Entonces Negro se dejó llevar por el pánico, como si fueran a arrebatarle el alfiler de turbante, como si nos hubiéramos puesto de acuerdo. Hubo un forcejeo. Lo único que podía hacer para apartar de mis ojos el alfiler en medio de la lucha era levantar la barbilla y echar la cabeza hacia atrás.
Luego todo pasó con tanta rapidez que en un primer momento ni siquiera comprendí lo que ocurría. Sentí un dolor agudo pero limitado en mi ojo derecho; la frente se me durmió por un instante. Luego todo volvió a la situación anterior, pero el terror se había apoderado de mi corazón. Habían alejado la lámpara pero pude ver perfectamente cómo él me clavaba el alfiler con decisión ahora en el ojo izquierdo. Acababa de arrebatarle el alfiler a Negro y ahora fue más cuidadoso y meticuloso. Cuando comprendí que me estaba clavando el alfiler, me quedé inmóvil pero sentí el mismo dolor ardiente. La sensación de que la frente se me había dormido pareció extendérseme por toda la cabeza y desapareció al salir el alfiler. Ahora miraban mis ojos y la punta del alfiler. Era como si no estuvieran seguros de lo que había ocurrido. Cuando comprendieron el hecho terrible del que había sido víctima dejaron de forcejear y se alivió el peso sobre mis brazos.
Comencé a gritar como si aullara. No por el dolor, sino por el horror de haber visto lo que me había ocurrido.
No sé cuánto tiempo estuve gritando. En un primer momento noté que mi aullido no sólo me tranquilizaba a mí, sino también a ellos. Mi voz nos acercaba.
Pero vi que según se prolongaban mis gritos comenzaban a ponerse nerviosos. Seguía sin dolerme en absoluto. Pero no se me iba de la cabeza cómo me habían clavado ese alfiler en los ojos.
Todavía no estaba ciego. Gracias a Dios aún podía ver cómo me contemplaban horrorizados y entristecidos y sus sombras moviéndose indecisas en el techo del monasterio. Aquello me alegró pero también me produjo una profunda inquietud.
– ¡Dejadme! -grité-. ¡Dejadme para que lo vea todo una última vez, por favor!
– Dinos de inmediato -me ordenó Negro- cómo fue tu encuentro con Maese Donoso aquella noche. Entonces te soltaremos.
– Volvía a casa desde el café y el pobre Maese Donoso apareció ante mí. Estaba preocupado y tenía muy mal aspecto. Al principio me dio pena. Dejadme ahora y luego os lo contaré. Se me está oscureciendo la vista.
– No se oscurece tan rápido -replicó Negro con descaro-. El Maestro Osman fue capaz de identificar con los ojos agujereados el caballo de los ollares cortados, créeme.
– El pobre Maese Donoso me dijo que quería hablar conmigo, que sólo confiaba en mí.
Pero ahora no era él quien me daba pena, sino yo mismo.
– Si hablas antes de que la sangre te forme costra en los ojos, cuando amanezca podrás ver el mundo por última vez hasta hartarte -dijo Negro-. Mira, está amainando la lluvia.
– Volvamos al café, le dije, pero enseguida me di cuenta de que no le gustaba aquello, de que le tenía miedo. Fue así como por primera vez comprendí que Maese Donoso había roto por completo con nosotros y se había alejado después de veinticinco años de pintar juntos desde los tiempos en que éramos aprendices. En los últimos ocho o nueve años, desde que se casó, lo veía por el taller pero ni siquiera sabía qué era lo que estaba haciendo… Me dijo que había visto la última ilustración. Y que allí había un enorme pecado. Algo con lo que ninguno de nosotros podría seguir adelante. Decía que sólo por eso todos arderíamos en el Infierno. Estaba aterrorizado, muerto de miedo; lo abrumaba esa sensación de hundimiento de quien ha cometido un horrible pecado sin darse cuenta.
– ¿Y cuál era ese pecado tan terrible?
