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Yim

Entre los ilustradores de Estambul se cuenta la historia de Mehmet el Largo, conocido como Mohammed el Jorasaní en el país de los persas, sobre todo como ejemplo de una vida larga y de ceguera, pero en realidad es una parábola sobre la pintura y el tiempo. Lo que distinguía a este maestro, que, si tenemos en cuenta que comenzó a trabajar de aprendiz a los nueve años, pintó durante más o menos ciento diez sin quedarse ciego, era que no se destacaba en nada. Pero no intento hacer un juego de palabras, sino que expreso un elogio absolutamente sincero. Todo lo pintaba siguiendo el estilo de los antiguos maestros, como hacía todo el mundo pero todavía más, y por eso era el más grande. Su modestia y su completa devoción a la pintura, que consideraba un servicio a Dios, le mantuvieron apartado de las disputas internas en todos los talleres en los que trabajó e incluso de la ambición de convertirse en gran ilustrador a pesar de que tenía la edad adecuada. A lo largo de sus ciento diez años de vida profesional pintó pacientemente todo tipo de detalles de los que quedan arrinconados a un lado, las hierbas que se dibujan para rellenar las esquinas de la página, miles de hojas de árbol, curvas de nubes, crines de caballos que había que perfilar una a una, muros de ladrillo, innumerables decoraciones de paredes que se repetían una vez y otra y cientos de miles de rostros de delicado mentón y ojos rasgados, todos exactamente iguales. Era muy feliz y muy silencioso. Nunca intentó sobresalir ni reclamar un estilo o una personalidad. En cualquier taller de cualquier príncipe o monarca que trabajara veía un hogar y él mismo se consideraba un mueble de ese hogar. Y cuando los janes y los shas se estrangulaban los unos a los otros y los ilustradores iban de una ciudad a otra al servicio de su nuevo señor como las mujeres del harén, el estilo del nuevo taller de pintura aparecía primero en las hojas, en la hierba, en las curvas de las rocas que pintaba y en los meandros ocultos de su paciencia. Al llegar a los ochenta años la gente olvidó que era mortal y comenzó a creer que vivía en las leyendas que ilustraba. Quizá por eso algunos afirmaban que existía fuera del tiempo y que nunca envejecería ni moriría. Y había quienes atribuían al milagro de que para él el tiempo se hubiera detenido el hecho de que no se hubiese quedado ciego aunque se había pasado la mayor parte de su vida sin patria ni hogar, en cuartos de talleres de pintura, durmiendo en tiendas y con la mirada fija en el papel. Otros decían que en realidad sí estaba ciego pero que ya no tenía necesidad de ver para dibujar puesto que lo hacía de memoria. Cuando, con ciento diecinueve años, aquel maestro legendario que nunca se había casado ni hecho el amor encontró en los talleres del sha Tahmasp el modelo en carne y hueso de los apuestos jóvenes de ojos rasgados, barbilla puntiaguda y rostro de luna que llevaba dibujando cien años en la persona de un aprendiz de dieciséis, mestizo de chino y croata, muy comprensiblemente se enamoró de inmediato de él y se dedicó, como habría hecho un auténtico enamorado, a las luchas por el poder y a los enredos de los ilustradores y se entregó a la mentira, al engaño y a las artimañas. Aunque el esfuerzo por alcanzar las pretensiones de las modas, algo que había logrado evitar durante cien años, revigorizara en un principio al maestro del Jorasán, también le apartó de su antigua y legendaria eternidad. Una tarde en que estaba absorto contemplando al hermoso aprendiz por una ventana abierta, se resfrió con el frío de Tabriz, al día siguiente se quedó ciego estornudando y dos días después se cayó por las altas escaleras de piedra del taller y se mató.

– Había oído el nombre de Mehmet el Largo el Jorasaní, pero no sabía esta historia -dijo Negro.

Muy delicadamente había hecho aquel comentario para indicar que había comprendido que la historia había terminado y que su mente estaba ocupada con lo que acababa de contarle. Guardé silencio un rato para que me observara a placer. Porque, como me hacía sentir incómodo el que mis manos estuvieran quietas, en cuanto empecé a contarle la segunda historia seguí pintando allí donde me había interrumpido cuando llamó a la puerta. Mi apuesto aprendiz Mahmut, que se sentaba siempre a mis pies y mezclaba las pinturas, afilaba los cálamos y, a veces, borraba mis errores, permanecía a mi lado contemplándome y escuchándome en silencio. Del interior de la casa nos llegaban los ruidos de mi mujer.

– ¡Ah! -dijo Negro-. El sultán se ha puesto en pie.

Mientras observaba admirado la pintura me comporté como si el motivo de su admiración no tuviera la menor importancia, pero a vosotros os lo voy a confesar abiertamente: en cada una de las doscientas pinturas en las que se describen los cincuenta y dos días de las ceremonias de la circuncisión del Libro de las festividades que estábamos haciendo, nuestro Exaltado Sultán aparece sentado observando el desfile de artesanos, gremios, plebe, soldados y bandoleros que pasan a los pies de su balcón. Sólo en aquella pintura que estaba haciendo lo había dibujado de pie, arrojando dinero de unas bolsas repletas de florines a la multitud de la plaza. Lo había hecho para poder pintar el asombro y la excitación de aquellas multitudes que se acogotaban, se daban puñetazos y se pateaban mientras elevaban sus culos al cielo para recoger las monedas esparcidas por el suelo.

– Si el amor es el tema de una escena, debe ser pintada con amor -dije-. Y si es el dolor, el dolor debe fluir de la pintura. Pero este dolor no debe estar en los personajes ni en sus lágrimas, sino que debe surgir de la armonía interna de la ilustración, que en un primer momento no se ve pero se siente. Yo nunca he dibujado la sorpresa, como cientos de maestros ilustradores llevan siglos haciendo, con alguien que se lleva el índice al círculo de la boca, sino que he hecho que de toda la pintura emanara sorpresa. Y eso es lo que ocurre al poner de pie a nuestro soberano.

No paraba de darle vueltas a cómo miraba mis cosas y mis instrumentos de pintura, de hecho toda mi vida, buscando una pista, y de repente vi mi propia casa a través de su mirada.

Ya conocéis esas pinturas de palacios, baños y fortalezas que se hicieron durante una época en Tabriz y en Shiraz; para que vaya paralela a la atención de Dios, que todo lo ve y lo entiende, el ilustrador parecía cortar por la mitad con una enorme y milagrosa cuchilla el palacio que pintaba y dibujaba todo lo que contenía: ollas y pucheros, vasos, decoraciones de pared imposibles de ver desde el exterior, cortinas, el loro en su jaula y, en el lugar más recóndito, los cojines en los que se recostaba la más bella entre las bellas, cuya cara jamás había visto el sol. Negro, como el lector aficionado que contempla admirado esa pintura, observaba mis obras, mis papeles, mis libros, a mi hermoso aprendiz, el Libro de las vestiduras que había hecho para los viajeros francos y mis álbumes, las escenas de coitos y las páginas indecentes que había bosquejado a toda prisa y en secreto para un bajá, mis tinteros multicolores de cristal, bronce y arcilla, mis cortaplumas de marfil, mis cálamos con mango de oro y la mirada de mi apuesto aprendiz.