Выбрать главу

Mariposa se me acercó, me puso la mano en el hombro, me acarició el pelo, me besó en la mejilla y me dijo palabras dulces. Aquella demostración de amistad me hizo llorar con aún mayor sinceridad y sentimiento de culpabilidad. No podía mirarlo a la cara pero, por algún extraño motivo, me dejé llevar por la errónea opinión de que él también estaba llorando. Nos sentamos juntos.

En aquel estado mental recordamos cómo habíamos sido entregados como aprendices al taller el mismo año, la extraña tristeza de ser apartados de nuestras madres y de comenzar de repente una vida nueva, el dolor de los golpes que habíamos empezado a llevarnos ya el primer día, la alegría de los primeros regalos del Tesorero Imperial y los días en que regresábamos a todo correr a nuestras casas. Al principio sólo hablaba él y yo le escuchaba triste, pero cuando luego se unieron a nuestra conversación primero Cigüeña y después Negro, que durante un tiempo había ido por el taller durante nuestros años iniciales de aprendizaje, olvidé que poco antes había estado llorando y yo también comencé a hablar riéndome como ellos.

Recordamos las mañanas de invierno en que los aprendices se levantaban temprano, encendían el hogar de la habitación más grande y fregaban el suelo con agua caliente. Recordamos a un viejo «maestro» ya fallecido, tan falto de inspiración y tan prudente que en todo un día sólo era capaz de pintar una hoja de un árbol y cómo nos reñía por centésima vez, sin pegarnos, cuando veía que en lugar de mirar aquella hoja estábamos atentos a las verdísimas hojas primaverales que se divisaban por la ventana abierta diciéndonos: «¡Mirad aquí, no allí!». Recordamos los sollozos, que se oían por todo el taller, del escuálido aprendiz que, hatillo en mano, se dirigía a la puerta cuando lo devolvieron a su casa porque había comenzado a bizquear a causa del exceso de trabajo. Luego revivimos ante nuestra mirada cómo contemplamos con enorme placer (porque no había sido culpa nuestra) cómo se extendía lentamente una mancha mortal de rojo de un tintero que se había roto sobre una página en la que habían trabajado tres ilustradores durante seis meses (y que representaba al ejército otomano alimentándose a orillas del arroyo Kinik en su camino hacia Sirvan tras evitar el peligro de morir de hambre gracias a la ocupación de Eres). Hablamos con delicadeza y respeto de la señora circasiana a la que los tres le habíamos hecho el amor y de la que los tres nos habíamos enamorado, la más bella de las esposas de un bajá ya en la setentena que, tras considerar sus conquistas, su poder y su riqueza, había querido decorar el techo de su casa como el del pabellón de caza de Nuestro Sultán. Hablamos con nostalgia de las mañanas de invierno y del placer de la sopa de lentejas tomada en el umbral de la puerta entreabierta para que su vapor no ablandara el papel. Y de la pena que nos producía alejarnos de nuestros amigos y maestros del taller cuando estos últimos nos obligaban a ir a algún lugar lejano a trabajar de ayudantes como parte de nuestro aprendizaje. Por un instante se me apareció ante los ojos Mariposa con dieciséis años, en su momento más dulce: el sol de un día de verano que entraba por la ventana abierta le daba en los brazos desnudos color miel mientras pulía papel manipulando a toda velocidad una concha. De repente se detenía un instante en mitad de aquel trabajo que estaba realizando absorto, acercaba la mirada a un defecto del papel, lo examinaba con cuidado y después de pasar el pulidor por aquel punto con un par de movimientos en distintas direcciones, volvía a la postura anterior y mientras la mano iba y venía arriba y abajo a toda velocidad, él miraba a lo lejos más allá de la ventana sumergido en sus sueños. Lo que nunca olvidaré, y es algo que yo haría luego a otros, fue que por un breve instante, antes de volver a mirar por la ventana, clavó sus ojos en los míos. Aquella mirada tenía un único significado que todos los aprendices conocían: si no sueñas, el tiempo no pasa.

58. Me llamarán Asesino

Os habíais olvidado de mí, ¿no? Ya que estoy aquí, no voy a ocultarme más de vosotros. Porque hablar con esta voz que va creciendo en mi interior se está convirtiendo en una necesidad insoportable para mí. A veces tengo que esforzarme terriblemente y, con todo, temo que se me note la fractura en mi voz. A veces me dejo ir y entonces brotan de mi boca palabras que denuncian mi otra personalidad y de las que quizás os hayáis dado cuenta. Me tiemblan las manos, la frente se me cubre de sudor y comprendo de inmediato que ésas son nuevas señales que me denuncian.

