Выбрать главу

– No hables de eso todavía -dijo Negro-. Antes cuéntanos cómo mataste a Donoso.

– Lo hice -dije comprendiendo que no podría usar el verbo matar-, lo hice no sólo por nosotros, para salvarnos, sino también por el bien de todo el taller. Maese Donoso sabía que la amenaza era un arma que tenía en sus manos. Recé implorándole a Dios que me demostrara lo realmente miserable que era el muy canalla. Dios aceptó mis plegarias y me lo demostró: le ofrecí dinero. Se me vinieron a la cabeza esas monedas de oro, pero gracias a una divina inspiración urdí una mentira. Le dije que no estaban aquí, en el monasterio, sino que las había escondido en otro sitio. Salimos. Caminamos sin rumbo por calles desiertas y barrios perdidos sin que supiera muy bien dónde íbamos. No sabía lo que hacía y tenía mucho miedo.

Al final de aquella caminata sin rumbo y sin objeto, cuando volvimos a cruzar una calle por la que ya habíamos pasado, nuestro hermano iluminador Maese Donoso, que había consagrado su vida a la repetición y a las formas, comenzó a sospechar. Pero Dios hizo aparecer frente a nosotros un solar vacío de un incendio y un pozo ciego.

En ese punto comprendí que no podría seguir contándoles el resto y así se lo dije:

– Si hubierais estado en mi lugar, habríais hecho lo mismo pensando en el bienestar de los demás hermanos ilustradores -les dije valientemente.

Me entraron ganas de llorar cuando vi que me daban la razón. Iba a decir que era porque aquel cariño inmerecido me había ablandado el corazón, pero no es así. Iba a decir que era porque escuché de nuevo el golpe del cuerpo al caer en el fondo del pozo al que lo había arrojado, pero tampoco. Iba a decir que era porque recordaba que antes de convertirme en asesino era tan feliz como cualquiera, pero tampoco. De repente se me apareció un ciego que pasaba por nuestro pobre barrio cuando era niño: envuelto en sucios harapos, sacaba una escudilla de cobre aún más sucia y nos decía a los niños, que lo observábamos de lejos, desde la fuente del barrio: «Hijos míos, ¿quién de vosotros llenará de agua la escudilla de este ciego?». Y como nadie iba, continuaba: «¡Es una obra de caridad, hijos míos, de caridad!». Había perdido el color de los iris, que había desaparecido hasta el punto de confundirse con el blanco.

Con el temor de parecerme a aquel anciano ciego les conté a toda prisa y sin poder saborearlo cómo había asesinado al señor Tío. No dije ni demasiadas verdades ni demasiadas mentiras. Encontré un justo medio que no abrumaba en exceso mi corazón y me di cuenta de que pensaban que había ido allí sin la intención de matarlo: de la misma forma que entendían que quería decir que no lo había matado con premeditación, también entendieron que buscaba excusas y disculpas diciéndoles que si no hay mala intención uno no va al Infierno.

– Después de entregar a Maese Donoso a los ángeles de Dios -continué pensativo-, las palabras que el difunto me había dicho en sus últimos instantes comenzaron a corroerme el corazón como un gusano. Como me había manchado las manos de sangre por la última pintura, ésta comenzó a crecer en mi imaginación. Fui a casa de tu Tío, que ya no nos llamaba a ninguno para trabajar en el libro, para que me la mostrara. No me la enseñó y pretendió que todo iba perfectamente. ¡No existía una pintura misteriosa por la que valiera la pena matar a un hombre ni nada parecido! Para que no me humillara de aquella manera, para que me tomara en serio, le confesé que había sido yo quien había matado a Maese Donoso y lo había arrojado a un pozo. Me tomó más en serio, pero continuó humillándome. Un padre no puede humillar a sus hijos. El Gran Maestro Osman se enfurecía con nosotros y nos pegaba, pero nunca nos humilló. Os habéis equivocado traicionándolo, hermanos míos.

Sonreí a mis hermanos, que observaban mis ojos tan atentamente como si escucharan mis últimas palabras en mi lecho de muerte. Como le ocurriría a un hermano que se estuviera muriendo, les veía cada vez más borrosos y como si se estuvieran alejando de mí.

– Maté al Tío por dos razones. Por forzar al Gran Maestro Osman a que imitara como un mono al ilustrador franco Sebastiano. Y porque en un momento de debilidad le pregunté si yo tenía un estilo.

– ¿Qué te respondió?

– Que sí. Pero, por supuesto, para él aquello no era un insulto sino un elogio. Recuerdo que de repente pensé avergonzado si para mí debía ser también un elogio. Por un lado veía el estilo como una cosa innoble, como un deshonor, pero por otro algo me reconcomía el corazón. Yo no quería un estilo, pero el Diablo me tentaba y además sentía curiosidad.

– En secreto todo el mundo quiere tener un estilo -dijo Negro insolente-. Y, como Nuestro Sultán, todo el mundo quiere que se pinte su retrato.

– ¿Es una enfermedad imposible de resistir? -pregunté-. Si se extiende ninguno de nosotros podrá oponerse a las maneras de los maestros francos.

Pero nadie me escuchaba: Negro estaba contando la historia del triste bey turcomano que fue desterrado por doce años a la Tierra China porque había anunciado demasiado pronto su amor por la hija del sha. Como no tenía un retrato de su amada, con la que soñó durante aquellos doce años, olvidó su rostro entre las bellezas de China y su pena de amor se transformó en una profunda prueba impuesta por Dios. Pero todos sabíamos que lo que estaba contando era su propia historia.

– Gracias a tu Tío todos hemos aprendido esa palabra: retrato -dije-. Si Dios quiere, algún día aprenderemos también a contar sin temor la historia de nuestra propia vida sin aparentar que se trata de otra.

– Todas las historias son las historias de todos -dijo Negro-. No son de nadie en concreto.

– Y todas las ilustraciones son las ilustraciones de Dios -dije yo completando los versos de Hatifi, el poeta de Herat-. Pero cuando se extiendan las maneras de los maestros francos todos considerarán una demostración de talento el contar las historias de los demás como si fueran las propias.

– Eso es justo lo que pretende el Diablo.

– ¡Dejadme ya! -grité con todas mis fuerzas-. Dejadme que vea por última vez el mundo.

Me invadió la confianza al ver que los había asustado.

Fue Negro el primero en recuperar la compostura:

– ¿Vas a sacar la última ilustración?

Le miré de tal manera que comprendió de inmediato que iba a obedecerlo y me soltó. Mi corazón comenzó a latir a toda velocidad.

Habréis adivinado hace mucho mi identidad, a pesar de que he estado intentando ocultarla. Con todo, no os asombréis de que me comporte como los antiguos maestros de Herat: ellos ocultaban sus firmas no para que no se supiera quiénes eran, sino por el respeto que les tenían a sus maestros y a las normas. Con un candil en la mano caminé excitado por entre las oscuras habitaciones del monasterio abriéndole paso a mi pálida sombra. ¿Había empezado a caer sobre mis ojos el telón de la negrura o realmente estaban tan oscuras aquellas habitaciones y antesalas? ¿Cuánto tiempo tenía antes de quedarme completamente ciego, cuántos días o semanas? Mi sombra y yo nos detuvimos entre los fantasmas de la cocina, recogimos unos papeles de un rincón limpio de un polvoriento armario y regresamos a toda prisa. Negro, precavido, me había seguido, pero no había traído consigo la daga. ¿Me apetecería, acaso, agarrar la daga antes de quedarme ciego y cegarle a él también?