En la primera pintura que me mostraron, Nuestro Sultán, Escudo del Mundo, sentado en el balcón del difunto Ibrahim Bajá, contemplaba con una mirada tolerante las festividades que se desarrollaban abajo, en el Hipódromo. Su rostro, aunque no tan detallado como para poder distinguirlo de los demás, había sido dibujado adecuadamente y con respeto. A la derecha de la doble página a cuya izquierda se encontraba Nuestro Sultán, se veía a los visires y a los embajadores persas, tártaros, francos y venecianos en ventanas y arcos. Todos tenían los ojos, dibujados aprisa y descuidadamente de manera que no enfocaran el objeto de sus miradas puesto que no eran el Sultán, fijos en el movimiento de la plaza. Luego vi que en otras pinturas se repetía la misma colocación y composición aunque la decoración de los muros, los árboles y las tejas variaran en diseño y color. Cuando los calígrafos terminaran de escribir el texto, se terminara con las ilustraciones y se encuadernara el libro, el lector, al pasar las páginas, vería en el Hipódromo un movimiento distinto en diferentes colores bajo la misma mirada atenta del Sultán y sus invitados, siempre en la misma postura.
Yo también lo vi: hombres peleándose por conseguir alguno de los cientos de cuencos de arroz que habían dejado allí, en el Hipódromo, y a otros asustados por los conejos y pájaros que habían surgido del interior del buey asado que se disponían a devorar. Vi al gremio de maestros artesanos del cobre montados en un carro pasando ante el Sultán golpeando el metal en un yunque cuadrado colocado sobre el pecho desnudo de uno de ellos, que yacía en el suelo del carro sin que sus martillos le golpearan. Vi vidrieros que pasaban ante Nuestro Sultán en su carro mientras decoraban el cristal con claveles y cipreses, a confiteros que llevaban camellos cargados con sacos de azúcar y loros de azúcar en sus jaulas y que recitaban dulces poesías al desfilar y ancianos cerrajeros que exponían en su carro todo tipo de cerraduras, pestillos, cerrojos y fallebas y que se quejaban de las desdichas de los nuevos tiempos y de las nuevas puertas. Tanto Mariposa como Cigüeña como Aceituna habían sido parte de los maestros que pintaron la página en la que se mostraba a los prestidigitadores: uno de ellos llevaba un huevo sobre un palo sin que se le cayera, como si lo llevara sobre una losa de mármol, al son de una pandereta que tocaba otro. En una pintura vi tal cual cómo el Gran Almirante Kiliç Ali Bajá había ordenado que los infieles que había capturado y hecho prisioneros en los mares construyeran una «montaña de los infieles», los había montado a todos en un carro y, justo cuando pasaban ante el Sultán, había hecho estallar la pólvora que había en el interior de la montaña para demostrar cómo sus cañones habían provocado lágrimas amargas en el país de los infieles. Vi cómo carniceros lampiños de cara de mujer vestidos con ropas a rayas rosa y berenjena sonreían a los rosados corderos desollados que llevaban colgando de los ganchos que sostenían en la mano. Los espectadores habían aplaudido a los domadores de leones que habían llevado un león encadenado ante el Sultán y lo habían enfurecido burlándose de él hasta que los ojos se le inyectaron en sangre y en la página siguiente, el león, que simbolizaba el Islam, perseguía a un cerdo pintado en gris y rosa que simbolizaba al cerdo infiel. Después de mirar largamente la pintura que mostraba a un barbero colgando cabeza abajo del techo de la barbería que había montado en el carro que pasaba ante el Sultán afeitando a su cliente mientras su aprendiz, vestido de rojo, esperaba una propina mientras sostenía un espejo y una jabonera de plata con jabón perfumado, pregunté quién era aquel magnífico ilustrador.
– Lo importante es que la pintura, con su belleza, remita a la riqueza de la vida humana y al amor, al respeto a los colores del mundo creado por Dios, a la meditación y a la piedad. La identidad del ilustrador no es importante.
