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– Me alegra poder ver esto una vez más antes de quedarme ciego -les dije orgulloso-. Quiero que también vosotros lo veáis. Miradlo.

Y así fue como a la luz del candil les mostré la última ilustración, que me había llevado de la casa del Tío la noche en que lo maté. Primero les observé contemplar con curiosidad y temor aquella pintura de doble página. Al volverme para contemplarla con ellos temblaba ligeramente. Tenía fiebre, ya porque me habían clavado un alfiler de turbante en los ojos o porque me arrebataba el éxtasis.

Las imágenes del árbol, del caballo, del Diablo, de la muerte, del perro y de la mujer que habíamos pintado a lo largo del último año en diversos rincones de aquella doble página habían sido distribuidas según el tamaño de acuerdo con las nuevas, aunque un tanto inexpertas, formas de composición del Tío, de tal manera que los marcos y la iluminación del difunto Maese Donoso ya no nos daban la impresión de que estuviéramos mirando la página de un libro, sino que era como si contempláramos el mundo entero por una ventana. En el centro de aquel mundo, en el lugar donde debería haber estado el retrato de Nuestro Sultán, estaba el mío, que observé momentáneamente con orgullo. Estaba un poco avergonzado porque tras días de borrar y rehacer, de mirarme al espejo y de esfuerzos inútiles no había conseguido parecerme demasiado; pero también sentía un irreprimible entusiasmo porque la pintura, la página, no sólo me situaba en el centro de todo un mundo, sino que, además, por una diabólica razón que no sabría explicar, también me mostraba más profundo, más complejo y más misterioso de lo que realmente era. Me habría gustado que mis hermanos ilustradores viesen ese entusiasmo, que lo entendieran, que lo compartieran conmigo. Estaba en el centro de todo, como un sultán o un rey, y además era yo mismo. Aquello me enorgullecía pero también me avergonzaba. Como ambas sensaciones se compensaban tranquilizándome, yo podía obtener un placer embriagador de mi nueva situación en la pintura. Pero para que el placer fuera completo todo, las arrugas de mi cara y mi ropa, las sombras, los granos y diviesos, mi barba y el tacto de la tela, debería estar completo y ser perfecto en todos los colores y hasta en el más mínimo de los detalles con la misma habilidad de los maestros francos.

En las caras de mis antiguos amigos veía, mientras observaban la pintura, un cierto miedo, asombro y ese inevitable sentimiento que nos corroe a todos: los celos. Además del furioso asco que les producía un hombre hundido en el pecado hasta el final, también me envidiaban temerosos.

– Durante las noches que pasé contemplando esta pintura a la luz del candil, noté por primera vez que Dios me había abandonado y que sólo el Diablo me mostraría su amistad en mi soledad -dije-. Si realmente estuviera en el centro del mundo, y es algo que deseo con mayor intensidad cada vez que miro la pintura, sé que a pesar de todas esas cosas hermosas que me rodean, a pesar incluso de la hermosa mujer que se parece a Seküre y de mis dos amigos derviches y de la belleza del rojo que domina la pintura, me sentiría aún más solo. No me preocupa tener una personalidad ni unas características propias ni que los demás se postren ante mí y me adoren, todo lo contrario, me gustaría.

– Entonces, ¿no estás arrepentido? -preguntó Cigüeña con el tono de quien acaba de salir del sermón del viernes.

– Me siento como si fuera el Diablo, pero no por haber matado a dos hombres, sino por haber hecho mi imagen de esta manera. Creo que los maté para poder hacerla. Pero la soledad que provoca mi nueva situación me resulta terrible. Imitar a los maestros francos sin haber alcanzado su habilidad esclaviza todavía más al ilustrador. Me gustaría poder librarme de eso. En realidad, vosotros mismos habéis comprendido que maté a esa pareja para que el taller siguiera como siempre, y, por supuesto, Dios también lo ha comprendido.

– Pero todo esto nos va a acarrear problemas todavía mayores -dijo mi querido Mariposa.

De repente agarré la muñeca del estúpido Negro, que seguía mirando la pintura, se la apreté ansioso con todas mis fuerzas hasta clavarle las uñas en la carne y se la retorcí. La daga, que sostenía sin dominarla, se le cayó de la mano. La recogí rápidamente del suelo.

