Se quedaron indecisos por un momento cuando vieron que de una de las bolsas salían mi ropa limpia, unos calcetines de lana, unos zaragüelles, unos calzones rojos, mi mejor chaleco, una camisa de seda, mi navaja de afeitar, un peine y otros objetos personales. De la otra pesada bolsa, que abrió Negro, surgieron cincuenta y tres monedas venecianas de oro, hojas de pan de oro que había ido robando en los últimos años del taller, el cuaderno de modelos que había ocultado a todo el mundo con más hojas de pan de oro robadas entre sus páginas, ilustraciones obscenas, parte de las cuales había hecho yo mismo mientras que el resto las había ido recolectando a izquierda y derecha, un anillo de ágata y un mechón de pelo blanco que me habían quedado como recuerdo de mi madre y mis mejores cálamos y pinceles.
– Si fuera un asesino, como creéis -les dije con un orgullo estúpido-, de mi tesoro secreto no habría salido todo esto, sino la última ilustración.
– ¿Y por qué ha salido esto? -me preguntó Cigüeña.
– Cuando los hombres del Comandante de la Guardia registraron mi casa, como registraron la tuya, se echaron al bolsillo con todo descaro dos de esas monedas que me he pasado la vida ahorrando. Pensé que volverían a registrarnos por culpa de ese miserable asesino, y tenía razón. Si tuviera esa última ilustración, estaría aquí.
Fue un error decir esa última frase, pero, no obstante, pude notar que se tranquilizaban y que ya no tendrían miedo a que les estrangulara en algún rincón oscuro del monasterio. ¿Me habéis creído vosotros también?
Ahora fue mi corazón el que se llenó de inquietud. Lo que me reconcomía no era tanto el hecho de que mis compañeros ilustradores, que me conocían desde que éramos niños, se enteraran de que llevaba tiempo ahorrando dinero de manera avarienta, ni de que robaba pan de oro y lo escondía, ni, todavía peor, que vieran mis pinturas obscenas y mi cuaderno de modelos. En realidad, de lo que me arrepentía era de haberles mostrado todo aquello a mis amigos ilustradores en un momento de pánico. Sólo el misterio de alguien que vive bastante a la buena de Dios puede ser expuesto con tanta facilidad.
– A pesar de todo -dijo Negro mucho después-, tenemos que decidir lo que vamos a contar cuando nos torturen si el Maestro Osman nos entrega con total indiferencia al Comandante de la Guardia sin avisar y sin señalar a ninguno de nosotros como culpable.
Podía sentir que sobre nosotros había caído una cierta incapacidad de pensar, una cierta depresión. Cigüeña y Mariposa observaban las pinturas obscenas de mi cuaderno a la pálida luz de la lámpara. Tenían el aspecto de que nada les importara; incluso parecían espantosamente contentos. Sentí un intenso deseo de ver la página que estaban mirando aunque podía suponer muy bien cuál era y me puse en pie, me planté tras ellos y observé excitado y en silencio, como si me acordara de nuevo de un recuerdo feliz que hubiera quedado muy atrás, la ilustración indecente que yo mismo había pintado. El hecho de que los cuatro observáramos juntos aquella pintura tranquilizaba profundamente mi corazón por algún extraño motivo.
– ¿Cómo pueden ser iguales el ciego y el que ve? -dijo Cigüeña después de largo rato. ¿Insinuaba que el placer de la vista que Dios nos había dado era sublime aunque lo que viéramos fuera una indecencia? Pero Cigüeña no entendía de esas cosas, nunca leía el Sagrado Corán. Yo sabía que esa aleya la recordaban a menudo los antiguos maestros de Herat. Los grandes maestros usaban aquella frase como respuesta a las amenazas de los enemigos de la pintura que afirmaban que nuestra religión la prohibía y que el Día del Juicio los ilustradores serían enviados al Infierno. Pero hasta ese momento mágico nunca había oído aquellas palabras que parecieron surgir por sí solas de la boca de Mariposa:
– ¡Me gustaría hacer una pintura que demostrara que el ciego y el que ve no son iguales!