– Cuando se lo pregunté abrió los ojos estupefacto como si le asombrara que no lo supiera. Fue entonces cuando pensé cuánto había envejecido nuestro compañero de aprendizaje, como nosotros. Me dijo que el pobre Tío había usado con todo descaro el estilo de la perspectiva en la última ilustración. En ella, como hacen los francos, las cosas estaban pintadas no según la importancia que tienen en la mente de Dios, sino tal y como las ven nuestros ojos. Aquello era un terrible pecado. El segundo pecado era pintar a Nuestro Sultán, el califa del Islam, del mismo tamaño que un perro. El tercero era haber hecho una imagen del Diablo del mismo tamaño y representarlo simpático. Pero la mayor blasfemia de todas, y era un resultado natural de ver la pintura como la entienden los francos, había sido pintar enorme la imagen de Nuestro Sultán y su cara con todos los detalles. Lo mismo que hacen los idólatras… O como los «retratos» que los cristianos, que son incapaces de librarse de las costumbres idólatras, pintan en las paredes de sus iglesias y ante los cuales se postran. Maese Donoso conocía a la perfección aquella palabra que había aprendido del Tío y creía, con toda razón, que el retrato era el mayor pecado y que con él se acabaría la pintura musulmana. Todo eso me lo contó mientras caminábamos por las calles porque no fuimos al café ya que allí, según él, se difamaba a su excelencia el señor predicador y se hacía burla de nuestra religión. De vez en cuando se detenía y con el aspecto de quien está pidiendo ayuda me preguntaba si todo aquello era cierto, si no había una salida, si arderíamos en el Infierno. Sufría crisis de arrepentimiento y se golpeaba el pecho, pero de repente noté que no le creía lo más mínimo. Era un impostor que fingía estar arrepentido.
– ¿Cómo te diste cuenta de eso?
– Conocía a Maese Donoso desde que éramos niños. Era un hombre correcto pero silencioso, opaco y descolorido. Como sus iluminaciones. Pero era como si el hombre que estaba conmigo fuera más estúpido, más ingenuo y más devoto pero superficial.
– Se pasaba el día con los erzurumíes -comentó Negro.
– Ningún musulmán se tortura de esa manera por haber cometido un pecado sin haberse dado cuenta -proseguí-. Un buen musulmán sabe que Dios es justo y razonable y que tiene en cuenta la intención de su siervo. Sólo los ignorantes sin seso creen que pueden ir al Infierno por haber comido carne de cerdo sin haberse dado cuenta. Pero un auténtico musulmán sabe también que el miedo del Infierno sirve para atemorizar a los demás y no sólo a él. Y eso era lo que estaba haciendo Maese Donoso; quería atemorizarme. Tu Tío le había enseñado que podía hacerlo, fue entonces cuando me di cuenta. Y ahora decidme con toda sinceridad, queridos hermanos ilustradores, ¿se me está coagulando la sangre en los ojos? ¿Está perdiendo el iris su color?
Trajeron las lámparas, me las acercaron a la cara y me observaron los ojos con el cuidado y la compasión de un médico.
– Están como si no hubiera pasado nada.
¿Sería lo último que vería en el mundo a aquellos tres clavando sus miradas en mis ojos? Sabía que no olvidaría aquellos momentos hasta el fin de mis días y continué hablando porque, a pesar de estar arrepentido, también sentía una cierta esperanza.
– Tu Tío le mostró a Maese Donoso que estaba haciendo algo prohibido. Tapando la última ilustración, descubriendo sólo un rincón distinto para cada uno de nosotros, obligándonos a pintar ahí, ocultando la ilustración entera… Le dio a la pintura un ambiente misterioso y de asunto secreto esparciendo el miedo al pecado. Fue él el primero en desatar aquellos recelos y aquel temor al pecado y no los erzurumíes, que en su vida han visto un libro ilustrado. En caso contrario, ¿qué es lo que tendría que temer un ilustrador de conciencia limpia?
– Un ilustrador de conciencia limpia ahora tiene mucho que temer -respondió Negro insolente-. Sí, es cierto que nadie habla mal de la ilustración, pero la pintura está prohibida por nuestra religión. Nadie critica las pinturas de los maestros persas ni los prodigios de los mayores maestros de Herat porque, al fin y al cabo, se ven como parte de la decoración de los márgenes y realzan la hermosura de la escritura y las maravillas de la caligrafía. De hecho, ¿cuánta gente ve nuestras ilustraciones? Pero si usamos las maneras de los francos, nuestro trabajo deja de ser sólo ilustración de algo, deja de ser algo sin valor para comenzar a ser pura y simplemente pintura. Eso que prohíbe el Sagrado Corán y que tan poco gustaba a Nuestro Profeta. Tanto Nuestro Sultán como mi Tío lo sabían perfectamente. Por eso mataron a mi Tío.