Aquel delineador con el ojo vago que cuando trazaba líneas con la regla apoyaba la lengua en la mejilla, si la línea iba a la derecha de la página, a la izquierda y si la línea iba a la izquierda, a la derecha. Había también un ilustrador pequeño y delgado que se reía de sí mismo con una risita chirriante y se decía «paciencia, paciencia» cuando se le corría la pintura. Había un maestro iluminador en la setentena que se pasaba horas de charla con los aprendices de encuadernador en el piso de abajo y que afirmaba que si se aplicaba pintura roja a la frente se detenía el envejecimiento. Había un maestro nervioso que cuando ya se había pintado todas las uñas para comprobar la consistencia de la pintura, detenía a algún aprendiz o a cualquier otro al azar para probarla con las suyas. Aquel ilustrador gordo que nos hacía reír cuando se atusaba la barba con la peluda pata de conejo que se utilizaba para recoger los restos de pan de oro de las iluminaciones. ¿Dónde estaban?
Los pulidores de madera convertidos en parte del cuerpo de los aprendices a fuerza de usarlos y luego tirados en cualquier lado, las largas tijeras de papel melladas porque los aprendices jugaban a las espadas con ellas, los tableros de trabajo de los grandes maestros con sus nombres grabados para que no se confundieran, el olor a almizcle de la tinta china, el tintineo de las cafeteras que se oía en el silencio, nuestra gata romana, con cuyas crías hacíamos cada verano todo tipo de pinceles con el pelo del interior de las orejas y de la frente, el grueso papel a capas de la India que nos entregaban en abundancia para que practicáramos como los calígrafos y mantenernos ocupados, el cortaplumas de mango de acero que se usaba para raspar los grandes errores y que sólo podía utilizarse pidiendo permiso al Gran Ilustrador para que sirviera de ejemplo al taller entero y las ceremonias en sí de dichos errores, ¿dónde estaban?
Comentamos que también era un error que Nuestro Sultán permitiera que los maestros ilustradores trabajaran en sus casas. Hablamos del delicioso aroma a dulce caliente que llegaba de las cocinas de Palacio después de trabajar con dolor de ojos a la luz de candiles y velas las tardes de los inviernos tempranos. Recordamos sonriendo con lágrimas en los ojos cómo el viejo y chocho maestro que padecía tales tembleques que no podía sostener pincel y papel nos traía buñuelos que su hija había frito para nosotros, los aprendices, en cada una de sus visitas mensuales al taller. Hablamos también de las maravillosas páginas del gran maestro Memi El Negro, el Gran Ilustrador anterior al Maestro Osman, que surgieron de entre los papeles del cartapacio que apareció debajo del catre que usaba para dormir la siesta el difunto maestro cuando días después de su entierro se registró su habitación.
Hablamos también de cuáles eran las páginas que nos enorgullecían y que nos gustaría sacar de vez en cuando para contemplarlas si tuviéramos copias de ellas como el Maestro Memi. Me describieron cómo el cielo sobre la ilustración de un palacio pintado para el Libro de los oficios, hecho con pintura dorada, producía entre las cúpulas, torres y cipreses un paisaje que daba la sensación del fin del mundo, no por el oro en sí, sino, como debe ser en una ilustración elegante, por sus tonos.
Me contaron cómo una ilustración de Nuestro Santo Profeta, en la que se mostraba su asombro y las cosquillas que le producían los ángeles al cogerle de las axilas para elevarlo a los cielos desde lo alto de un alminar, había sido pintada con colores tan serios que incluso los niños pequeños sentían un religioso temor al ver tan sagrada escena en un primer momento, pero luego se reían respetuosos como si ellos mismos fueran los que sentían las cosquillas. Yo les expliqué cómo en la pintura que ilustraba la supresión de los rebeldes que se habían echado al monte por parte del bajá nuestro anterior gran visir, yo había dispuesto las cabezas que había cortado a lo largo del margen de la página con delicadeza y respeto mostrando sobre los cuellos cortados pintados de rojo los ceños fruncidos ante la muerte, los labios tristes preguntándose por el sentido de la vida, las narices aspirando desesperadamente por última vez y los ojos cerrados a la vida, cómo había dibujado con placer y tan cuidadosamente como habría hecho un retratista franco cada una de ellas con un rostro distinto y no como si fueran vulgares cabezas de cadáveres, dándole así con ellas a la ilustración un ambiente misterioso de terror.
Así, como si se tratara de nuestros propios inolvidables e inalcanzables recuerdos, mencionábamos con nostalgia las más prodigiosas bellezas y los detalles más conmovedores de nuestras escenas de amor y de guerra preferidas. Ante nuestra mirada pasaron jardines solitarios y misteriosos donde se encontraban los amantes en las noches estrelladas, árboles en primavera, aves legendarias, tiempo detenido… Imaginamos sangrientas batallas, tan próximas y terribles como nuestras propias pesadillas, guerreros partidos en dos, caballos con las armaduras cubiertas de sangre, antiguos y hermosos hombres que se apuñalaban mutuamente, mujeres de boca pequeña, manos pequeñas, ojos almendrados y cabezas inclinadas que observaban lo que ocurría desde ventanas entreabiertas… Recordamos muchachos orgullosos y felices, apuestos shas y janes cuyos Estados y palacios hacía tanto que habían desaparecido. Como las mujeres que lloraban en los harenes de aquellos shas, éramos conscientes de que ya habíamos pasado de la vida al recuerdo, pero ¿habíamos pasado también como ellos de la historia a la leyenda? Para que la terrible sombra del temor al olvido, mucho más terrorífica que el miedo a la muerte, no nos arrastrara a la desesperación, nos preguntamos por nuestras escenas de muerte preferidas.
De inmediato recordamos la escena en que Dehhak mata a su padre tentado por el Diablo. Como en los tiempos de aquella leyenda, que se cuenta al principio del Libro de los reyes, el mundo acababa de ser creado, todo era tan simple que no hacía falta explicar nada. Querías leche, ordeñabas la cabra y te la tomabas; un caballo, montabas uno y te largabas; que se trataba del mal, se te aparecía el Diablo y te convencía de lo hermoso que sería matar a tu padre. El hecho de que Dehhak matara a su padre, el noble árabe Merdas, era hermoso precisamente tanto por no tener motivo como por haber sido pintado de noche en el jardín de un palacio maravilloso mientras estrellas de oro iluminaban vagamente los cipreses y las multicolores flores primaverales.
Luego recordamos cómo el legendario Rüstem había matado a su hijo Suhrab sin saber quién era tras tres días de lucha con los ejércitos enemigos que éste capitaneaba. Había algo que nos conmovía a todos en la manera en que Rüstem se golpeaba el pecho llorando cuando descubrió por el brazalete que años atrás le había entregado a su madre que aquel hombre al que había destrozado el pecho con su espada era su propio hijo Suhrab.
¿Qué era lo que nos conmovía?