– ¿Quién es el ciego y quién el que ve? -preguntó Negro inocentemente.
– El ciego y el que ve no pueden ser iguales, eso es lo que significa wa mâ yastawî-l'âmà wa-l bâsirûn -dijo Mariposa, y añadió:
No son iguales las tinieblas y la luz.
No son iguales sombra y el lugar ardiente,
ni son iguales los vivos y los muertos.
Por un instante sentí un estremecimiento pensando en la suerte que habían corrido Maese Donoso, el Tío y mi hermano el cuentista, asesinado esta noche. ¿Tenían los otros tanto miedo como yo? Durante un rato nadie se movió. Cigüeña sostenía en sus manos mi cuaderno todavía abierto pero era como si no viera la indecencia que yo había pintado a pesar de que aún la estábamos mirando.
– A mí me gustaría pintar el Día del Juicio -dijo Cigüeña-. La resurrección de los muertos y la separación de los justos de los malvados. Pero ¿por qué no podemos ilustrar nuestro Sagrado Corán?
Eso era lo que hacíamos cuando éramos jóvenes, cuando trabajábamos juntos en la misma habitación; a veces levantábamos la mirada de las mesas de trabajo y de los atriles, como hacían los maestros ancianos para descansar la vista, e iniciábamos una conversación sobre cualquier tema que se nos hubiera venido de repente a la cabeza. Y, justo como hacíamos ahora mirando el cuaderno abierto que teníamos delante, tampoco entonces nos mirábamos mientras hablábamos de aquellas cosas que de repente nos brotaban del corazón. Porque para descansar la vista volvíamos la mirada hacia la ventana que se abría al exterior. Fuera por haber recordado la belleza de los días felices en que era aprendiz, por los sinceros remordimientos que sentía en ese instante porque hacía mucho que no abría el Sagrado Corán para leerlo, o por el horror del asesinato del que había sido testigo aquella noche en el café, no lo sé, cuando me llegó a mí el turno de hablar tenía la mente confusa, mi corazón se había acelerado como si me enfrentara a un peligro y, como no se me venía otra cosa a la cabeza, dije sin pensar:
– A mí me gustaría ilustrar aquellas aleyas que hay al final de la azora de la Vaca y que vienen a decir lo siguiente, ¿os acordáis de ellas?: «Señor, no nos juzgues por lo que hemos olvidado ni por nuestros errores. Dios mío, no nos cargues con pesos que no podamos soportar, como a los que nos han precedido. ¡Perdónanos y absuélvenos de nuestras culpas y pecados! Compadécete de nosotros, Señor» -mi voz se quebró por un instante y me avergoncé de las lágrimas que me habían brotado de una manera totalmente inesperada. Quizá porque temía el sarcasmo que en nuestros años de aprendizaje siempre teníamos listo para protegernos y para no demostrar nuestra sensibilidad.
Creí que mis lágrimas se aplacarían rápidamente pero no pude contenerme y comencé a llorar a moco tendido. Mientras lloraba podía notar que se apoderaba de cada uno de los demás una sensación de fraternidad, de hundimiento y de destino compartido. A partir de ahora en el taller de Nuestro Sultán sólo se pintaría a la manera de los francos, las formas y los libros a los que habíamos entregado nuestras vidas se olvidarían poco a poco y, en el caso de que los erzurumíes no nos atraparan y nos dieran una buena paliza, los torturadores del Sultán nos dejarían lisiados… Pero mientras lloraba, de la misma forma que podía seguir escuchando el triste golpetear de la lluvia entre mis hipidos y mis suspiros, podía sentir con un rincón de mi mente que no era nada de aquello lo que me hacía llorar. ¿Hasta qué punto se daban cuenta los demás de aquello? Por un lado lloraba sinceramente y por otro sentía una vaga culpabilidad por no hacerlo del todo de veras.