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– El legendario Rüstem -contestó Mariposa alegre como un niño.

Le besé en el cuello.

– Todos hemos traicionado al Maestro Osman -dije-. Ahora, antes de que nos proporcione nuestro castigo, tenemos que encontrar a Aceituna, deshacernos de ese veneno que nos corrompe y llegar a un acuerdo firme de manera que podamos enfrentarnos con entereza a los enemigos eternos de la pintura y a aquellos que quieren entregarnos directamente a los torturadores. Quizá cuando lleguemos al monasterio abandonado de Aceituna comprendamos que el despiadado asesino no es uno de los nuestros.

El pobre Mariposa no abrió la boca. Por mucho talento que tuviera, por muy arrogante que fuera o por bien guardadas que tuviera las espaldas, en el fondo, como todos los ilustradores que buscan la compañía de sus iguales a pesar de envidiarlos con un odio profundo, le aterrorizaba ir al Infierno o quedarse completamente solo en este mundo.

En el camino a la Puerta de Fener brillaba en todo lo alto una luz amarilla de un extraño tono verdoso, pero no era la luz de la luna. Sólo a causa de dicha luz desaparecía la imagen de ese Estambul inmutable que formaban por la noche los cipreses, las cúpulas, los muros de piedra, las casas de madera y los solares provocados por los incendios, y en su lugar aparecía otra que daba la impresión de extrañeza que habría provocado una fortaleza enemiga. Cuando llegamos a lo alto de la colina vimos a lo lejos un incendio que había en algún lugar por detrás de la mezquita de Beyazit.

En la ciega oscuridad nos encontramos con un carro de bueyes medio cargado de sacos de harina que, como nosotros, se dirigía a las murallas, y nos montamos en él a cambio de un par de ásperos. Negro llevaba consigo las pinturas, así que se sentó con cuidado. Estaba tumbado observando las nubes bajas iluminadas por el incendio cuando me cayó en el casco la primera gota de lluvia.

Tras el largo trayecto, mientras buscábamos el monasterio abandonado, despertamos a todos los perros del barrio, que, en realidad, parecía todo él desierto a aquellas horas de la noche. Por mucho que viéramos las llamas de las lámparas encendidas por nuestra causa en algunas casas de piedra, sólo se abrió la cuarta puerta a la que llamamos y un abuelete con un gorro de lana, que nos miraba a la luz de la lámpara como si viera un fantasma, nos indicó dónde se encontraba el monasterio abandonado sin sacar la nariz a la lluvia que iba arreciando, pero añadió complacido que los duendes, los trasgos y los espectros malignos nos harían sufrir lo nuestro.

En el jardín del monasterio nos recibieron con tranquilidad unos orgullosos cipreses a los que no afectaban el olor a hojas podridas ni la lluvia. Acerqué el ojo primero a las grietas de las cubiertas de madera de los muros del monasterio y luego al postigo de una pequeña ventana y vi a la luz de un candil la sombra amenazadora de alguien que rezaba o que aparentaba rezar sólo para que nosotros lo viéramos.

57. Me llaman Aceituna

¿Qué era lo más correcto? ¿Interrumpir mi oración, levantarme y abrirles la puerta? ¿O hacerles esperar bajo la lluvia hasta que terminara? Cuando comprendí que estaba siendo observado, opté por terminar mis oraciones aunque sin entregarme por completo a lo que estaba haciendo. Cuando por fin abrí la puerta y vi ante mí a los nuestros, a Mariposa, a Cigüeña y a Negro, me brotó de la garganta un grito de alegría. Abracé a Mariposa emocionado.

– ¡Qué no nos ha pasado! -gemí enterrando la cabeza en su hombro-. ¿Qué quieren de nosotros? ¿Por qué nos están matando?

Tenían esa preocupación por no apartarse del rebaño que he visto en cada uno de los maestros ilustradores que he conocido a lo largo de mi carrera pictórica. No se separaban unos de otros ni siquiera dentro del monasterio.

– No tengáis miedo -les dije-. Aquí podemos ocultarnos durante días.

– Tenemos miedo de que la persona a la que debemos temer quizá esté entre nosotros -dijo Negro.

– A mí también me da miedo pensarlo -respondí-. Porque yo también he oído esas habladurías.

Los hombres del Comandante de la Guardia habían hecho llegar a la sección de ilustradores ciertos rumores según los cuales el asesino de Maese Donoso y del difunto Tío había sido uno de los que nos habíamos dejado la luz de los ojos en ese libro que ahora ya no era en absoluto secreto.

