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La historia de amor que el Diablo le hizo contar a la mujer

En realidad toda la historia es muy simple. Ocurrió en Kemerüstü, uno de los barrios un tanto empobrecidos de nuestro Estambul. Ahmet Çelebi, uno de los notables del barrio, trabajaba como secretario para Vasif Bajá y era un hombre casado, con dos hijos, que iba a lo suyo y todo un señor. Un día vio por una ventana abierta a una belleza bosnia, de pelo y ojos negros, alta y delgada y de piel brillante como la plata, y se enamoró de ella. Pero la mujer estaba casada y no había lugar en su corazón para Çelebi porque estaba enamorada de su apuesto marido. Y así el pobre Çelebi, que no podía contarle a nadie sus cuitas, acabó en los huesos, bebía el vino que le compraba a los griegos y acabó por no poder ocultar su amor a sus vecinos. En un principio, como les encantaban las historias de amor y querían y estimaban a Çelebi, respetaron su amor y se limitaron a gastarle un par de bromas. Pero cuando Çelebi comenzó a emborracharse cada noche y a sentarse ante la puerta de la casa en la que la hermosa de piel brillante como la plata vivía feliz con su marido para llorar largo y tendido como un niño, todos se asustaron. El enamorado lloraba poseído por el dolor cada noche, pero ellos no eran capaces de darle una paliza y echarlo de allí ni de consolarlo. Además, lloraba como un caballero, para sí mismo, sin pretender conmover a nadie ni molestar. Pero poco a poco su irremediable pena se fue contagiando a todo el barrio transformándose en el sufrimiento y la desdicha de todos; sus vecinos perdieron el buen humor y él se convirtió en una fuente de tristeza, como la fuente que fluye melancólicamente en la plaza. Y así por el barrio corrieron comentarios abatidos, luego rumores de mala fortuna y por fin una desesperanza que todos hicieron suya. Algunos se mudaron a un lugar distinto, a otros comenzó a irles mal en el trabajo y otros acabaron por ser unos inútiles en sus oficios porque habían perdido el entusiasmo. Por fin, un día, cuando el barrio ya estaba completamente abandonado, el caballero enamorado se mudó también llevándose consigo a su mujer y a sus hijos, y la bella de la piel brillante como la plata y su marido se quedaron completamente solos. El desastre que habían provocado enfrió su amor y se apartaron el uno del otro. Vivieron juntos hasta el fin de sus días, pero nunca, nunca, pudieron volver a ser felices.

Estaba a punto de decir que esta historia me gusta mucho porque muestra los peligros del amor y de las mujeres, pero, ¡ay!, qué cabeza tengo, se me había olvidado que ahora soy una mujer así que tendré que decir otra cosa. Algo así como: ¡Ah! ¡Qué bonito es el amor!

Pero ¿quiénes son esos extraños que están entrando?

55. Me llaman Mariposa

Cuando vi a la multitud comprendí que los erzurumíes nos estaban matando a nosotros, los alegres ilustradores.

Negro estaba entre la muchedumbre que contemplaba el asalto. Llevaba una daga y junto a él vi a una serie de hombres extraños, a la famosa Ester la buhonera y a otras mujeres con sus hatillos. Tras ver que a los que salían del café se les daban unas despiadadas palizas y que el café en sí era cruelmente destrozado, quise huir de allí. Algo más tarde, otra multitud, probablemente jenízaros, se acercó al lugar de los hechos y los erzurumíes apagaron las antorchas y huyeron.

En la puerta oscura del café no había nadie y nadie estaba mirando, así que entré. Lo habían roto todo; caminé pisando fragmentos de tazas, platos, vasos, escudillas y cristales. Un candil colgado de un clavo en todo lo alto del muro no había llegado a apagarse durante todo aquel alboroto pero más que alumbrar el suelo cubierto de despojos, las mesas destrozadas y los restos de madera de los bancos, iluminaba las manchas de hollín del techo.

Hice una pila de almohadones, me alcé y cogí el candil. Gracias a la luz pude darme cuenta de los cuerpos que yacían en el suelo. Al ver que uno tenía el rostro ensangrentado, no pude mirarlo más y me acerqué a otro. El segundo cuerpo gemía; cuando vio mi lámpara de su garganta salió una voz parecida a la de un niño y me aparté.

Alguien más entró en el café. En un primer momento me alarmé pero noté que se trataba de Negro. Juntos nos acercamos al tercer cuerpo que yacía en el suelo. Al acercarle la lámpara a la cara ambos comprobamos lo que desde hacía rato ya sabíamos con una parte de nuestras mentes: habían matado al cuentista.

