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Kirill Bulychev

Media vida

A corta distancia al norte de Kalyazin, en un lugar donde el Volga fluye mansamente, formando un ancho y curvo remanso, con sus aguas contenidas por la elevada margen derecha, se encuentra situada una extensa isla cubierta de pinos silvestres. Las aguas del Volga bañan tres de sus orillas, mientras que la cuarta se abre sobre un recto canal formado naturalmente, como consecuencia de la elevación del nivel de las aguas al construirse la presa de Uglich. Más allá de la isla y el canal se extiende otra foresta de pinos. Desde el agua aparece oscura, densa e inacabable, aunque en realidad, no sea tan grande ni tan impenetrable, puesto que los caminos y senderos que la cruzan poseen basamentos de arena, por lo que se mantienen permanentemente secos, incluso después de una copiosa lluvia.

Uno de aquellos caminos contornea todo el borde del bosque, a lo largo de un campo de centeno, hasta alcanzar la orilla del agua, en la parte opuesta de la isla.

En los fines de semana, durante la época de verano, y los días agradables, ómnibus enteros de veraneantes se dirigen a todo lo largo del canal, en cuyas márgenes pueden detenerse a pescar o tomar baños de sol.

También son frecuentes los botes de motor y veleros de todo tipo que echan sus anclas cercanos al camino que recorre la costa, y desde el agua pueden distinguirse las lonas naranja y plata de las tiendas de campaña.

Sin embargo, la isla atrae más turistas que la tierra firme. Ilusionados con la idea de que la isla les brindará un mayor aislamiento, escudriñan, afanosamente, en busca de un pequeño espacio de tierra entre la densa maraña de carpas. Inmediatamente después de desembarcar, deben ocuparse de desembarazar de latas y otras basuras el lugar elegido para el campamento, convencidos de que esa actitud de descuido hacia la naturaleza no es más que un acto de barbarie, y maldiciendo profusamente la desidia de los anteriores ocupantes. Esto no impedirá, sin embargo, que ellos mismos, al levantar el campamento, dejen el sitio sembrado con sus propias latas, botellas y bolsas de basura.

Al atardecer, los turistas encienden sus fogatas de campamento, pero a diferencia de los mochileros, que limitan su equipo a la capacidad de sus mochilas, nunca cantan ni se divierten. Generalmente acampan en grupos familiares, con sus hijos y perros, y una enorme cantidad de comida que calientan por medio de sus correspondientes calentadores a gas.

El adusto guardabosques manco, que solía nadar en el río al extremo del camino, ha aprendido a soportar a los turistas. Sabía que, a pesar de todo, son gente responsable, que siempre apagan sus fogatas con agua o pisoteándolas, antes de alejarse.

Al disponerse a nadar, el guardia manco se desprendía de su chaqueta galonada con su insignia de hojas de roble, se sacaba rápidamente los pantalones y los zapatos, y entraba al agua cuidadosamente, tanteando el fondo con sus pies, en busca de cascos de botellas rotas o piedras cortantes. Cuando el agua le llegaba a la cintura, se detenía, inspirando profundamente, y se zambullía.

Nadaba con una brazada lateral, impulsándose de lado con su único brazo válido; generalmente Natasha y Olenka lo esperaban en la costa. Natasha acostumbraba a lavar la vajilla en el río, ya que la casa del guardabosques, situada en el extremo del camino, carecía de pozo de agua. Si ella finalizaba su lavado antes que el guardia emergiera del agua, se sentaba a esperarlo en una roca, contemplando la cadena de islas del otro lado del canal. Por alguna oculta razón, aquellas islas le recordaban una calle ciudadana por la noche, evocando en ella una profunda nostalgia y el deseo de huir hacia Moscú o Leningrado. Cuando veía que él ya había terminado, penetraba en el agua hasta las rodillas, alcanzándole los baldes vacíos, que él llenaba donde el agua era más profunda y transparente. Si aparecía algún turista en las proximidades, el guardabosques apretaba la chaqueta sobre su torso, dirigiéndose directamente hacia su campamento. Procuraba continuamente no atemorizar a la gente con su defecto, hablándoles siempre suave y gentilmente, y presentándoles su perfil izquierdo, a fin de ocultar la cicatriz que cruzaba su mejilla derecha.