Negro me preguntó cuántas ilustraciones había pintado para el libro del Tío.

– La primera fue el Diablo. Le pinté un diablo subterráneo de los que tantos habían dibujado los maestros antiguos de los talleres de los Ovejas Blancas. El cuentista seguía el mismo camino que yo; para él pinté dos derviches. Yo mismo le propuse a tu Tío que los incluyera en el libro. Le convencí de que también esos derviches tienen su lugar en el estado otomano.

– ¿Eso es todo? -me preguntó Negro.

Al contestarle que aquello era todo, Negro se dirigió hacia la puerta con el aire presuntuoso de quien ha atrapado robando a un aprendiz, trajo de fuera un montón de papeles que la lluvia no había mojado y los colocó delante de nosotros tres como la madre gata que trae un pájaro herido para sus crías.

Los reconocí mientras aún los tenía bajo el brazo: eran las ilustraciones que yo había recogido y salvado del café durante el asalto de esta noche. No les pregunté cómo habían entrado en mi casa para cogerlas. A pesar de todo, Mariposa, Cigüeña y yo señalamos dócilmente las pinturas que cada uno de nosotros había hecho para el difunto cuentista. Y así sólo un caballo, un hermoso caballo con la cabeza inclinada, quedó a un lado sin ser reclamado. Creedme, ni siquiera tenía la menor noticia de que se hubiera pintado un caballo.

– ¿No has hecho tú este caballo? -me preguntó Negro como si fuera un maestro con la vara en la mano.

– No -le contesté.

– ¿Y el del libro de mi Tío?

– Ése tampoco.

– Se ha sabido por su estilo que fuiste tú quien lo hizo -replicó-. Fue el mismísimo Maestro Osman quien lo entendió.

– Pero si yo no tengo ningún estilo… Y no lo digo por el puro orgullo de ponerme en contra de los vientos que soplan ahora. Tampoco lo digo para probar mi inocencia. Porque para mí tener un estilo es algo mucho peor que ser un asesino.

– Hay un detalle que te diferencia de los maestros antiguos y de los demás -continuó Negro.

Le sonreí. Comenzó a contarme cosas que creo que ya sabéis. Escuché atentamente cómo Nuestro Sultán y el Tesorero Imperial se habían reunido a deliberar para encontrar una manera de detener los asesinatos, cómo se le habían concedido tres días de plazo al Maestro Osman, acerca del método de la dama, los ollares de los caballos y, el mayor de los milagros, cómo habían entrado en el Tesoro Privado y habían podido examinar en persona aquellos libros inalcanzables. En nuestra vida hay momentos en los que comprendemos, incluso mientras lo estamos experimentando, que lo que estamos viviendo es algo que no podremos olvidar en mucho tiempo. Caía una lluvia triste. Mariposa, como apenado por ella, abrazaba melancólico su daga. Cigüeña, con el espaldar de la armadura blanquísimo de harina, se introducía valerosamente, lámpara en mano, en el interior del monasterio. Aquellos maestros ilustradores cuyas sombras vagaban por los muros del monasterio como espectros eran mis hermanos. ¡Cuánto los quería! Me sentí feliz de ser ilustrador.

– ¿Eres consciente de qué felicidad es sentarse con el Maestro Osman y examinar durante días las maravillas de los maestros antiguos? -le pregunté a Negro-. ¿Te besó? ¿Acarició tu hermosa cara? ¿Te cogió de la mano? ¿Te admiraron su habilidad y su sabiduría?

– El Maestro Osman, entre las maravillas de los maestros antiguos, me mostró que tú tenías un estilo -contestó Negro-. Me enseñó que el estilo no es algo que el ilustrador escoja por su propia voluntad, sino que esa imperfección secreta viene determinada por su pasado y por sus recuerdos olvidados. Y me mostró también cómo esos defectos secretos, esas debilidades, esas imperfecciones, que en tiempos se ocultaban porque producían vergüenza y para que no nos apartaran de los maestros antiguos, han sido extendidos por todo el mundo por los maestros francos y en el futuro surgirán como «particularidades», como «estilo personal», y serán motivo de presunción. A partir de ahora, a causa de los estúpidos que presumen de sus defectos, el mundo será más colorido, pero también más estúpido y, por supuesto, más defectuoso.