En un primer momento no mostré ninguna porque sabía perfectamente que no podría enamorarme de él como Sirin. Después de que Negro hubiera regresado a su casa aquella tarde de verano, mientras intentábamos refrescarnos con jarabes de cereza enfriados con hielo que decían haber traído de la mismísima montaña de Uludag, le dije a mi padre que me había declarado su amor. Por aquel entonces Negro acababa de salir de la medersa. Trabajaba como profesor en los suburbios, y, más que por deseo propio porque mi padre le forzó a ello, intentaba obtener el mecenazgo del poderoso e influyente Naim Bajá. Pero según mi padre, Negro tenía la cabeza a pájaros. Mi padre, que se esforzaba en conseguir que Negro trabajara para Naim Bajá, por lo menos como secretario para empezar, y que se quejaba de que el mismo Negro no hacía nada para lograrlo, o sea, que se comportaba como un cretino, le dijo a mi madre aquella tarde refiriéndose a nosotros dos: «Así que tu sobrino el menesteroso tenía miras más altas -y añadió sin hacerle demasiado caso a mi madre-: Así que era más listo de lo que creíamos».
Recuerdo con tristeza todo lo que mi padre hizo en los días que siguieron, cómo me mantuve lejos de Negro y cómo él dejó de aparecer primero por casa y después por nuestro barrio, pero no quiero contároslo: para que no dejéis de estimarnos a padre y a mí. Creedme, no teníamos otra salida. El amor desesperado debe comprender que realmente es desesperado y el corazón rebelde aceptar que todo en el mundo tiene sus límites y en situaciones parecidas la gente sensata corta por lo sano con toda la razón diciendo muy educadamente: «No nos encontraron adecuados el uno para el otro. Así es como debía ser». Me permito recordar que mi madre insistió varias veces: «Por lo menos no le rompáis el corazón al muchacho». Negro, ese al que mi madre llamaba muchacho, tenía veinticuatro años y yo la mitad. Puede ser que mi padre no cumpliera adrede la petición de mi madre porque consideraba una insolencia la declaración de amor de Negro.
Cuando recibimos nuevas de que había abandonado Estambul, aunque no lo hubiéramos olvidado del todo, lo cierto es que ya lo habíamos arrancado completamente de nuestros corazones. Como durante años no tuvimos noticias suyas desde ninguna ciudad, pensé que lo más adecuado era guardar la pintura que había hecho y que me había enseñado como un recuerdo de nuestra niñez y un símbolo de nuestra amistad infantil. Para que ni primero mi padre ni luego mi marido el soldado encontraran la pintura y se molestaran o sintieran celos, cubrí magistralmente los nombres de Seküre y Negro como si se hubiera derramado la tinta china de mi padre y luego lo hubieran disimulado convirtiendo los goterones en flores. Teniendo en cuenta que hoy le he devuelto la pintura, aquellos de vosotros que intenten criticarme por haberme mostrado a él en la ventana quizá deberían avergonzarse un poco y pensárselo dos veces.
Tras aparecer repentinamente ante él después de doce años me quedé un rato allí, delante de la ventana, bajo los rayos rojos del sol vespertino y estuve contemplando admirada, hasta que sentí frío, cómo con aquella luz el jardín se envolvía primero en un color ligeramente rojizo que luego se convertía en anaranjado. No había la menor brisa. No me importaba lo más mínimo lo que podría haber dicho cualquiera, o mi padre, si me hubieran visto asomada a la ventana, o si hubieran visto que Negro volvía a pasar a caballo ante mí. Mesrure, una de las hijas de Ziver Bajá, con las que voy a los baños una vez por semana y con las que tanto me divierto, y que siempre habla de la forma más sorprendente y en el momento más inesperado, me dijo en cierta ocasión que ni siquiera una misma puede estar nunca exactamente segura de lo que piensa. Y yo creo lo siguiente: a veces digo algo y mientras lo estoy diciendo comprendo que es lo que pienso, pero justo cuando acabo de comprenderlo, ya estoy absolutamente convencida de lo contrario.
Lamenté tanto como la desaparición de mi marido la del infeliz Maese Donoso, uno de los ilustradores que mi padre recibía en casa, y a los que yo había espiado uno a uno, para qué voy a negároslo. Era el más feo y el más pobre de espíritu.
Cerré los postigos, salí de la habitación y bajé a la cocina.
– Madre, Sevket no te ha hecho caso -me dijo Orhan-. Cuando Negro sacó el caballo del establo, salió de la cocina y le ha espiado por el agujero.
– ¡Y qué! -respondió Sevket con la maja del mortero en la mano-. Madre también le ha espiado por el agujero del armario.
– Hayriye -dije-. Esta noche les fríes unos picatostes con poco aceite y se los das con mazapán y azúcar.
Aquello hizo que Orhan saltara de alegría aunque Sevket no abrió la boca. Pero mientras subía las escaleras los dos me alcanzaron dando gritos y haciendo ruido y cuando pasaban a mi lado empujándose alegres les dije, yo también lanzando una carcajada: «¡Despacio, despacio! ¡Malditos seáis!» y les di sendos puñetazos suaves en sus delicadas espaldas.
¡ Que bonito es estar en casa con los niños por la tarde! Mi padre se había entregado silenciosamente a su libro.
– Su invitado ya se ha ido -le dije-. Espero que no le haya aburrido.
– No, todo lo contrario, me ha entretenido. Ha sido tan respetuoso con su Tío como siempre.
– Bien.
– Pero también ha sido reservado y calculador.
Eso lo dijo más para acabar con la conversación con un tono despectivo hacia Negro que para medir mi reacción. Si se hubiera tratado de otro momento le habría proporcionado una buena respuesta con mi afilada lengua. En esa ocasión pensé en aquel hombre de quien suponía que seguiría avanzando en su caballo blanco y sentí un escalofrío.
No sé qué pasó luego, pero Orhan y yo nos encontramos abrazados en la habitación del armario. Sevket se nos acercó y por un momento se empujaron. Cuando ya creía que iban a empezar a pelearse nos vimos todos rodando por el diván. Les acaricié como si fueran perrillos, les besé la nuca y el pelo, me los apreté contra el pecho, sentí su peso en mis senos.
– Hummm. Os huele el pelo. Mañana iréis a los baños con Hayriye.
– Yo ya no quiero ir a los baños con Hayriye -me contestó Sevket.
– ¿Tanto has crecido?
– Madre, ¿por qué te has puesto esta camisa morada tan bonita?
Entré en mi cuarto, me quité la camisa morada y me puse la verde pálido que suelo llevar. Sentí frío mientras me vestía, me dio un escalofrío, pero noté que mi piel ardía como el fuego, que mi cuerpo vivía, latía. Tenía un poco de colorete en las mejillas que probablemente se me habría corrido con los empujones y los besos con los niños, pero me lo extendí bien con un poco de saliva y frotándome con la palma de la mano. ¿Sabéis?, mis parientes, las mujeres con las que me encuentro en los baños, cualquiera que me vea, dicen que no parezco una mujer ya bastante madura de veinticuatro años con dos niños, sino una jovencita de dieciséis. Quiero que les creáis, que les creáis de verdad, ¿comprendido? O no os contaré nada más.