– No le estoy dando la espalda -dije para poner las cosas en su sitio-. Sólo te estoy diciendo que si hago esto como es debido, no voy a conseguir lo que puede conseguir la policía. ¿Crees que soy de piedra, que si a un amigo mío lo apalean hasta morir, yo me quedo tan tranquila, llena de objetividad distante como si fuera Sherlock Holmes? Por Dios, Tessa, Lotty y tú me hacéis sentir como el extremo de un ariete.
– Si yo tuviese tu experiencia y tus contactos, Vic, me sentiría encantada de poder actuar en lugar de quedarme aquí sentada en mi estudio con un martillo intentando cincelar una estatua de la pena.
La comunicación se cortó. Me froté la cabeza con cansancio. Mis hombros polacos no me parecían lo suficientemente anchos como para manejar la carga que hoy soportaban. Los hice girar con suavidad para deshacer los nudos. En circunstancias normales, Tessa hubiera tenido razón: yo arreglo mejor mis problemas actuando que pensando. Por eso soy una buena detective. Así que, ¿por qué me parecía este trabajo tan poco apetecible?
Me levanté rígida y colgué la chaqueta en un viejo colgador que había en un rincón. Todos los muebles de mi oficina son de segunda mano. El gran escritorio de roble y el colgador proceden de una subasta de la policía. La Olivetti manual era de mi madre. Detrás del escritorio hay un archivador de metal verde, regalo de una compañía de artes gráficas para cancelar una cuenta que no me podían pagar.
El archivador contiene todos los papeles que he manejado desde que abandoné los tribunales hace una década. Cuando dejé el puesto de abogado de oficio, los archivos de mis pleitos se los quedó el condado. Pero yo guardé todas las notas y recibos, motivada por un oscuro temor de que el condado (un dios celoso, si es que hay alguno) pudiese hacer una auditoría de mis notas de gastos y pedir que les reembolsase los gastos de kilometraje. A medida que pasaba el tiempo, no me parecía que mereciese la pena ordenarlos y tirar los que no sirviesen. Puse la planta muerta y las páginas desparramadas de un informe para un caso que acababa de terminar en un rincón y volqué el contenido del cajón de abajo del archivador sobre el escritorio.
Encontré viejos recibos de gasolina, nombres y direcciones de testigos cuyas identidades ya no significaban nada para mí, un detallado informe de la defensa de una mujer que había matado al hombre que la había violado cuando le soltaron bajo fianza. Se me pusieron las manos negras y pegajosas con el polvo de una década, y mi blusa de seda beis pálido se volvió gris.
A la una me fui a la tienda de comida rápida de la esquina a comprarme un sandwich de carne en conserva (que no era la mejor elección en un día tan bochornoso). Me llevé dos latas de soda baja en calorías para compensar la sal. Finalmente, hacia el final de la tarde, encontré la nota que estaba buscando, metida entre dos hojas con la lista de libertades bajo fianza que me correspondían en febrero de 1975.
Sergio Rodríguez, delincuente juvenil. Le habían detenido numerosas veces durante su corta vida por actos cada vez más antisociales. Finalmente, a los dieciocho años, tuvo que comparecer ante el tribunal por cargos de asalto con agravantes. Mi alegre trabajo consistió en defenderlo. Era un joven guapo, con mucho encanto y mucha violencia dentro. Lo que tenía era el número de teléfono de su madre. Ella creía en el encanto, no en la violencia. Yo había hecho todo lo que había podido por su descarriado niño.
Conseguimos bajar la sentencia de diez años a la de dos a cinco por ser, se suponía, su primer delito. Sergio salió de Joliet más o menos por la época en que yo me establecí por mi cuenta.
Cuando le defendí llevaba una vida de delincuencia con una banda de Humboldt Park llamada los Forasteros Venenosos. Cuando salió de la cárcel, con su licenciatura carcelaria en violencia y bandas, se colocó rápidamente en una posición poderosa. Contribuyó a que los Forasteros se cambiasen el nombre por el de los Leones Latinos, y proclamó que eran un club privado masculino como los Kiwanis y los Leones no Latinos. Había visto su foto en el Herald Star hacía unos meses, entrando en el juzgado, pues había puesto un pleito al periódico por llamar a los Leones banda callejera. Llevaba un traje de tres piezas cuya tela cara se distinguía hasta en la foto del periódico. Mientras tanto, bajo su tutela, los Leones se habían hecho con la zona de Wrigley Field. Últimamente, según dijo Rawlings, se habían trasladado a la zona hispana de la parte alta de la ciudad.
