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La pesada puerta del taller estaba cerrada. No había nadie ni en ella ni en el pasaje abovedado de arriba. Sólo pude mirar por un instante, y lleno de inquietud, los postigos cerrados de la minúscula ventana por la que contemplábamos los árboles cuando estábamos a punto de reventar de aburrimiento en nuestros años de aprendices, cuando en ese momento alguien me detuvo.

Tenía una voz chirriante y chillona que hería los oídos. Decía que la daga sanguinolenta con la empuñadura de rubíes que tenía en la mano le pertenecía y que su sobrino Sevket y su madre habían conspirado para robársela de su casa. Aquello era una prueba de que yo era uno de los hombres de Negro que habían asaltado esa noche su casa y habían secuestrado a Seküre. Aquel tipo airado, sabelotodo y de voz chillona también sabía que Negro y sus compañeros ilustradores regresarían al taller. Tenía una larga espada que brillaba con extraño rojo, muchas cuentas que por alguna extraña razón había decidido ajustar conmigo y otras tantas historias que contar. Iba a decirle que se trataba de un malentendido pero vi la increíble rabia de su rostro. También vi en su rostro que se disponía a cargar para matarme con todo su odio. Me habría gustado decirle «Por Dios, detente».

Pero, de hecho, ya estaba cargando.

Yo sólo pude levantar la mano con que sostenía mi atadillo sin que ni siquiera me diera la oportunidad de volver la daga hacia él.

El atadillo salió volando. La espada roja, sin detenerse, me cortó primero la mano y luego el cuello de un lado a otro, decapitándome.

Comprendí que me había decapitado por cómo mi pobre cuerpo me abandonó y dio dos pasos extraños aturdido, por su manera de sacudir estúpidamente la daga y por cómo se desplomó lanzando chorros de sangre por el cuello. Mis pobres pies, que seguían intentando caminar por sí solos, patearon en vano como un triste caballo que cocea justo antes de morir.

Desde el barro en el que había caído mi cabeza ni podía ver a mi asesino ni el atado lleno de monedas de oro y de pinturas que me habría gustado sujetar todavía con todas mis fuerzas. Se habían quedado en la dirección de mi nuca, en la parte de la cuesta que bajaba al mar y al muelle de Kadirga, a donde ya nunca llegaría. Mi cabeza ya nunca se volvería a mirarlos a ellos ni al resto del mundo. Los ignoré y pensé en lo que mi cabeza quería.

Lo que estaba pensando justo antes de que la espada me cortara la cabeza es lo siguiente: el barco saldría de Kadirga; ese hecho se unía en mi mente a una orden para que me diera prisa; y a aquello se añadía el recuerdo de mi madre diciéndome «Date prisa» cuando era pequeño. Madre, me duele el cuello y nada se mueve.

Así que esto es a lo que llaman la muerte.

Pero sabía que todavía no estaba muerto. Mis pupilas agujereadas no se movían, pero podía ver perfectamente por mis ojos abiertos.

Lo que veía desde el suelo llenaba mis pensamientos. El camino subía en una ligera cuesta. El muro del taller, su arco, su tejado, el cielo. Y así seguía.

Me parecía que aquel momento de observación se alargaba sin cesar y comprendí que ahora el hecho de ver se había transformado en un cierto recordar. Entonces se me vino a la cabeza lo que sentía antiguamente cuando contemplaba una hermosa ilustración durante horas: si la miras lo suficiente, tu mente entra en el tiempo de la pintura.

Ahora todos los tiempos se habían convertido en ése.

Era como si nadie me viera y como si mientras mis pensamientos se desvanecían mi cabeza fuera a estar años en el barro contemplando aquella triste cuesta, los muros de piedra y las moreras y los castaños que había poco más allá, inalcanzables.

De repente aquella espera infinita me resultó tan dolorosa y tan aburrida que quise abandonar el presente.

59. Yo, Seküre

Pasé la noche sin dormir en la casa del pariente lejano a la que nos había enviado Negro para ocultarnos. Podía dar alguna cabezada entre el ruido de toses y ronquidos en la cama en la que estaba con Hayriye y los niños pero en mi sueño inquieto vislumbraba extrañas criaturas y mujeres a las que les habían cosido piernas y brazos después de cortárselos y mezclarlos unos con otros y que no dejaban de perseguirme y de despertarme. Poco antes de amanecer el frío me desveló, tapé bien a Sevket y Orhan, los abracé, les besé el pelo y, como hacía en los tiempos dichosos en los que dormía pacíficamente en casa de mi difunto padre, le imploré a Dios que me diera un sueño feliz.

