Выбрать главу

– Es de Behzat -me dijo hace veinte años un anciano maestro que miraba conmigo el libro que yo sostenía en mis temblorosas manos. Su rostro estaba iluminado, no por la luz de la vela que teníamos junto a nosotros, sino por el placer que le producía lo que observaba-. Es tan de Behzat que no necesita firma.

Y como Behzat lo sabía, ni siquiera firmó en un rincón escondido de la ilustración. Según el anciano maestro tras aquella actitud de Behzat se ocultaban el pundonor y la dignidad. La verdadera maestría y habilidad consisten en pintar una maravilla inigualable y no dejar el menor rastro que permita reconocer la identidad del ilustrador.

Temiendo por mi propia vida, maté a mi pobre víctima con un estilo que encuentro vulgar y grosero. Cada vez que vengo a este solar incendiado para investigar si he dejado atrás cualquier huella personal de mi obra que pueda denunciarme, las cuestiones de estilo comienzan a hacerme perder la cabeza cada vez más. Esa cosa llamada estilo sobre la que tanto insisten es sólo un error que nos conduce a dejar un rastro personal.

Incluso sin la claridad de la nieve que ha caído, podría encontrar el sitio: éste es el lugar asolado por un incendio donde maté a mi compañero desde hace veinticinco años. La nieve ha cubierto y eliminado todas las huellas que pudieran haber sido consideradas como mi firma. Esto demuestra que Dios está de acuerdo con Behzat y conmigo en lo que respecta al estilo y a la firma. Si ilustrando el libro hubiéramos cometido un pecado imperdonable, aunque fuera sin darnos cuenta, como sostenía ese estúpido hace cuatro noches, Dios no nos hubiera mostrado tanto amor a nosotros, los ilustradores.

Esa noche, cuando Maese Donoso y yo llegamos al solar, todavía no nevaba. Escuchamos aullidos de perros que nos llegaban produciendo eco en la distancia.

– ¿Para qué hemos venido aquí? -me preguntaba el pobrecillo-. ¿Qué es lo que quieres enseñarme aquí a estas horas?

– Allíhay un pozo y doce pasos más allá está enterrado el dinero que llevo años ahorrando -le dije-. Si no le dices a nadie lo que te he contado, tanto el señor Tío como yo sabremos recompensarte.

– Así que admites que sabías desde el principio lo que estabas haciendo… -replicó agitado.

– Sí -le mentí por pura desesperación.

– ¿Sabes que la pintura que estáis haciendo es un gran pecado? -dijo inocentemente-. Una blasfemia a la que nadie se atrevería, una herejía. Arderéis en el fondo del Infierno. Vuestro sufrimiento y vuestro dolor nunca disminuirán. Y me habéis hecho vuestro cómplice.

Escuchando aquellas palabras comprendía horrorizado que mucha gente le creería. ¿Por qué? Porque sus palabras tenían una fuerza y una atracción tales que uno, inevitablemente, se sentía interesado y quería que resultasen ciertas sobre otros miserables que no fueran uno mismo. De hecho, habían surgido muchos rumores de ese tipo sobre el señor Tío debido al secreto del libro que había encargado y al dinero que estaba pagando. Y además el Gran Ilustrador, el Maestro Osman, lo odiaba. Pensé también que quizá la calumnia de mi compañero iluminador se basara astutamente y a sabiendas sobre aquellos hechos. ¿Hasta qué punto era sincero?

Le hice repetir las acusaciones que nos habían enfrentado. Y no se anduvo precisamente con rodeos. Era como si me invitara a cubrirle con una excusa como hacíamos en los años que habíamos pasado juntos de aprendices para protegernos de las bofetadas del Maestro Osman. En aquellos tiempos encontraba verosímil su sinceridad. Abría enormemente los ojos, como cuando era aprendiz, pero por aquel entonces todavía no se le habían empequeñecido a fuerza de dorar pinturas. Pero no quise sentir el menor afecto por él porque estaba dispuesto a contarlo todo.