Metí el número de la señora Rodríguez en mi bolso y contemplé el revoltijo de mi escritorio. Tal vez fuese el momento de deshacerse de todo aquello. Por otro lado, tal vez necesitara algún papelajo perdido en otra ocasión. Lo arrastré todo de nuevo dentro del cajón, cerré el archivador y me fui.
Durante la tarde, el cielo se había llenado de nubes oscuras que parecían privar de oxígeno a toda la ciudad. Mi blusa beis-gris se había convertido en una sucia masa de sudor cuando llegué a casa. No lleven nunca seda en verano, sobre todo para hacer limpiezas a fondo. Me dieron tentaciones de tirarla; no parecía tener arreglo.
Tras una ducha fría, cómodamente vestida con un mono y una camisa de manga corta, me sentí dispuesta a hablar con la señora Rodríguez. Una niña pequeña contestó al teléfono; tras unos minutos de estar gritándole preguntas, llamó a su abuela. El fuerte acento de la señora Rodríguez me llegó a través del teléfono.
– ¿La señorita Warshawski? Ah, ah, la abogada que tanto hizo por mi Sergio. ¿Cómo está usted? ¿Cómo se encuentra usted después de todo este tiempo?
Charlamos durante unos minutos. Le expliqué que ya no era abogado de oficio, pero que me alegraba de haber visto en los periódicos lo bien que le iba a Sergio.
– ¡Sí, es un líder de la comunidad! Ahora estaría orgullosa de él. Siempre habla de usted con gratitud.
Yo lo dudaba, pero ello me dio la oportunidad de pedirle su número de teléfono.
– Tengo que hablar con él acerca de alguien de su… esto… club masculino. Ha habido algunas actividades de la comunidad últimamente sobre las que me gustaría que me diese su opinión.
Ella se sentía encantada de complacerme. Le pregunté por el resto de sus hijos.
– Y nietos, ¿no?
– Sí, el marido de mi Cecilia la dejó, así que se ha venido aquí con sus dos hijos. Está muy bien tener otra vez gente joven en casa.
Colgamos con amables frases mutuas. ¿Qué pensaría ella que Sergio estaba haciendo realmente? De verdad. Marqué el número que me había dado y lo dejé sonar un buen rato sin que me contestaran.
El sandwich de carne en conserva me pesaba demasiado en el estómago como para pensar en cenar. Me llevé un vaso de vino a la terracita que hay detrás de la puerta de la cocina. Contemplé el callejón y el pequeño patio en el que algunos de los inquilinos cultivan verduras. El viejo señor Contreras, del primero, colocaba cañas alrededor de sus tomates.
Me saludó con la mano.
– Una buena tormenta para esta noche -dijo-. Hay que proteger a estos pequeños.
Bebí el Ruffino y le miré trabajar hasta que se hizo de noche. A las nueve, volví a intentar llamar a Sergio. Seguía sin contestar. Los últimos días me habían agotado. Me fui a la cama y me dormí profundamente.
Como había predicho el señor Contreras, la tormenta se desató durante la noche. Cuando me levanté a dar mi carrera matinal el día brillaba, las hojas eran verde oscuro, el cielo azul oscuro, los pájaros cantaban a todo pulmón. La tormenta había rizado el lago. Las olas se estrellaban contra las rocas y las cabrillas rodaban alegremente más allá del rompeolas.
Volví a casa por el camino más largo, pasando junto al hotel Chesterton, donde el restaurante Dortmunder sirve cappuccinos y croissants para desayunar. El aire fresco y el sueño me habían hecho recobrar la confianza en mí misma. Cualesquiera que fuesen las aprensiones que habían hecho presa en mí el día anterior, me parecían irrelevantes ahora ante mi gran competencia como detective.