Me contó que los ilustradores y calígrafos de Tabriz, los conocía a todos gracias a que les encargaba libros para los bajas y los potentados de Estambul y de las provincias, se encontraban sumidos en la pobreza y la desesperación. Y no sólo en Tabriz, también en Meshed y en Alepo muchos artesanos habían dejado de ilustrar libros a causa de la falta de dinero y de interés y habían comenzado a pintar en hojas sueltas y a dibujar monstruosidades para divertir a los viajeros francos e incluso escenas obscenas. Había oído que el libro que el sha Abbas le había regalado a Nuestro Sultán cuando el acuerdo de paz de Tabriz había sido desencuadernado y que las páginas se habían empezado a usar para otro libro. Ekber, el sultán de la India, estaba repartiendo tales cantidades de dinero para un nuevo gran libro, que los más brillantes ilustradores de Tabriz y Kazvin estaban dejando los trabajos que tenían entre manos y corrían a su palacio.
Mientras me contaba todo aquello, de vez en cuando introducía dulcemente otros relatos. Por ejemplo, me contaba la divertida historia de un falso Mahdi, o me describía la inquietud producida entre los uzbecos porque el príncipe bobo que los safavíes les habían enviado como rehén se les había muerto tras tres días de fiebres, y me sonreía. Pero yo comprendía por una sombra que caía sobre sus ojos que aún no se había resuelto aquel asunto que nos atemorizaba y del que tan difícil nos resultaba hablar.
Por supuesto, Negro se había enamorado de mi única y bella hija, Seküre, como cualquier otro joven que entrara en casa, que hubiera oído lo que se contaba de nosotros o que tuviera noticia de su existencia aunque fuera de lejos. Quizá yo no lo considerara algo peligroso a lo que debería haber prestado atención puesto que, por aquel entonces, todos estaban enamorados de mi hija, la bella entre las bellas, y la mayoría sin ni siquiera haberla visto. Pero el de Negro era el amor desesperado de un joven que entraba y salía de casa, que era aceptado y querido en ella y que tenía la posibilidad de ver a Seküre. No consiguió enterrar su amor en su corazón, como yo esperaba, y cometió el error de confesarle a mi hija el violento fuego que le consumía.
Después de aquello se vio forzado a no volver a poner el pie en nuestra casa.
Creo que Negro sabía que mi hija se había casado en la flor de la edad con un caballero tres años después de que él abandonara Estambul, que el guerrero, que no tenía el menor seso, había partido a la guerra después de que mi hija le diera dos varones y no había regresado y que nadie había tenido noticias de él desde hacía cuatro años. Comprendía que lo sabía desde hacía mucho, no porque tales cotilleos y rumores se extiendan rápidamente por Estambul, sino por su forma de mirarme a los ojos en los momentos de silencio que se producían entre nosotros. Incluso ahora, mientras le echa una mirada al Libro del alma, abierto en su atril, me doy cuenta de que está prestando atención al ruido de los niños andurreando por la casa porque sabe que mi hija regresó a la casa de su padre con sus dos hijos hace dos años.
No habíamos hablado de esta casa nueva que había ordenado construir durante la ausencia de Negro. Muy probablemente Negro, como cualquier otro joven ambicioso que tuviera en mente llegar a poseer fama y fortuna, consideraba de mala educación mencionar tales temas. De todas formas, en cuanto entró en la casa, de hecho todavía estábamos en las escaleras, le dije que el segundo piso era más seco y que mudarme a él le había venido muy bien al dolor de mis huesos. Al decir segundo piso sentía una extraña vergüenza, pero dejadme explicároslo: dentro de muy poco, gente con mucha menos fortuna que yo, incluso cualquier simple caballero que posea una pequeña finca, podrá ser capaz de construirse una casa de dos pisos.
Estábamos en la habitación que usaba en invierno como taller de pintura. Noté que Negro sentía la presencia de Seküre en la habitación de al lado. Inicié rápidamente la cuestión que le había mencionado en la carta que le envié a Tabriz llamándole a Estambul.
