Su mirada, la misma mirada de inocencia que yo había visto en su rostro durante nuestra lejana infancia, estaba absorta en los caballos que había dibujado.
– Nos lo encargan y nosotros intentamos pintar el caballo más misterioso y más inigualable, tal y como hacían los viejos maestros. Y eso es todo. Es injusto que pretendan hacernos responsables de lo que nos encargan.
– No estoy seguro de que eso sea del todo cierto -me respondió-. Nosotros también tenemos nuestras responsabilidades y nuestra propia voluntad. No temo a nadie sino a Dios.
Y Él nos ha dado la razón para que distingamos lo bueno de lo
malo.
Una respuesta muy adecuada.
– Dios todo lo sabe y lo ve… -le dije en árabe-.
Y comprenderá que tú y yo, que nosotros hemos hecho este
trabajo sin saber lo que hacíamos. ¿A quién vas a denunciar al
señor Tío? ¿O es que no te supones que detrás de todo este
asunto está la voluntad de Nuestro Señor el Sultán?
Guardó silencio.
Pensé: ¿De veras tenía tan poco seso o es que había perdido su sangre fría y decía tonterías debido a un sincero temor de Dios?
Nos detuvimos junto al pozo. Por un momento me pareció ver sus ojos en la oscuridad y comprendí que tenía miedo. Me dio pena. Pero la flecha ya había salido del arco. Recé a Dios para que me probara una vez más que el hombre que tenía ante mí no sólo era un cobarde estúpido, sino además una auténtica maldición.
– Cuenta doce pasos a partir de aquí y empieza a cavar -le dije.
– ¿Y luego qué vais a hacer?
– Se lo diré al señor Tío y quemará las pinturas. ¿Qué otra cosa podemos hacer? Si cualquiera de los seguidores del Maestro Nusret de Erzurum se entera de lo que hemos hablado, ni nos dejarán que sigamos con vida ni permitirán que el taller siga en pie. ¿No conoces a ninguno? Ahora, acepta el dinero para que así sepamos que no nos vas a denunciar.
– ¿Dentro de qué está el dinero?
– Hay setenta y cinco piezas de oro venecianas dentro de una vieja vasija de encurtidos.
Entiendo lo de los ducados venecianos, pero ¿cómo se me ocurrió eso de la vasija de encurtidos? Era tan estúpido que resultó convincente. Y así comprendí una vez más que Dios estaba conmigo, porque mi compañero de aprendizaje, cada año que pasaba más codicioso, ya había comenzado a contar animado los doce pasos en la dirección que le había indicado.
En aquel momento yo tenía dos cosas en la cabeza. ¡Bajo tierra no hay oro veneciano ni nada que se le parezca! ¡Si no le doy dinero este imbécil desgraciado va a acabar con nosotros! Por un instante me apeteció abrazarle y besarle como a veces hacía cuando era aprendiz. ¡Pero los años nos habían separado tanto! Me obsesionaba la idea de cómo cavaría. ¿Con las uñas? Pensar en todo aquello, si es que a eso se le puede llamar pensar, duró apenas un parpadeo como mucho.
Agarré nervioso con las dos manos la roca que había junto al pozo. Le alcancé cuando todavía iba por el séptimo u octavo paso y la hice caer con todas mis fuerzas contra la parte posterior de su cabeza. La piedra le dio con tanta velocidad y dureza que por un instante vacilé como si hubiera sido mi cabeza la que había golpeado, incluso sentí dolor.
Pero en lugar de preocuparme por lo que había hecho, quería acabar cuanto antes lo que había empezado. Porque había empezado a retorcerse de tal manera en el suelo que, inevitablemente, daba miedo.
Sólo mucho después de tirarle al pozo fui capaz de pensar que en lo que había hecho existía un aspecto grosero que no se correspondía en absoluto con la delicadeza que cabe esperar de un ilustrador.