A pesar de todo, ¡qué feliz soy aquí! Sentado con mis hermanos ilustradores, consolándonos mutuamente y recordando nuestras memorias de veinticinco años no se me vienen a la cabeza las animosidades sino las bellezas y los placeres de la pintura. Hay algo en nosotros de mujeres de harén, sentados juntos compartiendo la sensación de que ha llegado el fin del mundo, acariciándonos con los ojos llenos de lágrimas y recordando los buenos días del pasado.

Esta comparación la he tomado de Ebu Said de Kirman, que ilustró las historias de los antiguos maestros de Shiraz y Herat y escribió una historia de los descendientes de Tamerlán. Hace ciento cincuenta años Cihan Sha, soberano de los Ovejas Negras, venció a los janes y shas de la dinastía de timurí, enemistados entre ellos, arrasando sus pequeños ejércitos y sus países, cruzó con sus victoriosas tropas de turcomanos todo el país de los persas y llegó al este, donde por fin derrotó en Estebarad a Ibrahim, nieto del sha Rum, hijo de Tamerlán, tomó Gurgan y condujo sus tropas hacia la fortaleza de Herat. Según el historiador de Kirman, aquel terrible golpe asestado no sólo al país de los persas, sino también al poder invencible de la casa de Tamerlán, que llevaba medio siglo gobernando sobre la mitad del mundo, desde la India a Bizancio, provocó tal sensación de hundimiento y desastre que la sitiada fortaleza de Herat se convirtió en un pandemonio. Ebu Said, que recuerda al lector con un extraño placer cómo Cihan Sha de los Ovejas Negras asesinaba sin piedad a todos los miembros de la casa de Tamerlán en las fortalezas que conquistaba, cómo seleccionaba mujeres de los harenes de príncipes y shas para añadirlas al suyo propio y cómo separaba a los ilustradores unos de otros para entregar despiadadamente a la mayoría de ellos como aprendices a sus propios maestros, en este punto de su historia se aparta del sha y sus soldados, que intentaban repeler al enemigo de los bastiones y se vuelve hacia los ilustradores, que entre las pinturas y pinceles del taller esperaban el terrible final del asedio, decidido hacía ya mucho, y escribe que todos aquellos ilustradores olvidados, cuyos nombres enumera y de los cuales afirma que eran conocidos en el mundo entero y que siempre serían recordados, eran incapaces de hacer otra cosa, como si fueran las mujeres del harén del sha, que no fuera llorar abrazados unos a otros recordando los bellos días pasados.

También nosotros, como entristecidas mujeres de harén, recordamos cómo antes el Sultán nos demostraba un cariño más sincero y nos regalaba caftanes de pieles y bolsas repletas de dinero después de aceptar las cajas talladas y multicolores, los espejos y platos, los huevos de avestruz decorados, los trabajos de papel recortado, las ilustraciones de una única hoja, los entretenidos álbumes, los naipes y los libros que le ofrecíamos en los días de fiesta. ¿Dónde estaban ahora los trabajadores y sufridos ilustradores de aquellos días, que se conformaban con tan poco? No se encerraban en sus casas con el temor envidioso a que los demás vieran lo que estaban haciendo o con la inquietud de que se supiera que realizaban trabajos para fuera de Palacio, sino que iban cada día al taller. ¿Dónde estaban aquellos ancianos ilustradores que consagraban su vida humildemente a pintar sutiles decoraciones en los muros de palacios, hojas de ciprés cuyas diferencias sólo habrías podido notar tras un largo examen o esas plantas de siete hojas de las estepas que servían para rellenar los espacios vacíos de las páginas? ¿Donde estaban aquellos maestros mediocres que aceptaban que era parte de la sabiduría y la justicia divinas el que Dios les hubiera dado a algunos capacidad y talento y a otros paciencia y resignación sin sentir jamás envidia por ello? Recordando aquellos ancianos maestros, alguno jorobado y siempre sonriente, otro soñador y borracho, otro esforzándose en meternos por los ojos aquella hija que no conseguía casar con nadie, intentábamos revivir en la memoria los detalles olvidados del taller en nuestra época de aprendices y en nuestros primeros años como maestros.