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Con esfuerzo, podría enamorarme de Hasan. Hasan tenía ocho años menos que mi desaparecido marido y mientras él estuvo en casa era para mí como un hermano, y ese sentimiento nos había acercado el uno al otro. Me gustaba su forma de ser, modesta pero apasionada, cómo le gustaba jugar con mis hijos y cómo me miraba a veces con un enorme deseo, como si él se estuviera muriendo de sed y yo fuera un vaso helado de jarabe de cerezas. Pero también sabía que me costaría muchísimo enamorarme de alguien que no tenía el menor remordimiento en hacer que le lavara la ropa y que me obligaba a recorrer los mercados para comprar como cualquier esclava o concubina. En aquellos días, en que acudía a casa de mi padre y lloraba sin cesar viendo las sartenes, cazuelas y tazas y en que por las noches los niños y yo nos dormíamos abrazados para darnos apoyo, Hasan no me ofreció la menor oportunidad. Cometió todo tipo de indecencias porque no creía que yo pudiera enamorarme de él y que ésa era la única condición necesaria para que nuestro matrimonio se convirtiera en realidad y porque no tenía confianza en sí mismo. En un par de ocasiones intentó arrinconarme, besarme, toquetearme, me dijo que mi marido nunca volvería y que me mataría, profirió amenazas, lloró como un niño y comprendí que nunca podría casarme con él porque con tanta prisa y tanta ansia no le concedía tiempo al amor para convertirse en algo verdadero y noble como cuentan las leyendas.

Una noche en que forzó la puerta del cuarto donde dormíamos los niños y yo, me levanté de un salto y, sin que me importara que a los niños les diera miedo, grité con todas mis fuerzas que la casa había sido poseída por duendes malignos. Desperté a mi suegro y entre todos aquellos gritos de pánico por los duendes desvelé a Hasan, a quien todavía no se le había pasado su ataque de violencia, ante su padre. Entre mis aullidos absurdos y mis voces incoherentes sobre duendes, el anciano, que tenía la cabeza sobre los hombros, percibió avergonzado la terrible verdad, que su hijo estaba borracho y que se había acercado con malas intenciones a la mujer de su otro hijo, la madre de sus dos nietos. No abrió la boca cuando le dije que no dormiría en toda la noche y que me sentaría ante la puerta para proteger a mis hijos de los duendes. Aceptó su derrota cuando aquella mañana le anuncié que regresaría con mis hijos a casa de mi padre enfermo para cuidarle durante una larga temporada. Así pues, volví a casa de mi padre llevándome como recuerdo de mi vida de casada un reloj con campanillas que mi marido me había traído como botín de la guerra en Hungría y que no quise vender, una fusta hecha con un nervio del más fogoso de los caballos árabes, un juego de ajedrez de marfil de Tabriz cuyas fichas mis hijos usaban para jugar a los soldaditos y unos candelabros de plata, botín de la batalla de Nahcivan, que me había costado infinitas discusiones impedir que vendieran.

Tal y como ya me esperaba, el hecho de abandonar la casa de mi marido ausente convirtió el obsesivo e irrespetuoso amor de Hasan en un fuego desesperado pero digno de respeto. Como sabía que su padre no le apoyaría, en lugar de amenazarme comenzó a enviarme cartas de amor en cuyas esquinas dibujaba pájaros, leones llorosos y gacelas tristes. No voy a ocultaros que en los últimos tiempos había comenzado a leer de nuevo estas cartas que me demostraban que Hasan poseía una riquísima imaginación, algo de lo que no me había dado cuenta mientras vivíamos bajo el mismo techo, a no ser que se las hiciera escribir e ilustrar a algún amigo con alma de ilustrador y poeta. De hecho, abrí los postigos para lanzar al mundo un suspiro de alivio porque tanto las últimas cartas de Hasan, en las que me decía que no me esclavizaría con las tareas de la casa porque ahora ganaba mucho dinero, como su manera de expresarse, respetuosa, dulce y desenfadada, así como las continuas exigencias y las interminables peleas de los niños y las quejas de mi padre, habían convertido mi cabeza en una jaula de grillos.