Pero no pude dormirme. Después de la oración del amanecer, mientras miraba a la calle por los postigos de la ventana de la minúscula y oscura habitación, vi lo que siempre veía en mis sueños felices: un hombre parecido a un fantasma, exhausto por el combate y por las heridas recibidas, se aproximaba a mí con pasos llenos de nostalgia sosteniendo un bastón como si fuera una espada. En mis sueños, cuando estaba a punto de abrazarlo, me despertaba entre lágrimas. Cuando comprendí que el hombre cubierto de sangre en la calle era Negro, brotó de mi garganta ese grito que nunca llegaba a surgir en mis sueños.

Corrí a abrir la puerta.

Tenía la cara hinchada y llena de moratones por los golpes. Le habían hecho pedazos la nariz y la tenía llena de sangre. Tenía una enorme herida que le llegaba desde el hombro hasta el cuello. Su camisa estaba completamente roja por la sangre. Como el marido de mis sueños, me sonreía ligeramente porque por fin había podido regresar a casa.

– Entra -le dije.

– Llama a los niños -me respondió-. Volvemos a casa.

– No estás como para volver a casa.

– Ya no tienes por qué tenerle miedo. Era Velican Efendi el Persa.

– Aceituna… ¿Has matado a ese pobre hombre?

– Ha huido a la India con el barco que salía de Kadirga -dijo, y por un momento evitó mi mirada como si supiera que no había completado su trabajo.

– ¿Podrás caminar hasta casa? -le pregunté-. Que te busquen un caballo.

Noté que se iba a morir al llegar a casa y me dio pena de él. No sólo porque fuera a morirse, sino también porque no había tenido ni un momento de felicidad. Podía ver en la tristeza y en la decisión de su mirada que no quería morir en aquella casa extraña y que, de hecho, lo que quería era desaparecer sin que nadie lo viera en tan lamentable estado. Lo subieron al caballo a duras penas.

En el trayecto de vuelta, que hicimos pasando por calles laterales llevando los atados en la mano, al principio los niños no se atrevían a mirar a la cara a Negro, montado en el caballo, de puro miedo. Pero él, desde lo alto del caballo, que marchaba lentamente, fue capaz de contarles cómo había podido desbaratar los planes del miserable asesino que había matado a su abuelo y cómo se había batido con él. Veía que ahora le tenían algo más de aprecio y le rogué a Dios que no lo dejara morir.

Al llegar a casa Orhan gritó con tanta alegría «¡Hemos llegado a casa!» que en ese momento nació en mí la esperanza de que Azrael se compadecería de nosotros y que Dios le daría algo más de tiempo. No obstante, como sabía por experiencia que nunca se sabe qué vida reclamará el Altísimo Dios ni cuándo, no me hice demasiadas ilusiones.

Bajamos del caballo a Negro con dificultad, entre todos lo subimos al piso de arriba, lo introdujimos en el cuarto de mi padre, el de la puerta azul, y lo acostamos. Entre Hayriye y yo le quitamos la ropa rasgándola y cortándola con unas tijeras: la camisa sangrienta que se le había pegado al cuerpo, el fajín, los zapatos, la ropa interior, hasta los calzones. Al abrir los postigos el suave sol de invierno que jugaba con las ramas en el patio inundó la habitación y, reflejándose en los aguamaniles, en los cuencos, en los botes de goma arábiga, en los tinteros, en los fragmentos de cristal y en los cortaplumas, iluminó la piel color muerte y las heridas color cereza de Negro.

Humedecí con agua caliente trozos de tela de sábana que había frotado con jabón y lavé el cuerpo de Negro con el mismo cuidado con que habría lavado una antigua y valiosa alfombra y con el mismo cariño y la solicitud que habría puesto si cuidara a uno de mis hijos. Le lavé la cara sin apretarle los moratones, la nariz sin maltratarle el corte y la terrible herida del hombro con la pericia de un médico. Como hacía cuando bañaba a los niños cuando eran pequeños le decía tonterías entonando una melodía. También tenía cortes en el pecho y en los brazos. Le habían mordido los dedos de la mano izquierda y se los habían dejado completamente morados. Los paños con los que le lavaba iban llenándose de sangre según se los pasaba por el cuerpo. Le toqué el pecho; sentí con la mano la suavidad de su vientre; le miré largo rato el miembro: desde abajo, desde el patio, llegaban las voces de los niños. ¿Por qué le llamarán a eso algunos poetas el cálamo de caña?