– ¿Te gusta esa ilustración? Geruy, como yo, se acerca por detrás a Siyavus tumbado en el suelo, se le echa encima, le apoya la espada en el cuello y le corta la garganta agarrándole exactamente así del pelo. De la tierra estéril sobre la que se derramará poco después la roja sangre surgirá primero un humo negro y luego brotará una flor.
Me callé un poco y escuchamos a los erzurumíes que corrían gritando por callejones lejanos. El desastre y el terror de fuera volvieron a acercarnos de inmediato, tumbados el uno sobre el otro.
– Pero en todas esas ilustraciones -le dije a Negro apretando aún más su pelo en mi puño- se nota la dificultad de pintar de manera elegante a dos hombres cuyos cuerpos parecen uno, como los nuestros, pero que al mismo tiempo se odian. Es como si todo el desbarajuste de traiciones, envidias y batallas anterior al momento mágico y magnífico en que se corta la cabeza hubiera impregnado demasiado esas ilustraciones. Hasta a los más grandes maestros de Kazvin les cuesta dibujar a un hombre encima de otro; todo se mezcla. Sin embargo, mira, nosotros estamos mejor dispuestos, en una postura más elegante.
– Me estás cortando con la espada -gimió.
– Muchas gracias por haber hablado, querido, pero no te estoy cortando. Tengo mucho cuidado y no haría nada que estropeara la belleza de nuestra postura. Cuando los grandes maestros antiguos pintaban como si fuera uno solo todos esos cuerpos que se unían en las escenas de amor, muerte o guerra, sólo eran capaces de provocarnos lágrimas de decepción. Mira, mi cabeza está tan próxima a tu nuca que parece una parte de tu cuerpo. Siento su olor y el de tu pelo. Mis piernas se extienden a lo largo de las tuyas con tanta armonía que si alguien nos viera pensaría que somos un grácil animal de cuatro patas. ¿Sientes el equilibrio de mi peso sobre tu espalda y tu trasero? -no hubo respuesta pero no apreté con la espada porque habría podido hacerle sangrar-. Como no hables, te muerdo la oreja -le dije susurrándole precisamente a esa misma oreja.
Vi en su mirada que estaba dispuesto a hablar y le repetí la misma pregunta:
– ¿Sientes el equilibrio de mi peso sobre ti?
– Sí.
– ¿Y hermosos? ¿Somos hermosos? -le pregunté-. ¿Somos tan hermosos como los héroes legendarios que se matan gallardos en las maravillas de los maestros antiguos?
– No lo sé -me respondió Negro-. No puedo vernos en el espejo.
Al imaginarme cómo nos vería mi esposa, que nos observaba desde algo más allá, desde el interior de la otra habitación, tumbados en el suelo a la luz del candil del café, tuve miedo de morderle realmente la oreja a Negro de pura excitación.
– Señor Negro, que has invadido mi casa y mi intimidad con una daga en la mano y que me has sometido a un interrogatorio, ¿sientes ahora mi fuerza sobre ti?
– Y siento también que tienes toda la razón.
– Ahora vuelve a preguntarme lo que querías saber.
– Cuéntame cómo te acariciaba el Maestro Osman.
– Cuando yo era aprendiz y mucho más delgado, airoso y apuesto de lo que soy ahora, se me echaba encima como yo ahora estoy encima de ti. Me acariciaba los brazos, a veces también me hacía daño pero incluso aquello me gustaba porque admiraba su sabiduría, su talento y su fuerza y no pensaba en nada malo porque lo amaba. Para mí, amar al Maestro Osman era una vía para amar la pintura, los colores, el papel, los pinceles, la belleza de la ilustración, todo lo que se pintaba y, por lo tanto, el mundo y a Dios. Para mí el Maestro Osman era más que un padre.
– ¿Te pegaba mucho? -me preguntó.
