que me diera cuenta de dónde había salido, una judía vestida de rosa de arriba abajo con un atadillo en la mano. Era tan grande y tan ancha que parecía un armario. Pero también era ágil, vivaracha y hasta un tanto coqueta.
– León mío, muchacho, realmente eras tan guapo como decían -me dijo-. ¿Estás casado o soltero? ¿Quieres comprarle un pañuelo de seda para tu amante secreta a Ester, la principal buhonera de Estambul?
– No.
– ¿Una faja roja del Atlas?
– No.
– ¡No me digas tanto que no! ¿Cómo no va a tener un león como tú una novia o una amante secreta? ¿Quién sabe cuántas muchachas arden de pasión por ti con los ojos llenos de lágrimas?
De repente su cuerpo se alargó como el delicado cuerpo de un acróbata y se me acercó con una elegancia sorprendente. Al mismo tiempo, hizo que en su mano apareciera una carta con la habilidad de un prestidigitador que saca cosas de la nada. Agarré la carta en un abrir y cerrar de ojos y me la introduje diestramente en el fajín, como si llevara años entrenándome para aquel instante. Era una carta bastante gruesa y ahora la sentía por dentro de mi fajín como si fuera fuego sobre mi piel helada entre la cintura y el vientre.
– Monta y ve al paso -me dijo Ester la buhonera-. Sigue este muro y gira con él por la calle de la derecha. Ve tranquilo, pero cuando llegues junto al granado date media vuelta y mira hacia la casa de la que has salido, a la ventana que haya frente a ti.
Siguió su camino y desapareció en un parpadeo. Monté a caballo, pero como un jinete novato que monta por primera vez en su vida. Mi corazón latía desbocado, mi mente estaba arrebatada por la inquietud, mis manos no acertaban a sostener las riendas, pero cuando mis piernas rodearon con firmeza el cuerpo del animal la sensatez y la destreza que da la experiencia se apoderaron tanto de él como de mí y mi inteligente caballo echó a andar al paso, tal y como había dicho Ester, y doblamos por la calle a la derecha. ¡Magnífico!
Entonces sentí que quizá realmente fuera guapo. Notaba que desde detrás de cada postigo y cada celosía me observaban las mujeres del barrio, como en los cuentos, y que yo me disponía a arder de nuevo en el mismo fuego. ¿Era eso lo que quería? ¿Recaer en la enfermedad después de tantos años? El sol apareció tan repentinamente que me sorprendió.
¿Dónde estaba el granado? ¿Era este árbol triste y raquítico? ¡Sí, era él! Me volví ligeramente sobre la silla: justo frente a mí había una ventana, pero en ella no había nadie. ¡Esa vieja bruja de Ester me había engañado!
Eso me estaba diciendo cuando de repente los postigos cubiertos de hielo se abrieron con un estallido y allí vi después de doce años la hermosa cara de mi bella amada enmarcada por la ventana que relucía a la luz del sol y entre ramas nevadas. ¿Me miraban esos ojos negros a mí o a una vida más allá de mí? No pude saber si estaba triste, si sonreía o si sonreía con tristeza. ¡Estúpido caballo, no vayas al ritmo de mi corazón, frena! A pesar de todo, me giré intrépidamente en la silla y la miré con nostalgia hasta el final, hasta que su cara misteriosa, elegante y delicada desapareció entre las ramas blancas.
Mucho después, cuando abrí la carta y vi la ilustración que contenía me di cuenta de cuánto se parecía nuestra situación, yo a caballo, ella en la ventana, a la escena, pintada miles de veces, en que Hüsrev llega a caballo bajo la ventana de Sirin -aunque entre nosotros y algo más atrás había también un árbol sombrío- y me consumió un amor como el que está pintado en esos libros que tanto nos gustan, que nos fascinan.
8. Me llamo Ester
Sé que todos vosotros sentís curiosidad por lo que decía la carta que le di a Negro. Como yo también sentía la misma curiosidad, me ocupé de enterarme de todo. Si queréis, haced como si volvierais atrás las páginas de esta historia y así os contaré lo que había ocurrido antes de que le diera esa carta.
Ahora es casi de noche y mi marido Nesim y yo, dos viejos quejicas, estamos sentados junto a la chimenea en nuestra casa del pequeño barrio judío que hay subiendo desde el Cuerno de Oro y le echamos leña al fuego intentando calentarnos. No le prestéis demasiada atención a que me llame vieja, en cuanto meto entre los pañuelos de seda, los guantes, las sábanas y las camisas de colores que he sacado de algún barco portugués, que si anillos, que si pendientes, que si gargantillas, en fin, toda la quincalla cara o barata capaz de excitar a las mujeres, y me echo el atado al brazo, Estambul se convierte en el puchero y Ester en el cucharón y no queda calleja por la que no me meta. No hay carta o cotilleo que no lleve de puerta en puerta y yo he casado a la mitad de las muchachas de este Estambul, aunque ahora no lo digo para presumir. Decía que estábamos sentados en casa y casi era de noche, cuando, toc toc, llamaron a la puerta, fui a abrir y me encontré a esa estúpida esclava, Hayriye. Llevaba una carta. Me explicó lo que Seküre quería de mí, temblando no sé si de frío o de nerviosismo.
En un primer momento creía que tendría que llevar la carta a Hasan y por eso me sorprendí tanto. Ya conocéis al marido de la hermosa Seküre, ese que nunca vuelve de la guerra, aunque yo creo que hace ya mucho que le agujerearon el pellejo al muy desgraciado. Pues este marido militar que nunca volverá a casa tiene un hermano que es todo un exaltado; se llama Hasan. Pero por fin comprendí que la carta no era para
Hasan, sino para otro. ¿Qué ponía en la carta? Ester estaba a punto de rabiar de curiosidad. Por fin logré leerla.
Vosotros y yo no nos conocemos demasiado. La verdad es que de repente me ha dado vergüenza. No os diré cómo conseguí leer la carta. Quizá me reprochéis mi curiosidad -como si vosotros no fuerais curiosos como barberos- y me despreciéis por haberlo hecho. Sólo os diré lo que oí cuando me leyeron la carta. La dulce Seküre había escrito lo siguiente:
Mi señor Negro:
Vienes a mi casa aprovechándote de la amistad que te une a mi padre. Pero no te creas que conseguirás cualquier señal por mi parte. Han pasado muchas cosas desde que te fuiste. Me casé y tengo dos hijos preciosos. Uno es Orhan, al que has podido ver hace un instante porque entró en la habitación. Llevo cuatro años esperando a mi marido y no pienso en otra cosa. Puede que me sienta sola, desesperada y débil cuidando de dos niños y un padre anciano, puede que necesite la fuerza y la protección de un hombre, pero que nadie crea que puede aprovecharse de mi situación. Así que, por favor, no vuelvas a llamar a nuestra puerta. Ya me avergonzaste una vez y entonces me vi obligada a sufrir lo indecible para demostrar mi inocencia ante los ojos de mi padre. Con esta carta te devuelvo la pintura que habías pintado y me enviaste cuando eras un joven presuntuoso e inconsciente. Para que no alimentes vanas esperanzas ni malinterpretes ninguna señal. Es un error creer que alguien puede enamorarse mirando una pintura. No vuelvas a poner los pies en nuestra casa, será lo mejor.