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Me habría gustado poder solucionar la catástrofe que me había caído encima de repente sin tener que matar a nadie, pero comprendí de inmediato que no había otra solución. Lo resolví allí mismo, asumí toda la responsabilidad. No permití que se pusiera en peligro a toda la comunidad de ilustradores a causa de las calumnias de un inconsciente.

No obstante, es difícil acostumbrarse al hecho de ser un asesino. Me resulta imposible permanecer tranquilo en casa, salgo a la calle pero tampoco puedo quedarme allí, camino hasta otra y luego hasta la siguiente y al mirar las caras de la gente veo que muchos se creen inocentes sólo porque no han tenido la oportunidad de cometer un asesinato. Resulta difícil creer que la mayoría de la gente sea más moral o mejor que yo sólo por una pequeña cuestión de azar y de destino. Como mucho, el no haber cometido todavía un crimen les da un aspecto más bobo y, como todos los bobos, parecen bienintencionados. Me bastaron cuatro días paseando por las calles de Estambul después de matar a ese pobrecillo para comprender que cualquiera con un brillo de inteligencia en la mirada o la sombra de su espíritu reflejándose en su rostro era un asesino en secreto. Sólo los bobos son inocentes.

Por ejemplo, esta noche. Estaba en un café en una callejuela detrás del mercado de esclavos dedicado a calentarme con mi café y a mirar la imagen de un perro que había en la parte de atrás riéndome con lo que contaba como todos los demás, cuando me poseyó la sensación de que el tipo que se sentaba a mi lado era un asesino, como yo. El también se reía con lo que contaba el narrador, pero quizá fuera porque su brazo estaba fraternalmente junto al mío o por la agitación nerviosa de sus dedos sosteniendo la taza, no lo sé, el caso es que decidí que se trataba de alguien de mi calaña y me volví de repente y le miré fijamente a la cara. Se asustó al instante y pareció presa de la confusión. Cuando la gente ya se iba, un conocido le cogió del brazo y le dijo:

– La gente del maestro Nusret no tardará en atacar esto.

El otro le ordenó silencio con la mirada y un movimiento de las cejas. Su miedo se me contagió. Nadie confía en nadie, todo el mundo espera alguna bajeza del prójimo.

El tiempo había refrescado mucho más y la nieve había cuajado bastante elevándose en las esquinas y al pie de los muros. En la negra oscuridad mi cuerpo sólo podía encontrar su camino a tientas por las estrechas calles. A veces se filtraba al exterior la pálida luz de algún candil todavía encendido en algún lugar en el interior de casas de postigos bien cerrados y ventanas cubiertas con maderas negras y se reflejaba en la nieve, pero en general no había la menor luz, no veía nada y sólo podía orientarme prestando atención a los golpes que los serenos daban con sus bastones en los adoquines, a los aullidos de enloquecidas manadas de perros y a los gemidos que surgían de las casas. A veces, en mitad de la noche, las estrechas y terribles calles de la ciudad se iluminaban con una luz prodigiosa que parecía surgir de la misma nieve y yo creía ver en la oscuridad, entre los escombros y los árboles, los fantasmas que han convertido Estambul en una ciudad funesta desde hace siglos. A veces surgía de las casas el ruido de sus infelices habitantes, o tosían sin cesar, o se sorbían los mocos, o chillaban gimiendo en sueños, o maridos y mujeres intentaban estrangularse mientras sus hijos lloraban a su lado.

Había ido a ese café un par de noches para entretenerme escuchando al cuentista y para recordar lo feliz que era antes de convertirme en asesino. La mayoría de mis hermanos ilustradores, con los que me he pasado la vida, va todas las noches. Pero desde que me he cargado a ese imbécil con el que pintaba desde que éramos niños ya no quiero ver a ninguno de ellos. Hay muchas cosas que me avergüenzan en las vidas de mis hermanos, que no pueden estar sin verse ni sobrevivir sin sus cotilleos, y en el ambiente de diversión infame de este lugar. Incluso le hice un par de pinturas al cuentista para que no pensara que le miraba por encima del hombro y me hiciera blanco de sus pullas, pero no creo que eso baste para refrenar su envidia.

