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Pero, por un milagro, el maravilloso libro del sultán Ibrahim Mirza no se quedó a medias porque tenía a su servicio a un leal bibliotecario. Este hombre montaba a caballo e iba hasta Shiraz porque allí se encontraba el mejor maestro dorador, luego llevaba dos páginas a Isfahán porque había un calígrafo que escribía la más elegante letra nestalik, después cruzaba las montañas y subía hasta Bujara para que hiciera el encuadre de la pintura y dibujara los personajes el mayor maestro de los ilustradores, que trabajaba para el jan de los uzbecos; bajaba a Herat y entonces hacía que uno de los viejos maestros medio ciegos trazara de memoria las curvas de hojas y hierbas onduladas; en la misma Herat pasaba por casa de otro calígrafo y le encargaba que escribiera con letra rika dorada la inscripción que se encontraba sobre la puerta que había en la escena; y de nuevo al sur, a Kain, y allí le mostraba al sultán Ibrahim Mirza la página que había completado a medias tras seis meses de viaje consiguiendo que el sultán le felicitara.

Comprendieron que, de seguir así las cosas, jamás conseguirían terminar el libro, así que contrataron correos tártaros. Le entregaron a cada uno de ellos, junto con la página en la que querían que se dibujara y escribiera, una carta en la que se le describía al artista lo que se pretendía de él. Y así los correos recorrieron los caminos del país de los persas, del Jurasán, de la tierra de los uzbecos y la Transoxiana llevando con ellos páginas del libro. La preparación de éste se aceleró gracias a los correos. A veces el página cincuenta y nueve se encontraba con el ciento sesenta y dos en un caravasar en una noche nevada en la que se podían oír los aullidos de los lobos, se enzarzaban en una alegre conversación, comprendían que trabajaban para el mismo libro, sacaban las páginas de sus respectivas habitaciones e intentaban comprender a su albur a qué parte de qué mesnevi correspondía cada una de ellas.

Yo también debería haber estado en una de las páginas de ese libro del cual he sabido hoy con tristeza que ya ha sido terminado. Por desgracia, una noche fría de invierno, unos ladrones le cortaron el camino al correo tártaro que me transportaba a través de los pasos de unos riscos. Primero le dieron una paliza al pobre tártaro y luego le despojaron de todo lo que llevaba a la manera de los bandoleros, lo violaron y lo mataron despiadadamente. Por eso ni siquiera yo sé de qué página me he caído. Os ruego que me observéis y que me respondáis: ¿Quizá daría sombra a Mecnun cuando visitara a Leyla en su tienda disfrazado de pastor? ¿Me fundiría con la noche para reflejar la oscuridad de espíritu del desesperado o del incrédulo? ¡Me habría gustado acompañar la felicidad de dos amantes que tras huir del mundo y cruzar los mares encuentran la paz en una isla rebosante de aves y frutas! Me habría gustado darle sombra en sus últimos momentos al moribundo Alejandro, que murió después de que la nariz le sangrara durante días a causa de una insolación mientras descubría el mar del Indo. ¿O acaso serviría para sugerir la fuerza y la provecta edad del padre que aconseja a su hijo sobre la vida y el amor?; A qué historia le añadiría significado y elegancia?

Uno de los ladrones que habían matado al correo y que me llevaban cruzando montañas y ciudades demostraba de vez en cuando la suficiente delicadeza como para darse cuenta de mi valor y comprender que resulta más placentero mirar la imagen de un árbol que un árbol en sí, pero como no sabía qué parte de qué historia era dicho árbol, se aburría rápidamente de mí. El bandido no me rompió ni me tiró después de haberme llevado de ciudad en ciudad, tal y como yo me temía, sino que me vendió en una posada a un hombre refinado a cambio de una jarra de vino. Aquel pobre hombre lloraba algunas noches y me miraba a la luz de las velas. Cuando murió de melancolía, vendieron sus posesiones. Gracias al maestro narrador que me compró entonces, he podido llegar hasta Estambul. Ahora soy muy feliz, me siento honrado de estar esta noche entre vosotros, ilustradores y calígrafos de manos milagrosas, ojos de águila, voluntad de hierro, muñecas airosas y almas sensibles del Sultán Otomano, y os ruego, por el amor de Dios, que no creáis a los que dicen que fui dibujado a toda prisa por un maestro pintor para que me colgaran en una pared.

