– Siempre hay algo que hacer y un lugar en el que refugiarse para los que quieren permanecer puros.
– Sí, quedarse ciego y escapar a países que no existen -intervino Cigüeña.
– ¿Por qué quieres permanecer puro? -me preguntó Negro-. Quédate con nosotros y únete a los demás.
– Se pasarán la vida imitando a los francos para tener un estilo personal. Y nunca tendrán un estilo personal porque estarán imitando a los francos.
– Es lo único que podemos hacer -respondió Negro deshonrosamente.
Por supuesto, su única felicidad no era la pintura, sino la bella Seküre. Saqué la punta sanguinolenta de la daga de la sangrante nariz de Negro y la alcé sobre su cabeza, como un verdugo que se prepara a decapitarle con su espada.
– Si quisiera, ahora mismo te cortaría la cabeza -dije proclamando lo evidente-. Pero también puedo perdonarte por los hijos y la felicidad de Seküre. Pórtate bien con ella, no como un animal ignorante. ¡Prométemelo!
– Te lo prometo.
– Te doy a Seküre por esposa.
Pero mi brazo hizo exactamente lo contrario de lo que salía de mis labios. Dejé caer la daga con todas mis fuerzas sobre Negro.
En el último momento, tanto porque él se movió como porque yo desvié la dirección del golpe, la daga no le dio en el cuello sino en el hombro. Miré con horror lo que mi brazo había hecho por sí solo. Cuando saqué la daga, el lugar donde se había clavado en la carne se cubrió con un rojo purísimo. Mi acción me dio miedo y me avergonzó. Pero sabía que si dentro de poco me quedaba ciego en el barco, navegando quizás por los mares de Arabia, no tendría conmigo a ninguno de mis compañeros ilustradores para vengarme.
Cigüeña, que temía en buena lógica que le hubiera llegado a él el turno, huyó hacia adentro, hacia las habitaciones oscuras. Acompañado por mi sombra corrí tras él con la lámpara en la mano, pero tuve miedo y di media vuelta. Lo último que hice fue darle un beso a Mariposa y despedirme de él. No lo pude besar tan de corazón como me habría gustado porque el olor a sangre se había interpuesto entre nosotros. Vi que se le saltaban las lágrimas.
Salí del monasterio en medio de un silencio mortal sólo interrumpido por los gemidos de Negro. Me alejé corriendo del húmedo y fangoso jardín y del oscuro barrio. El barco que me llevaría al taller de Ekber Jan soltaría amarras después de la oración del amanecer y a esa hora saldría desde el muelle de Kadirga la última barca que llevaba a él.
Mientras cruzaba Aksaray silencioso como un ladrón, vi que en el horizonte aparecía imprecisa la naciente luz del día. Frente a la primera fuente de barrio que me salió al paso, situada entre callejuelas, estrechos pasajes y muros, estaba la casa de piedra en la que había pasado la noche del día en que vine por primera vez a Estambul hace veinticinco años. Allí, por el hueco de la puerta abierta del patio, vi el pozo al que había querido tirarme a medianoche con el sentimiento de culpabilidad de los once años cuando me oriné dormido en la cama que había dispuesto para mí el pariente lejano que me había alojado tan generosamente y con tanta bondad hacía veinticinco años. Hasta llegar a Beyazit me saludaron respetuosamente, a mí y a mis lágrimas, la relojería a la que tantas veces había ido para que repararan los engranajes rotos de mi reloj, la tienda de botellas en la que compraba los candiles lisos de cristal de roca y las copas para jarabe que decoraba para vender bajo mano a los elegantes y las botellas de cristal en las que pintaba flores, así como los baños a los que en cierta época tanto iba porque eran baratos y nunca había nadie.