En su rostro, parecido al de una mujer gracias al maquillaje, no había el menor rastro de sangre, pero le habían aplastado el mentón, los ojos y la boca pintada de rojo y, a juzgar por los moratones del cuello, le habían estrangulado. Tenía las manos hacia atrás. No resultaba difícil comprender que mientras uno había sujetado por atrás las manos del anciano vestido de mujer, los otros le habían dado de puñetazos en la cara y por fin lo habían estrangulado. ¿Habrían decidido poner en práctica su intención de cortar las lenguas que difamaran a Su Excelencia el Señor Predicador?

– Acerca aquí la lámpara -dijo Negro. La luz de la lámpara que sostenía iluminó, entre el barro formado por el café derramado alrededor de la chimenea, balanzas, coladores y molinillos rotos y trozos de tazas. En el rincón en el que el cuentista colgaba sus imágenes cada noche Negro buscaba, a la luz de la lámpara, los útiles del muerto, su fajín, su pañuelo y su varita para los juegos de manos. Proyectando en mi cara la luz del candil que me había arrebatado me dijo que en lo que pensaba era en las pinturas: sí, por supuesto, yo había pintado un par de ellas por amistad. Sólo pudimos encontrar el gorro persa que el difunto llevaba en la cabeza completamente afeitada.

Salimos a la oscuridad de la noche sin encontrarnos con nadie por la puerta trasera, a la que se llegaba tras atravesar un estrecho pasaje. Los ilustradores y el resto de la clientela que llenaba el café cuando comenzó el asalto debían de haber escapado por aquel lugar, pero las macetas volcadas y los sacos de café tirados por el suelo indicaban que allí también había habido lucha.

El asalto al café, la muerte cruel del maestro cuentista y la terrorífica oscuridad de la noche hicieron que Negro y yo nos acercáramos el uno al otro. Supongo que también eran la razón de nuestro silencio. Pasamos dos calles, Negro me dio el candil para que yo lo llevara y luego sacó la daga y me la apoyó en la garganta.

– Vamos a ir a tu casa -me dijo-. Quiero registrarla para quedarme tranquilo.

– Ya la han registrado -le respondí, y guardé silencio.

Sentí más desprecio que ira. El que Negro creyera los vergonzosos rumores que corrían sobre mí ¿no demostraba que no era sino otro vulgar envidioso? Sostenía la daga sin demasiada confianza en sí mismo.

Mi casa está justo en la dirección contraria a la que llevábamos al salir por la puerta trasera del café. Por esa razón, y para evitar la multitud, trazamos un amplio arco dando vueltas a izquierda y derecha por callejuelas entre los barrios y cruzando jardines vacíos entre el triste olor de árboles mojados y solitarios. En ningún momento se interrumpió el alboroto procedente del café, que estábamos rodeando. Oíamos cómo corrían por las calles los erzurumíes y los jenízaros, los serenos y los jóvenes que los perseguían. Habíamos hecho ya más de la mitad del camino cuando Negro me dijo:

– He estado dos días en la sala del Tesoro con el Maestro Osman examinando las maravillas de los maestros antiguos.

Guardé silencio un buen rato y luego le dije, prácticamente gritando:

– Cuando el ilustrador llega a cierta edad, aunque compartiera atril con el mismísimo Behzat, lo que ve sólo le sirve para contento de los ojos y para dar paz y entusiasmo a su alma, pero no enriquece su talento. Porque no se pinta con los ojos, sino con la mano, y la mano, no digamos ya a la edad del Maestro Osman, ni siquiera a la mía, es muy difícil que aprenda nada nuevo ya.

Hablaba a gritos para que mi mujer, que seguro que me estaba esperando, supiera que no iba solo y así pudiera apartarse de la mirada de Negro, no porque me tomara en serio a aquel imbécil tan pagado de sí mismo con su daga en la mano.

Cuando cruzamos la puerta del patio me pareció ver la luz de una lámpara moviéndose en el interior de la casa, pero ahora, gracias a Dios, todo estaba oscuro. Me pareció una violación tal de mi intimidad tener que entrar forzado por un animal armado con una daga en mi paradisíaca casa, en la que pasaba todo mi tiempo y mis días buscando los recuerdos de Dios a través de la pintura y, cuando la vista se me cansaba, haciendo el amor con mi amada, bella entre las bellas, que juré vengarme de Negro.