5. Soy vuestro Tío
Yo soy el señor Tío de Negro, pero los demás también me llaman así. Hubo un tiempo en que su madre le pidió a Negro que me llamara de esa manera y luego todo el mundo comenzó a utilizar dicho nombre, no sólo Negro. Negro comenzó a frecuentar nuestra casa hace treinta años, cuando nos mudamos a esa calle oscura y húmeda a la sombra de castaños y tilos que hay por la parte de atrás de Aksaray. Era la casa que teníamos antes de ésta. Si acompañaba a Mahmut Bajá en la campaña de verano, cuando regresaba a Estambul en otoño me encontraba a Negro y a su madre refugiados en ella. Su difunta madre era la hermana mayor de mi difunta esposa. Y a veces, cuando volvía a casa las tardes de invierno, me encontraba a su madre y a mi mujer abrazadas y con los ojos llenos de lágrimas compartiendo sus preocupaciones. Su padre, que era incapaz de mantener su puesto de profesor en pequeñas y remotas medersas, tenía muy mal carácter, era un hombre iracundo y bebía bastante. Por aquel entonces Negro tenía seis años, lloraba cuando su madre lloraba, guardaba silencio cuando su madre callaba y a mí, a su Tío, me miraba con temor.
Ahora me siento contento de verlo ante mí como un sobrino decidido, maduro y respetuoso. El respeto que me demuestra, el cuidado que pone al besarme la mano, la forma de decir «sólo para la tinta roja» al entregarme el tintero mongol que me ha traído como regalo, su manera correcta de sentarse ante mí uniendo cuidadosamente las rodillas, todo eso me recuerda una vez más que no sólo se ha convertido en el adulto con la cabeza sobre los hombros que quería ser, sino además que yo soy el anciano que me habría gustado ser.
Se parece a su padre, a quien vi un par de veces: alto y delgado, mueve los brazos de manera un tanto vehemente pero es algo que va bien con su carácter. Su manera de colocar las manos en las rodillas, de clavar atentamente su mirada en mis ojos cuando digo algo importante como si afirmara: «Entiendo, escucho respetuosamente», y de asentir con la cabeza como siguiendo una melodía que se adaptara al ritmo de mis palabras, son absolutamente adecuadas. Con la edad que tengo, sé que el auténtico respeto no procede del corazón sino de seguir ciertas normas y de someterse a ciertas sumisiones.
Nos unió el que yo descubriera que le gustaban los libros en los años en que su madre venía a menudo por aquí con cualquier excusa porque veía que en nuestra casa su hijo tenía un futuro, y así fue como se convirtió en mi aprendiz, por utilizar la expresión que usaban en casa. Le explicaba cómo los ilustradores de Shiraz habían creado un nuevo estilo elevando la línea del horizonte hasta todo lo alto de la pintura. Le explicaba cómo, mientras todos pintaban a Mecnun en el desierto en un estado horrible, enloquecido de amor por Leyla, el gran maestro Behzat lo había pintado de forma que pareciera aún más solitario introduciéndolo en medio de una multitud de mujeres que caminaban por entre las tiendas de un campamento, que cocinaban o que intentaban que prendieran las hogueras soplando los leños. Le contaba lo ridículo que resultaba el hecho de que la mayoría de los ilustradores que pintaban el momento en que Hüsrev ve a Sirin bañándose desnuda en el lago a medianoche no hubieran leído el poema de Nizami e iluminaran los caballos y las ropas de los amantes con los primeros colores que se les pasaban por la cabeza y le explicaba que a un ilustrador que tomaba el pincel sin haber tenido el interés de leerse con cuidado y buen juicio el texto que iba a pintar, no le movía otra cosa que el dinero.
Ahora veo con alegría que Negro ha adquirido otro conocimiento esenciaclass="underline" si no quieres que el arte y la pintura te decepcionen, mejor que no se te ocurra verlos como una profesión. Por mucha habilidad y condiciones que tengas, busca el dinero y el poder en otro lugar, de manera que, al no recibir la justa compensación por tu habilidad y tu trabajo, no llegues a odiar el arte.