– Además ya no vais a poder libraros de vuestros problemas entregándome a los torturadores -dije. Acerqué la punta agudísima de la daga a los ojos de Negro como si quisiera clavársela-. Dame el alfiler de turbante.

Me lo entregó con la mano sana y yo me lo guardé en el fajín. Clavé la mirada en sus ojos, que me miraban como los de un corderito.

– Me da mucha pena la hermosa Seküre porque al final no le quedó otro remedio que casarse contigo -dije-. Si no me hubiera visto obligado a matar a Maese Donoso para libraros de problemas, se habría casado conmigo y habría sido feliz. Yo soy quien mejor ha entendido las historias que nos contaba su padre de los maestros francos y las habilidades que nos describía. Por eso, prestad atención a esto último que tengo que deciros: he comprendido que ya no hay lugar aquí para los maestros ilustradores que pretendemos vivir de nuestro talento con honor. Si intentamos imitar a los maestros francos, como querían el difunto Tío y Nuestro Sultán, nos veremos limitados, si no es por gente como Maese Donoso y los erzurumíes, por el cobarde que vive en nosotros y que tanta razón tiene, y seremos incapaces de seguir hasta el final. Y si atendemos a las tentaciones del Diablo e intentamos llegar hasta el fin y pretendemos hacernos con un estilo y una personalidad a la manera de los francos traicionando todo nuestro pasado, no podremos conseguirlo, de la misma manera que a mí no me han bastado ni mis conocimientos ni mi talento para hacer esa imagen mía. Hace mucho que todos lo sabemos aunque no le demos importancia, pero volví a comprender una vez más, gracias a lo primitiva que resultó mi pintura, a que ni siquiera conseguí parecerme a mí mismo correctamente, que la habilidad de los maestros francos es algo que lleva siglos aprender. Si el señor Tío hubiera terminado su libro y se lo hubiera enviado, los maestros pintores venecianos se habrían reído de nosotros y sus risas se le habrían contagiado al Dux de Venecia, eso es todo. Habrían dicho que los otomanos habían dejado de ser otomanos y ya no nos habrían temido. ¡Qué bueno sería si pudiéramos seguir el camino de los maestros antiguos! Pero eso es algo que nadie quiere, ni Su Majestad Nuestro Sultán, ni el señor Negro, apenado porque no tiene un retrato de su querida Seküre. Así pues, ¡tomad asiento e imitad durante siglos las maneras de los francos! Firmad con orgullo vuestras imitaciones. Los antiguos maestros de Herat, mientras intentaban pintar el mundo tal y como Dios lo veía, no firmaban para ocultar que poseían una personalidad. Vosotros firmaréis para ocultar que no la tenéis. Pero hay otra salida, que quizá haya llamado también a vuestras puertas pero me la estéis ocultando: Ekber, el sultán de la India, está repartiendo amor y oro a manos llenas para reunir en torno a sí a los mejores ilustradores del mundo. Ahora es seguro que el libro que se preparaba para el milenario del Islam no lo terminaremos aquí, en Estambul, sino en los talleres de Agrá.

– Para que un ilustrador pueda convertirse en alguien tan presuntuoso como tú, ¿tiene que ser antes asesino? -preguntó Cigüeña.

– Basta con ser el de mayor talento y de habilidades más notables -le respondí sin prestarle demasiada atención.

A lo lejos un gallo vanidoso cantó dos veces. Recogí mis atadillos y mi oro y coloqué mis cuadernos de modelos y las pinturas en el cartapacio. Se me estaba pasando por la cabeza que podría matarlos uno a uno con la daga cuya aguda punta mantenía hacia la garganta de Negro, pero ahora sentía incluso mayor cariño por mis compañeros de infancia, con los que había estado desde los lejanos tiempos de nuestro aprendizaje, hasta por Cigüeña, que me había clavado en los ojos el alfiler de turbante.

El querido Mariposa se puso en pie pero logré que volviera a sentarse con un grito que lo asustó. Aquello me hizo confiar en que lograría salir sano y salvo del monasterio, así que me di prisa y cuando cruzaba la puerta les dije impaciente la pretenciosa frase que tenía preparada: