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Comentamos que también era un error que Nuestro Sultán permitiera que los maestros ilustradores trabajaran en sus casas. Hablamos del delicioso aroma a dulce caliente que llegaba de las cocinas de Palacio después de trabajar con dolor de ojos a la luz de candiles y velas las tardes de los inviernos tempranos. Recordamos sonriendo con lágrimas en los ojos cómo el viejo y chocho maestro que padecía tales tembleques que no podía sostener pincel y papel nos traía buñuelos que su hija había frito para nosotros, los aprendices, en cada una de sus visitas mensuales al taller. Hablamos también de las maravillosas páginas del gran maestro Memi El Negro, el Gran Ilustrador anterior al Maestro Osman, que surgieron de entre los papeles del cartapacio que apareció debajo del catre que usaba para dormir la siesta el difunto maestro cuando días después de su entierro se registró su habitación.

Hablamos también de cuáles eran las páginas que nos enorgullecían y que nos gustaría sacar de vez en cuando para contemplarlas si tuviéramos copias de ellas como el Maestro Memi. Me describieron cómo el cielo sobre la ilustración de un palacio pintado para el Libro de los oficios, hecho con pintura dorada, producía entre las cúpulas, torres y cipreses un paisaje que daba la sensación del fin del mundo, no por el oro en sí, sino, como debe ser en una ilustración elegante, por sus tonos.

Me contaron cómo una ilustración de Nuestro Santo Profeta, en la que se mostraba su asombro y las cosquillas que le producían los ángeles al cogerle de las axilas para elevarlo a los cielos desde lo alto de un alminar, había sido pintada con colores tan serios que incluso los niños pequeños sentían un religioso temor al ver tan sagrada escena en un primer momento, pero luego se reían respetuosos como si ellos mismos fueran los que sentían las cosquillas. Yo les expliqué cómo en la pintura que ilustraba la supresión de los rebeldes que se habían echado al monte por parte del bajá nuestro anterior gran visir, yo había dispuesto las cabezas que había cortado a lo largo del margen de la página con delicadeza y respeto mostrando sobre los cuellos cortados pintados de rojo los ceños fruncidos ante la muerte, los labios tristes preguntándose por el sentido de la vida, las narices aspirando desesperadamente por última vez y los ojos cerrados a la vida, cómo había dibujado con placer y tan cuidadosamente como habría hecho un retratista franco cada una de ellas con un rostro distinto y no como si fueran vulgares cabezas de cadáveres, dándole así con ellas a la ilustración un ambiente misterioso de terror.

Así, como si se tratara de nuestros propios inolvidables e inalcanzables recuerdos, mencionábamos con nostalgia las más prodigiosas bellezas y los detalles más conmovedores de nuestras escenas de amor y de guerra preferidas. Ante nuestra mirada pasaron jardines solitarios y misteriosos donde se encontraban los amantes en las noches estrelladas, árboles en primavera, aves legendarias, tiempo detenido… Imaginamos sangrientas batallas, tan próximas y terribles como nuestras propias pesadillas, guerreros partidos en dos, caballos con las armaduras cubiertas de sangre, antiguos y hermosos hombres que se apuñalaban mutuamente, mujeres de boca pequeña, manos pequeñas, ojos almendrados y cabezas inclinadas que observaban lo que ocurría desde ventanas entreabiertas… Recordamos muchachos orgullosos y felices, apuestos shas y janes cuyos Estados y palacios hacía tanto que habían desaparecido. Como las mujeres que lloraban en los harenes de aquellos shas, éramos conscientes de que ya habíamos pasado de la vida al recuerdo, pero ¿habíamos pasado también como ellos de la historia a la leyenda? Para que la terrible sombra del temor al olvido, mucho más terrorífica que el miedo a la muerte, no nos arrastrara a la desesperación, nos preguntamos por nuestras escenas de muerte preferidas.

De inmediato recordamos la escena en que Dehhak mata a su padre tentado por el Diablo. Como en los tiempos de aquella leyenda, que se cuenta al principio del Libro de los reyes, el mundo acababa de ser creado, todo era tan simple que no hacía falta explicar nada. Querías leche, ordeñabas la cabra y te la tomabas; un caballo, montabas uno y te largabas; que se trataba del mal, se te aparecía el Diablo y te convencía de lo hermoso que sería matar a tu padre. El hecho de que Dehhak matara a su padre, el noble árabe Merdas, era hermoso precisamente tanto por no tener motivo como por haber sido pintado de noche en el jardín de un palacio maravilloso mientras estrellas de oro iluminaban vagamente los cipreses y las multicolores flores primaverales.