– Al igual que tú hacías en Tabriz con calígrafos e ilustradores, yo también estaba preparando un libro -le dije-. La persona que me ha hecho el encargo es Nuestro Señor el Sultán, Pilar del Universo. Como el libro es un secreto, el Sultán ordenó al Tesorero Imperial que me entregara dinero ocultamente. Llegué a acuerdos con cada uno de los mejores ilustradores de los talleres del Sultán. A alguno le hacía dibujar un perro, a otro un árbol, a otro adornos para los márgenes y nubes en el horizonte, a otro caballos. Quiero que las cosas que he ordenado pintar representen todo el mundo sobre el que reina Nuestro Sultán, exactamente igual a como lo pintan los maestros venecianos. Pero, al contrario que las de los venecianos, las nuestras no serán pinturas de objetos y posesiones sino, por supuesto, de las riquezas interiores, de las alegrías y los miedos del mundo sobre el que gobierna Nuestro Sultán. Si he hecho que se pinte dinero es para despreciarlo, he colocado al Demonio y a la Muerte porque les tememos. No sé qué dirán los rumores. Quise que la inmortalidad de los árboles, el cansancio de los caballos y la desvergüenza de los perros representaran a Su Majestad el Sultán y su mundo. Y además les pedí a mis ilustradores, a los que he llamado en clave Cigüeña, Aceituna, Donoso y Mariposa, que escogieran temas a su gusto. Incluso las noches más frías y nefastas de invierno siempre venía a verme en secreto alguno de los ilustradores del Sultán para enseñarme lo que había pintado para el libro.
»Cómo pintábamos y por qué lo hacíamos así es algo que todavía no puedo explicarte del todo. No porque quiera ocultártelo ni porque no pueda decírtelo. Sino porque es como si ni yo supiera exactamente lo que significan las pinturas. Sin embargo, sé cómo deben ser.
Había sabido por el barbero de la calle de nuestro antiguo hogar que Negro había regresado a Estambul cuatro meses después de mi carta y le llamé a casa. Sabía que en mi historia había una promesa de problemas y felicidad que nos uniría.
– Cada pintura cuenta una historia -continué-. Para embellecer el libro que leemos, el ilustrador pinta la escena más hermosa. La primera vez que los amantes se ven; cómo el héroe Rüstem le corta la cabeza al monstruo demoníaco; la pena de Rüstem al comprender que el extraño que ha matado era su propio hijo; a Mecnun, que ha perdido la cabeza por amor, en la naturaleza salvaje y desierta rodeado de leones, tigres, ciervos y chacales; la preocupación de Alejandro al ver cómo un águila enorme descuartiza su propia becada en el bosque al que ha ido para que los pájaros le revelen el futuro antes de una batalla… Nuestros ojos, que se cansan leyendo estas historias, descansan mirando las ilustraciones. Si hay algo en la historia que a nuestra mente y a nuestra imaginación les cueste representarse, de inmediato acude en nuestra ayuda la ilustración. La pintura, el florecimiento en colores de la historia. Nadie puede imaginar una pintura sin historia.
»O eso creía -añadí como arrepentido-. Pero podía hacerse. Hace dos años volví a ir a Venecia como embajador de Nuestro Sultán. Observaba las imágenes de caras que hacían los maestros italianos. Sin saber a qué escena de qué relato correspondía la pintura, pero intentando comprenderla y extraer la historia. Un día me encontré una pintura en la pared de un palacio que me dejó estupefacto.
»Ante todo, la pintura era la imagen de alguien, de alguien como yo. Era un infiel, por supuesto, no uno de los nuestros. Pero según la miraba iba sintiendo que me parecía a él. Y lo curioso es que no nos parecíamos en nada. Tenía una cara redonda, sin huesos, sin pómulos, y al contrario que en el mío, en su rostro no había el menor rastro de una barbilla tan maravillosa como la que yo tengo. No se me parecía en absoluto, pero, por alguna extraña razón, al mirarla se me conmovía el corazón como si fuera mi propia imagen.