Tienen razón en sentir envidia. Nadie supera mi maestría mezclando colores, trazando márgenes, en la composición de la página, en la selección de temas, en dibujar rostros, en situar multitudinarias escenas de guerra y caza, en representar animales, sultanes, bajeles, caballos, guerreros y amantes, en verter en la pintura la poesía del alma, e, incluso, en los dorados. No os lo cuento por presumir, sino para que me comprendáis. Con el tiempo la envidia se convierte en un elemento tan imprescindible de la vida de un maestro ilustrador como la pintura.

A veces,a mitad de una de mis caminatas, que se van alargando a causa de mi inquietud, mi mirada se cruza con la de algún correligionario puro e inocente y de repente se me ocurre una extraña idea: si en ese momento pensara que soy un asesino, el otro podría leérmelo en la cara.

Y así me obligo rápidamente a pensar en otras cosas; de la misma manera que en los años de mi primera juventud me esforzaba en no pensar en mujeres mientras rezaba retorciéndome de vergüenza. Pero al contrario de lo que ocurría en aquellas crisis de adolescencia en que no me era posible apartar de mi cabeza la idea de la copulación, ahora puedo olvidar el crimen que he cometido.

Sin duda comprendéis que os cuento todo esto porque tiene que ver con mi situación actual. Basta con que una cosa se me pase por la cabeza para que lo entendáis todo. Eso me libra de ser un asesino sin nombre ni identidad que camina entre vosotros como un fantasma y me hace caer en la categoría del criminal vulgar convicto, confeso y reconocido que va a ser decapitado. Permitidme que no lo piense todo; que me guarde algo para mí. Que intenten descubrir quién soy a partir de mis palabras y mis colores de la misma manera que gente tan aguda como vosotros sigue las huellas del ladrón para encontrarlo. Y eso nos trae a la cuestión del estilo, tan en boga en estos días. ¿Tiene el ilustrador unas formas personales, un color o una voz propios? ¿Debería tenerlos?

Tomemos, por ejemplo, una pintura de Behzat, maestro de los maestros, santo patrón de los ilustradores. Esta maravilla, que tan bien se adecua a mi situación puesto que se trata de una escena de asesinato, me la encontré entre las páginas de un libro perfecto de hace noventa años a la manera de Herat en el que se narra la historia de Hüsrev y Sirin y que surgió de la biblioteca de un príncipe persa asesinado durante una despiadada lucha por el trono. Ya sabéis cómo termina la historia de Hüsrev y Sirin; quiero decir, no según la versión de Firdausi sino la de Nizami:

Los dos amantes se casan tras múltiples y tempestuosas aventuras, pero el joven Siruye, el hijo de Hüsrev con su anterior esposa, es un auténtico demonio y no les deja tranquilos. Este príncipe tiene la mirada puesta en el trono de su padre y en su joven esposa, Sirin. Siruye, del que Nizami dice que «su boca apestaba como la de los leones», encuentra la manera de encerrar a su padre y ocupar el trono. Una noche entra en la habitación en la que su padre duerme con Sirin, los encuentra acostados tanteando en la oscuridad y le clava a su padre un puñal en las entrañas. La sangre de su padre fluirá hasta el amanecer y por fin morirá en la cama que compartía con la hermosa Sirin, que dormía pacíficamente a su lado.

La ilustración del gran maestro Behzat, como la propia historia en sí, ahonda en un miedo real que llevo en mi corazón desde hace años: ¡El horror de despertarme en la oscuridad a medianoche y descubrir que hay alguien más haciendo crujir las maderas del suelo en esa habitación en la que es imposible ver! Pensad que ese otro tiene un puñal en una mano y que con la otra os aprieta la garganta. Las paredes delicadamente decoradas de la habitación, la ornamentación de la ventana y el marco, las curvas y los arabescos de la alfombra roja, del mismo color del grito ahogado que brota de vuestra garganta presa, y las flores amarillas y moradas, bordadas con una delicadeza y una alegría increíbles, del edredón que vuestro asesino pisa despiadadamente con su pie desnudo y repugnante, todos esos detalles sirven para el mismo propósito: por un lado acentúan la belleza de la pintura que estáis observando y por otro os recuerdan qué lugares tan hermosos son la habitación en la que estáis muriendo y el mundo que estáis viéndoos obligados a abandonar. Y observando la ilustración os dais cuenta de que el significado fundamental es la completa indiferencia de la belleza de la pintura y el mundo ante vuestra muerte y el hecho de que cuando morís estáis completamente solos aunque vuestra esposa esté junto a vosotros.