Durante el camino de vuelta se detenía repetidas veces a recoger basura, y toda clase de trastos desperdigados, arrojándolos luego en un agujero que excavaba todas las primaveras a un costado del camino. Si estaba apurado, o la temporada había terminado, y las costas estaban desiertas, el guardia no se demoraba cerca del agua, sino que llenaba rápidamente los baldes y se encaminaba directamente a su casa. Natasha venía sólo los sábados, y Olenka, aún muy pequeña, se atemorizaba si debía quedarse sola en la casa.

Para regresar, recorría un mullido sendero que serpenteaba entre los rosados troncos de los pinos, cuyo color se hacía más oscuro a medida que se aproximaba al suelo. Bajo sus pies, pequeños arbustos de arándanos y hongos hurgaban su camino hacia la superficie a través de las capas de grises agujas de pino.

El guardia no comía hongos; le disgustaban, y no los recogería para sí mismo. Sin embargo, a Olenka le agradaban, y para complacerla, él aprendió a encurtirlos, y luego de secarlos en el desván, se los entregaba a Natasha en sus días de visita.

Olenka era la sobrina del guardabosques, la hija de su hermano, un chofer muerto hacía ya tres años en un accidente. Tanto el guardia, Timofey Fyodorovich, como su hermano Nikolay eran nativos de la región. Timofey había vuelto manco de la guerra, tomando entonces ese trabajo como guardabosques; su hermano Nikolay no había tenido edad suficiente para combatir. El mayor, Timofey, había permanecido soltero, mientras que Nikolay se había casado con Natasha en el año 1948. Habían tenido una niña, y vivieron juntos placenteramente hasta el accidente que costó la vida de Nikolay. Antes de la muerte de su hermano, el guardabosques raramente veía a Nikolay y su familia; sin embargo, un año después de su muerte, en una ocasión en que se encontraba de paso por la ciudad, se detuvo a visitar a Natasha, invitándola con su hija a pasar unos días con él en el bosque. Sabía que su cuñada, empleada como enfermera en un hospital, vivía muy corta de dinero.

De allí en más, cada verano Natasha llevaba a Olenka a casa de tu tío Timofey durante un mes o más, mientras que ella los visitaba todos los sábados. Durante esos días ella se dedicaba a ordenar y asear la casa, barrer y baldear el piso, y trataba de ayudar en todo lo que podía, ya que sabía que Timofey jamás aceptaría dinero por Olenka. En lugar de descansar, Natasha se afanaba por la casa, realizando las tareas domésticas. Esta actitud enojaba a Timofey, pero a la vez lo conmovía profundamente.

Agosto ya llegaba a su fin; el tiempo se tornaba desapacible, y por las noches el aire se hacía frío y húmedo. Los turistas ya se habían marchado. Era el último sábado de la temporada de verano, y Timofey había prometido enviar a Olenka al colegio dentro de tres días, ya que había llegado el momento de que ingresara a primer grado; aquélla era la última noche que Natasha pasaría en casa de Timofey hasta la primavera siguiente. Tal vez el guardia pudiera visitarlas cuando fuera a Kalyazin para las vacaciones de noviembre, o quizá ya no volviera a verlas hasta el Año Nuevo. Natasha lavaba la vajilla en el río, teniendo a su lado un pan de jabón apoyado sobre la arena. Tomaba cada uno de los platos que se habían acumulado durante la cena y el almuerzo, y, mientras se mantenía con el agua a los tobillos, pasaba un trapo rejilla sobre el jabón, y frotaba los distintos utensilios, enjuagándolos luego cuidadosamente. Olenka había sentido frío, y se había alejado hacia los arbustos en busca de hongos, mientras el guardabosques esperaba sentado sobre una roca, con la chaqueta colgando sobre sus hombros. Ambos guardaban silencio.

Al enjuagar las copas, Natasha se inclinaba hacia adelante, y el guardabosques observaba sus piernas todavía jóvenes, fuertemente tostadas, sintiéndose incómodo consigo mismo al no poder reunir el coraje necesario para pedirle que se quedara con él permanentemente. Pensó en lo fácil que le habría resultado si Nikolay no hubiera existido nunca. Por ello, trató de apartar los ojos de Natasha, mirando más allá de ella, en dirección al lúgubre gris del agua, a la oscura pared de la foresta de la isla, y al solitario fuego de un campamento establecido en la margen opuesta; un fuego encendido no por turistas, sino por un grupo de pescadores locales.