Luego recordamos cómo el legendario Rüstem había matado a su hijo Suhrab sin saber quién era tras tres días de lucha con los ejércitos enemigos que éste capitaneaba. Había algo que nos conmovía a todos en la manera en que Rüstem se golpeaba el pecho llorando cuando descubrió por el brazalete que años atrás le había entregado a su madre que aquel hombre al que había destrozado el pecho con su espada era su propio hijo Suhrab.

¿Qué era lo que nos conmovía?

Caminaba arriba y abajo mientras la lluvia golpeteaba melancólicamente el tejado del monasterio cuando dije de repente:

– O nuestro padre, nuestro Maestro Osman, nos traiciona y consigue que nos maten, o nosotros lo traicionamos a él.

El pánico se apoderó de nosotros no porque lo que había dicho fuera falso, sino porque era cierto; guardamos silencio. Paseando arriba y abajo, deseoso de que todo volviera a ser como antes, me decía a mí mismo: Cuéntales cómo Efrasiyab mató a Siyavus y cambia de tema. Pero ésa es una traición que no me da miedo. Cuenta, pues, la muerte de Hüsrev. Bien, pero ¿como la narra Firdausi en el Libro de los reyes o como Nizami en Hüsrev y Sirin?. Lo que más entristece en el Libro de los reyes es que cuando el asesino entra en la habitación, ¡Hüsrev se da cuenta entre lágrimas de quién se trata! Como último escape envía al paje que está junto a él para que le traiga agua, jabón, ropa limpia y su alfombra de oración con la excusa de que quiere rezar, pero el cándido paje no entiende que su señor le envía a pedir ayuda y va realmente a traer lo que le ha pedido. Cuando se queda solo en la habitación con Hüsrev, lo primero que hace el asesino es cerrar la puerta con llave desde dentro. En esta escena, al final del Libro de los reyes, el asesino enviado por los conspiradores es descrito con repugnancia por Firdausi: maloliente, peludo, barrigón.

Caminando arriba y abajo mi mente estaba llena de palabras, pero la voz no me salía, como en un sueño.

Fue entonces cuando noté, como en un sueño, que los otros susurraban entre sí y que hablaban con hostilidad de mí.

De repente los tres se me echaron encima. Al cargar sobre mí, los pies se me despegaron del suelo con tal rapidez que los cuatro nos encontramos dando vueltas. Hubo un forcejeo, una lucha en el suelo, pero no duró mucho. Yo me quedé boca arriba con ellos encima de mí.

Uno se me sentó en las rodillas y otro en el brazo derecho.

Negro apoyó las rodillas donde mis brazos se unían con los hombros y se sentó encima de mí colocando con fuerza su trasero entre mi estómago y mi pecho. Era incapaz de moverme. Todos jadeábamos sorprendidos. Recordé lo siguiente:

Mi difunto tío tenía un hijo repugnante dos años mayor que yo, espero que haga mucho que lo hayan atrapado asaltando alguna caravana y que lo hayan decapitado. Aquel envidioso, cuando se acordaba de que yo sabía más que él, que era más inteligente y refinado, se buscaba cualquier excusa para provocar una pelea; si no lo conseguía, me desafiaba a luchar y cuando al poco tiempo me derribaba colocaba sus rodillas en mis hombros de la misma manera, clavaba su mirada en la mía como ahora hacía Negro, balanceaba entre sus labios un escupitajo y se divertía enormemente mientras yo movía asqueado mi cabeza a izquierda y derecha intentando evitar aquel salivazo cada vez más grande que colgaba sobre mis ojos esperando que cayera en cualquier momento.

Negro me dijo que no ocultara nada. ¿Dónde estaba la última ilustración? ¡Confiesa!

Sentía una tristeza y una furia que me asfixiaban por dos motivos: haber hablado en vano sin darme cuenta con antelación de que se habían puesto de acuerdo. Y por no haber huido, incapaz de imaginar que la envidia pudiera llegar a tanto.

Negro me dijo que si no sacaba la última ilustración y se la entregaba me cortaría el cuello.