– Me pegaba como debe pegar un padre, en su momento y con sentido de la justicia, y me pegaba como debe pegar un maestro, haciéndome daño para que aprendiera del castigo. Ahora me doy cuenta de que aprendí muchas cosas mejor y más rápidamente gracias al dolor y al miedo que me daba la regla con la que me golpeaba en las uñas. Siendo discípulo suyo, para que no me agarrara de los rizos y me golpeara la cabeza contra los muros, aprendí a no derramar la pintura, a no derrochar el dorado, a dibujar en mi mente la curva del casco del caballo, a cubrir los errores del que ha trazado los márgenes, a limpiar los pinceles a tiempo y a entregar toda mi atención y mi alma a la página. Como le debo todo mi talento y mi maestría a las palizas que me llevé, ahora pego a mis aprendices con toda tranquilidad de corazón. Sé que incluso una bofetada que se da sin motivo, si no hiere el orgullo del aprendiz, acabará siéndole útil.
– Pero, de vez en cuando, mientras le pegas a algún aprendiz angelical de bonita cara y mirada dulce te das cuenta de que pierdes los papeles y lo haces por puro placer y comprendes que el Gran Maestro Osman te hacía a ti lo mismo, ¿no?
– A veces me daba con tanta fuerza detrás de las orejas con el pulidor de mármol que los oídos me zumbaban y me quedaba atontado durante días. A veces me daba una bofetada tal que durante semanas la mejilla me ardía tanto que me hacía llorar. Me acuerdo de todo eso, pero también sigo amando a mi maestro.
– No -dijo Negro-. Estabas furioso con él. Y la única manera de vengarte de esa furia que se iba acumulando en lo más profundo de ti era pintando para ese libro de mi Tío que imitaba a los de los francos.
– No conoces en absoluto a los ilustradores. Lo cierto es justo lo contrario. Las palizas que recibe de niño unen al ilustrador a su maestro con un profundo amor hasta el día de su muerte.
– El hecho de que a Ireç y a Siyavus les cortaran la garganta apoyándoles la espada desde atrás de manera traidora y cruel, como tú me estás haciendo ahora, se debe a la envidia entre hermanos. Y en el Libro de los reyes la envidia entre hermanos siempre la causa un padre injusto…
– Es verdad.
– Y el padre injusto que os ha hecho caer unos sobre otros ahora se prepara a traicionaros -dijo insolente-. ¡Ay! ¡Cuidado, me estás cortando! -gimió. El dolor le hizo gritar un poco más-. Sí, es cuestión de un momento el cortarme la garganta y derramar mí sangre como la de un cordero que se sacrifica. Pero si lo haces sin escuchar lo que voy a decirte, aunque de hecho no creo que vayas a hacerlo, ¡ay!, basta ya, te pasarás años dándole vueltas a lo que iba a contarte. Aparta un poco la espada -le obedecí-. El Maestro Osman, que desde que erais niños os ha vigilado cada vez que dabais un paso y cada vez que respirabais y que observaba feliz cómo esas capacidades vuestras regalo de Dios iban abriéndose como una flor en primavera gracias a sus cuidados hasta convertirse en auténtico talento, os está dando la espalda para proteger su taller y su estilo, a los que ha entregado su vida, como vosotros, por otro lado.
– Te conté tres parábolas el día que enterramos a Maese Donoso para que comprendieras lo feo que es eso que llaman estilo.
– Eran sobre el estilo de ilustradores particulares -respondió Negro con todo cuidado-. Lo que le preocupa al Maestro Osman es proteger el estilo del taller.
Me contó con todo detalle cómo el Sultán le había dado una enorme importancia a encontrar al miserable que había matado a Maese Donoso y a su Tío y cómo, con ese objeto, incluso les había abierto las puertas del Tesoro Privado y cómo el Maestro Osman estaba aprovechando la ocasión para sabotear el libro de su Tío y para castigar a aquellos que le habían traicionado comenzando a imitar a los maestros francos. Me dijo también que sospechaba de Aceituna por los ollares cortados del caballo y por su estilo, pero que iba a entregar a Cigüeña a los verdugos porque, como Gran Ilustrador, estaba seguro de su culpabilidad. Noté que decía la verdad bajo la presión de la espada y estuve a punto de darle un beso por su forma de entregarse a lo que contaba, como un niño. No me preocupó en absoluto lo que había escuchado: porque la desaparición de Cigüeña significaba que yo me convertiría en Gran Ilustrador a la muerte del Maestro Osman, que Dios le dé larga vida.