Tampoco había nadie por donde estaba el café destruido y quemado ni en la casa de Seküre, a la que deseaba felicidad de todo corazón junto a su nuevo esposo, aunque quizá estuviera muriéndose en ese preciso instante. Todos los perros de Estambul, los árboles oscuros, las ventanas ciegas, los laboriosos e infelices madrugadores que corrían a la oración del amanecer y los fantasmas, que en los días posteriores a que me manchara las manos de sangre siempre me habían observado con hostilidad mientras caminaba por las calles, ahora me miraban amistosos una vez que había confesado mis crímenes y que había decidido abandonar la ciudad de mi vida.
Contemplé el Cuerno de Oro desde una colina después de pasar la mezquita de Beyazit: el horizonte se iba iluminando pero el agua aún estaba oscura. Dos barcas de pesca, los barcos de carga con las velas recogidas y una galera olvidada se balanceaban despacio con olas invisibles y me decían: «No te vayas, no te vayas». ¿Me brotaban lágrimas de los ojos por el alfiler que me habían clavado? Me dije, ¡sueña con la vida maravillosa que vas a vivir en la India con los prodigios fruto de tu talento!
Me aparté del camino, crucé a todo correr dos jardines llenos de barro y me refugié junto a una casa de piedra rodeada de plantas. Era la casa a la que en mis años de aprendiz iba cada martes para recoger en la puerta al Maestro Osman y para llevarle al taller, dos pasos por detrás de él, la bolsa, el cartapacio, la caja de cálamos y el tablero de escritura. Nada había cambiado allí, pero los plátanos del jardín y de la calle habían crecido de tal manera que una sensación de suntuosidad, poder y riqueza que recordaba a los tiempos del sultán Solimán se había apoderado de la casa y la calle.
Como el camino que bajaba al puerto estaba cerca, hice caso a las tentaciones del Diablo y me dejé arrastrar por el deseo de ver por última vez los arcos del edificio del taller de ilustradores en el que había pasado veinticinco años de mi vida. Así pues, seguí el camino que cuando era aprendiz recorría cada martes caminando detrás del Maestro Osman, pasé por la calle de los Arqueros, cuyos tilos olían embriagadoramente en primavera, ante el horno en el que mi maestro compraba pasteles de carne, por la cuesta en la que se alineaban los pordioseros a los pies de los membrillos y los castaños, ante las rejas cerradas del mercado nuevo, ante la barbería cuyo dueño saludaba cada mañana a mi maestro, junto al bosque en el que cada verano los saltimbanquis montaban sus tiendas y hacían sus funciones, bajo apestosas habitaciones para solteros y acueductos bizantinos que olían a moho, junto al palacio de Ibrahim Bajá, la columna serpentina que había pintado cientos de veces y el plátano que siempre pintábamos de una manera distinta y salí al Hipódromo pasando bajo castaños y moreras en los que piaban los gorriones y graznaban las urracas que se refugiaban en ellos por las mañanas.
La pesada puerta del taller estaba cerrada. No había nadie ni en ella ni en el pasaje abovedado de arriba. Sólo pude mirar por un instante, y lleno de inquietud, los postigos cerrados de la minúscula ventana por la que contemplábamos los árboles cuando estábamos a punto de reventar de aburrimiento en nuestros años de aprendices, cuando en ese momento alguien me detuvo.
Tenía una voz chirriante y chillona que hería los oídos. Decía que la daga sanguinolenta con la empuñadura de rubíes que tenía en la mano le pertenecía y que su sobrino Sevket y su madre habían conspirado para robársela de su casa. Aquello era una prueba de que yo era uno de los hombres de Negro que habían asaltado esa noche su casa y habían secuestrado a Seküre. Aquel tipo airado, sabelotodo y de voz chillona también sabía que Negro y sus compañeros ilustradores regresarían al taller. Tenía una larga espada que brillaba con extraño rojo, muchas cuentas que por alguna extraña razón había decidido ajustar conmigo y otras tantas historias que contar. Iba a decirle que se trataba de un malentendido pero vi la increíble rabia de su rostro. También vi en su rostro que se disponía a cargar para matarme con todo su odio. Me habría gustado decirle «Por Dios, detente».