¡Ved qué otras mentiras, calumnias y desvergonzadas insinuaciones se cuentan! Anoche mi maestro colgó aquí mismo la imagen de un perro y narró la historia de ese sinvergüenza, y mientras tanto contó también las aventuras de un religioso de Erzurum, un tal Husret. Ahora, los seguidores de su Excelencia el maestro Nusret de Erzurum lo han malinterpretado todo; supuestamente, lo criticábamos a él. ¿Cómo podríamos decir que no se sabe quién es el padre de un predicador tan ilustre como Su Excelencia? ¡Por Dios! ¿Cómo se nos va a pasar por la cabeza semejante cosa? ¡Pero qué manera de retorcer las cosas, qué insinuación tan malvada! Ya que Husret de Erzurum y Nusret de Erzurum se confunden, os voy a contar la historia del maestro Nedret de Sivas, el Bizco, y el árbol.

Este maestro Nedret el Bizco de Sivas, además de maldecir el amor a los efebos y el arte de la pintura, afirmaba que el café era obra del Diablo y que el que lo tomara iría al Infierno. ¡Eh, tú, el de Sivas! ¿Se te ha olvidado cómo se me dobló esta enorme rama? Os lo voy a contar, pero juradme que no se lo repetiréis a nadie para que Dios os proteja de las calumnias. Una mañana eché un vistazo y vi que el susodicho y un gigantón grande como un alminar y con garras de león, que Dios nos proteja, se habían subido a esta rama mía y se habían ocultado entre las hojas y allí estaban, perdonad la expresión, dale que te pego. Mientras se beneficiaba a nuestro amigo, el gigante, luego comprendí que era el mismísimo Demonio, le besaba tiernamente las orejas y le susurraba al oído: «El café es impuro, el café es pecado…». Según eso, el que cree que el café es dañino no cree en los preceptos de nuestra hermosa religión sino en las sugerencias del Diablo.

Por último os voy a hablar de los pintores francos, para que, si hay entre vosotros algún degenerado al que le gustara ser como ellos, le sirva de aviso. Bien, estos pintores francos pintan de tal manera las caras de sus reyes, sacerdotes, señores, e incluso señoras, que si miráis la pintura luego podríais reconocerles por la calle. De hecho, sus mujeres pasean libremente por las calles, así que ya podéis imaginaros el resto. Pero como si esto no bastara, han llevado el asunto más allá. No me refiero al proxenetismo, sino a la pintura…

Un gran maestro franco y otro gran pintor iban paseando por un prado en la tierra de los francos hablando de arte y pintura. De repente se encontraron un bosque. El que era mejor pintor le dijo al otro: «Pintar según las nuevas formas requiere tanta habilidad que si reproduces uno de los árboles de este bosque cualquier curioso que viera la pintura y luego viniera hasta aquí debería poder diferenciar ese árbol de los otros si quisiera».

Yo, esta pobre imagen de árbol que veis, le doy gracias a Dios por no haber sido pintado con semejante intención.

Y no porque tema que de haber sido pintado a la manera de los francos todos los perros de Estambul me habrían tomado por un árbol auténtico y se me habrían meado encima. Sino porque yo no quiero ser un árbol, sino su significado.

11. Me llamo Negro

La nevada comenzó tarde pero continuó hasta el amanecer. Durante toda la noche leí una y otra vez la carta de Seküre. Paseaba inquieto arriba y abajo por la habitación vacía de aquella casa vacía, me acercaba al candelabro y a la luz temblorosa de la pálida vela contemplaba el estremecimiento nervioso de las airadas letras de mi amada, las piruetas que hacían para engañarme, su avance retorcido de derecha a izquierda. De súbito se me aparecía la repentina apertura de los postigos y la cara de mi amada surgiendo ante mí y su sonrisa triste. En cuanto vi su verdadero rostro olvidé todas aquellas caras continuamente cambiantes que había llevado en mi mente durante los últimos seis años sólo porque las recordaba como la de Seküre y cuyas bocas del color de la cereza se habían ido ensanchando con el tiempo.