¿Se comportaba de manera tan prudente Nuri el ilustrador, mucho más astuto de lo que había supuesto, porque había entendido que mi Tío me había enviado para investigar o simplemente repetía las palabras del Gran Ilustrador el Maestro Osman?
– ¿Todos estos dorados los hizo Maese Donoso? -le pregunté-. ¿Quién se encarga de los dorados ahora en su lugar?
Por el hueco de la puerta abierta que daba al patio interior comenzaron a llegar gritos y lamentos de niños. Abajo, uno de los jefes de sección debía de estar dándoles en la planta de los pies a algunos aprendices a los que hubieran atrapado con polvo de tinta roja en los bolsillos o una hoja de pan de oro disimulada en un papel, muy probablemente a aquellos dos que poco antes esperaban temblando de frío. Los ilustradores más jóvenes, que no dejaban escapar una ocasión para burlarse del prójimo, corrieron a la puerta para contemplar la escena.
– Si Dios quiere, antes de que los aprendices acaben de pintar de rosa el suelo de la plaza en esta pintura, tal y como ha ordenado nuestro Maestro Osman -me contestó precavidamente Nuri Efendi-, nuestro hermano Maese Donoso habrá regresado del lugar al que ha ido y terminará el dorado de estas dos páginas. Nuestro Maestro Osman le había pedido a Maese Donoso que cada vez pintara de un color diferente el suelo de tierra del Hipódromo. Rosa como la flor, verde de la India, amarillo azafrán o verde amarillento. Cualquiera que mire la primera pintura comprende que eso es una plaza y tiene que ser del color de la tierra, pero en la segunda o en la tercera pinturas pide otros colores que le alegren la vista. La iluminación se hace precisamente para alegrar la página.
En un rincón vimos una hoja de papel ilustrada que algún asistente había dejado allí. Trabajaba en una pintura de una sola página que mostraba a la flota partiendo a la guerra para algún Libro de las victorias, pero estaba claro que al oír los chillidos de sus compañeros, a los que les estaban destrozando a palos las plantas de los pies, había salido corriendo a mirar. La flota, que había dibujado con barcos todos iguales siguiendo un modelo, ni siquiera parecía flotar en el mar, pero aquella ausencia de naturalidad, aquella falta de viento en las velas, no provenía del modelo, sino de la falta de habilidad del joven ilustrador. Vi con tristeza que el modelo había sido arrancado salvajemente de un libro antiguo que no pude identificar, quizá un álbum. Estaba claro que al Maestro Osman nada le importaba mucho ya.
Cuando le llegó el turno a su propia mesa, Nuri Efendi me dijo orgulloso que acababa de terminar la iluminación del sello de un decreto imperial en el que había estado trabajando desde hacía tres semanas. El sello había sido dibujado en un papel en blanco para que no se supiera a quién iba a ser enviado ni con qué intención. Observé respetuosamente la iluminación. Sabía que en el este muchos bajas de mal carácter habían abandonado la idea de rebelarse al ver aquella belleza tan noble y llena de fuerza del sello del Sultán.
Luego vimos las últimas maravillas terminadas por el calígrafo Cemal, pero pasamos rápidamente por ellas para no darles la razón a aquellos enemigos del color y las ilustraciones que dicen que el auténtico arte es la caligrafía y que la pintura es sólo una excusa para que resalte.
El pautador Nasir estaba estropeando en lugar de repararla una pintura de un Cinco poemas de Nizami de la época de los hijos de Tamerlán en la que se mostraba cómo Hüsrev veía desnuda a Sirin mientras ella se bañaba.
Un anciano maestro de noventa y dos años, medio ciego y que no tenía otra historia que contar sino que hacía sesenta años había besado en Tabriz la mano del Maestro Behzat y que el legendario maestro estaba ciego y borracho por aquel entonces, nos mostró con sus propias manos temblorosas la decoración del estuche que estaba preparando como regalo de las fiestas para Nuestro Sultán en cuanto lo terminara tres meses más tarde.