Antes de que Hayriye pusiera la mesa para cenar, le preparé a mi padre una infusión templada con las mejores flores de palmera datilera traídas de Arabia, le añadí una cucharada de miel y la mezclé con un poco de zumo de limón, me acerqué a él en silencio y se lo puse delante mientras leía el Libro del alma tal y como le gustaba, sin hacerme notar, como si yo misma fuera un espíritu.

Me preguntó si nevaba con una voz tan triste y débil que comprendí de inmediato que aquéllas serían las últimas nieves que mi padre vería en su vida.

10. Soy un árbol

Soy un árbol, estoy muy solo. Cuando llueve, lloro. Por el amor de Dios, prestad atención a lo que voy a contaros. Tomaos vuestros cafés para que se os quite el sueño, que se abran vuestros ojos, miradme bien despiertos para que pueda contaros por qué estoy tan solo.

1. Dicen que he sido pintado a toda prisa en papel basto

y áspero para que el maestro narrador tenga tras él la imagen

de un árbol. Eso es cierto. Ahora, junto a mí, no hay ni otros árboles esbeltos, ni plantas de siete hojas de la estepa, ni rocas negras retorcidas que a veces se parecen al Diablo y otras a un hombre, ni nubes chinas rizadas en el cielo. Sólo el suelo, el cielo y yo, y la línea del horizonte. Pero mi historia es más complicada.

2. Como árbol, es evidente que no tendría por qué formar parte de un libro. Ahora bien, como pintura de un árbol que soy, me incomoda no estar en cualquier página de un libro. Se me ocurre que si no reflejo algo en un libro, podrían colgarme de la pared como hacen los idólatras y los infieles y postrarse ante mí. Que no se entere la gente del maestro de Erzurum, pero eso me enorgullece en secreto aunque luego me avergüence y me dé miedo.

3. La razón fundamental de mi soledad es que ni siquiera yo sé de qué historia formo parte. Iba a ser parte de una, pero me caí de ella como una hoja. Voy a contároslo:

Historia de mí caída de mi historia

como una hoja que cae del árbol

Hace cuarenta años, Tahmasp, el sha de los persas, que era tanto el mayor enemigo del Otomano como el rey más amante de las ilustraciones que existió sobre la faz de la Tierra, empezó a mostrar síntomas de senilidad y lo primero que le ocurrió fue que dejaron de interesarle las diversiones, el vino, la música, la poesía y la pintura. Cuando abandonó también el café, su mente dejó de funcionar. Poseído por las aprensiones de todo viejo de alma negra y cara larga, trasladó la capital de Tabriz, que por entonces era territorio persa, a Kazvin con la idea de estar todo lo lejos posible de las tropas otomanas. Cuando envejeció aún más fue poseído por un demonio, sufrió una crisis nerviosa y renunció completamente, como si fueran las mayores de las blasfemias, al vino, a los efebos y a la pintura, todo lo cual es una buena prueba de que tan Enaltecido Sha había perdido completamente la cabeza después de perder el gusto por el café.

Y fue así como los encuadernadores, calígrafos, iluminadores e ilustradores que con sus manos milagrosas habían estado creando las mayores maravillas del mundo durante veinte años en Tabriz se dispersaron de ciudad en ciudad como una bandada de palomas. El sultán Ibrahim Mirza, sobrino y yerno del sha Tahmasp, invitó a los más brillantes de ellos a Meshed, de donde era gobernador, les instaló en sus talleres y les encargó que escribieran los siete mesnevi de Heft Evreng de Câmi, el mejor poeta de Herat en tiempos de Tamerlán, y así comenzaron a hacer un maravilloso libro ilustrado. El sha Tahmasp, que quería pero envidiaba a su inteligente y agradable yerno y que lamentaba haberle entregado a su hija, se sintió consumido por los celos cuando oyó hablar de tan prodigioso libro y, enfurecido, depuso a su sobrino como gobernador de Meshed y lo desterró a la ciudad de Kain y posteriormente, en otro ataque de furia, a la todavía más pequeña ciudad de Sebzivar. Así, los calígrafos e ilustradores de Meshed se dispersaron por otras ciudades y países, por los talleres de otros sultanes y príncipes.