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En uno de los países de Oriente había un anciano sultán, feliz y amante de las ilustraciones, que vivía muy contento con su nueva esposa, una china bella entre las bellas. Pero de repente los corazones del apuesto hijo del sultán con una esposa anterior y de su nueva y joven mujer se prendaron el uno del otro. El hijo, horrorizado por lo que suponía de traición a su padre, se avergonzó de aquel amor prohibido, se encerró en el taller y se entregó a la pintura. Cada una de sus pinturas era tan hermosa, porque representaban el amor con toda su fuerza y su amargura, que los que las veían no podían diferenciarlas de las de los maestros de antaño y el sultán se sentía muy orgulloso de su hijo. En cuanto a su joven mujer china, miraba las pinturas y decía: «Sí, son muy hermosas. Pero pasarán años y, si no las firma, nadie sabrá que fue él quien produjo tanta belleza». «Pero si mi hijo firma las pinturas -respondía; sultán-, ¿no se estará atribuyendo injustamente el mérito de los maestros antiguos que imita en sus pinturas? Además, si las firma, ¿no estará diciendo que su pintura expresa sus propias imperfecciones?». La esposa china, viendo que no podría convencer a su anciano marido, consiguió por fin que fuera su joven hijo, encerrado en el taller, quien escuchara aquellos argumentos sobre la firma. Y el joven, humillado porque se veía obligado a enterrar su amor en lo más profundo de su corazón, obedeció aquella sugerencia que le había dado su joven y hermosa madrastra e, incitado y engañado por el Diablo, estampó su firma en un rincón de la pintura, entre las plantas y el muro, en un lugar donde creyó que nadie la vería. La primera pintura que firmó era una escena de Hüsrev y Sirin. Ya sabéis: después de que Hüsrev y Sirin se casen, Siruye, el hijo de Hüsrev de su primer matrimonio, se enamora de Sirin y una noche se mete por la ventana y le clava a su padre, que duerme junto a Sirin, un puñal en el hígado. Bien, el anciano sultán, al mirar aquella escena que había pintado su hijo, de repente notó que en ella había un defecto; había visto la firma, pero, como le ocurriría a la mayoría de nosotros, no se dio cuenta de que la había visto y la pintura simplemente le dio la impresión de ser imperfecta. Como eso era algo que no les habría ocurrido a los maestros antiguos, el sultán se preocupó. Porque aquello significaba que el volumen que estaba leyendo no contaba un cuento ni una leyenda, sino lo menos adecuado para un libro: una realidad. Al notarlo, el anciano sintió miedo. Y en ese mismo momento, su hijo el ilustrador, tal y como ocurría en la pintura que había hecho, entró por la ventana y le clavó en el pecho a su padre un puñal tan grande como el de la pintura sin atreverse a mirar sus ojos dilatados por el terror.
Yim
En su Historia, Rasidüddini Kazvini escribe complacido que hace doscientos cincuenta años las artes más estimadas y reverenciadas en Kazvin eran la ornamentación de libros, la caligrafía y la ilustración. El sha que por entonces ocupaba el trono de Kazvin, que gobernaba sobre multitud de países, desde Bizancio hasta China (y quizá su amor a las ilustraciones fuera el secreto de su fuerza), por desgracia no tenía hijos varones. Para que los países que había conquistado no se dividieran tras su muerte, decidió encontrar como marido para su bonita hija a un ilustrador inteligente, para lo cual organizó un concurso entre tres grandes maestros de sus talleres, los tres solteros. Según la Historia de Rasidüddini el concurso tenía un tema muy sencillo: ¡ver quién hacía la pintura más hermosa! Como, al igual que Rasidüddini, los tres jóvenes ilustradores sabían que aquello significaba pintar como los maestros antiguos, cada uno de ellos recreó una escena de las que más gustaban: una joven hermosa con la mirada en el suelo, ahogada por penas de amor, en un jardín paradisíaco entre cedros y cipreses, tímidos conejos e inquietas golondrinas. Uno de los ilustradores, que quería distinguirse de los otros, aunque sin saberlo los tres habían pintado la misma escena exactamente igual que los maestros antiguos, ocultó su firma en el lugar más recóndito del jardín, entre unos narcisos, con la intención de hacer suya la belleza de la pintura. Pero a causa de aquella insolencia, que tanto le alejaba de la humildad de los maestros de antaño, fue desterrado de Kazvin a China. Así pues, se convocó otro concurso entre los dos restantes. En esta ocasión ambos pintaron a una bella joven montada a caballo en un jardín maravilloso, una escena tan hermosa como una poesía. Uno de ellos, bien porque se le desviara el pincel o bien a propósito, es imposible saberlo, pintó de manera un tanto extraña la nariz del caballo blanco de aquella joven de ojos rasgados y pómulos salientes como las chinas; aquello fue considerado de inmediato como un defecto tanto por el padre como por la hija. Cieno, el ilustrador no había firmado su pintura, pero había introducido en aquella prodigiosa escena una imperfección magistral en la nariz del caballo de manera que se notara. «La imperfección es la madre del estilo», dijo el sha y desterró al artista a Bizancio. Pero según la gruesa Historia de Rasidüddini Kazvini mientras se realizaban los preparativos de la boda entre la hija del sha y el hábil ilustrador, que pintaba sin ninguna firma y sin ninguna imperfección, exactamente igual que los maestros antiguos, ocurrió algo más: un día antes de la boda, la hija del sha se pasó el día mirando melancólicamente la pintura que había hecho aquel que al día siguiente sería su marido. Por la tarde, cuando caía la oscuridad subió a ver a su padre: «Los maestros antiguos siempre pintaban a las jóvenes hermosas de sus prodigiosas obras como si fueran chinas y ésa es una norma inalterable que nos vino de Oriente, es cierto -le dijo-. Pero cuando amaban a alguien siempre ponían algo de su amada, cualquier huella, en las cejas, en los ojos, en los labios, en el pelo, en la sonrisa o incluso en las pestañas de la bella que pintaban. Esa imperfección secreta que introducían en su pintura se convertía en una señal de amor que sólo los propios amantes podían reconocer. He estado todo el día observando la pintura de la hermosa joven montada a caballo, padre mío, ¡y no tiene el menor rastro de mí! Este ilustrador quizá sea un gran maestro, y joven y guapo, pero no me ama». Y así el sha anuló de inmediato la boda y padre e hija vivieron juntos hasta el final de sus vidas.