– Mira -le dije con un aire artificial de descaro-. Nosotros iluminamos, encontramos ornamentos para los márgenes, trazamos líneas, adornamos las páginas con brillante pan de oro de mil colores, hacemos las mejores pinturas, alegramos armarios y cajas. Llevamos años haciéndolo. Es nuestro trabajo. Nos encargan pinturas, nos dicen «coloca en este recuadro un barco, una gacela, un sultán, que los pájaros sean así y los hombres asá, pon tal escena de la historia y no tal otra», y nosotros lo hacemos. Mira, en esta ocasión el señor Tío me dijo: «Pinta ahí un caballo como te apetezca». Y, como los grandes maestros de antaño, dibujé cientos de caballos para poder llegar a comprender cómo era el dibujo de un caballo como me apeteciera -le mostré una serie de caballos que había dibujado en basto papel de Samarcanda para que mi mano se acostumbrara. Interesado, tomó el papel y, acercándoselo a los ojos, comenzó a examinar a la pálida luz de la luna los caballos en blanco y negro-. Los antiguos maestros de Shiraz y Herat -proseguí- decían que para que un ilustrador pudiera dibujar un verdadero caballo, tal y como Dios lo ve y lo desea, debería estar cincuenta años trabajando en ello sin parar y añadían que, de hecho, la mejor imagen de un caballo sería aquella que se dibujara en la oscuridad. Porque un ilustrador de verdad acabaría por quedarse ciego a fuerza de trabajar durante cincuenta años pero su mano memorizaría el caballo.

Su mirada, la misma mirada de inocencia que yo había visto en su rostro durante nuestra lejana infancia, estaba absorta en los caballos que había dibujado.

– Nos lo encargan y nosotros intentamos pintar el caballo más misterioso y más inigualable, tal y como hacían los viejos maestros. Y eso es todo. Es injusto que pretendan hacernos responsables de lo que nos encargan.

– No estoy seguro de que eso sea del todo cierto -me respondió-. Nosotros también tenemos nuestras responsabilidades y nuestra propia voluntad. No temo a nadie sino a Dios.

Y Él nos ha dado la razón para que distingamos lo bueno de lo

malo.

Una respuesta muy adecuada.

– Dios todo lo sabe y lo ve… -le dije en árabe-.

Y comprenderá que tú y yo, que nosotros hemos hecho este

trabajo sin saber lo que hacíamos. ¿A quién vas a denunciar al

señor Tío? ¿O es que no te supones que detrás de todo este

asunto está la voluntad de Nuestro Señor el Sultán?

Guardó silencio.

Pensé: ¿De veras tenía tan poco seso o es que había perdido su sangre fría y decía tonterías debido a un sincero temor de Dios?

Nos detuvimos junto al pozo. Por un momento me pareció ver sus ojos en la oscuridad y comprendí que tenía miedo. Me dio pena. Pero la flecha ya había salido del arco. Recé a Dios para que me probara una vez más que el hombre que tenía ante mí no sólo era un cobarde estúpido, sino además una auténtica maldición.

– Cuenta doce pasos a partir de aquí y empieza a cavar -le dije.

– ¿Y luego qué vais a hacer?

– Se lo diré al señor Tío y quemará las pinturas. ¿Qué otra cosa podemos hacer? Si cualquiera de los seguidores del Maestro Nusret de Erzurum se entera de lo que hemos hablado, ni nos dejarán que sigamos con vida ni permitirán que el taller siga en pie. ¿No conoces a ninguno? Ahora, acepta el dinero para que así sepamos que no nos vas a denunciar.

– ¿Dentro de qué está el dinero?

– Hay setenta y cinco piezas de oro venecianas dentro de una vieja vasija de encurtidos.

Entiendo lo de los ducados venecianos, pero ¿cómo se me ocurrió eso de la vasija de encurtidos? Era tan estúpido que resultó convincente. Y así comprendí una vez más que Dios estaba conmigo, porque mi compañero de aprendizaje, cada año que pasaba más codicioso, ya había comenzado a contar animado los doce pasos en la dirección que le había indicado.

En aquel momento yo tenía dos cosas en la cabeza. ¡Bajo tierra no hay oro veneciano ni nada que se le parezca! ¡Si no le doy dinero este imbécil desgraciado va a acabar con nosotros! Por un instante me apeteció abrazarle y besarle como a veces hacía cuando era aprendiz. ¡Pero los años nos habían separado tanto! Me obsesionaba la idea de cómo cavaría. ¿Con las uñas? Pensar en todo aquello, si es que a eso se le puede llamar pensar, duró apenas un parpadeo como mucho.