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Estaba aturdida y no vi acercarse a Tatuaje hasta un segundo antes de que me golpeara. Me caí rodando de la silla hacia sus piernas, lanzándole de un golpe contra el escritorio. Seguí rodando. Camisa Rosa se lanzó sobre mí, intentando agarrarme los brazos. Le di una patada en la espinilla. El gruñó, cayó hacia atrás e intentó golpearme esta vez. Recibí el golpe en el brazo, me acerqué y le di un rodillazo en el abdomen.

Tatuaje estaba detrás de mí, agarrándome por los hombros. Me relajé en sus manos, me volví a medias y le metí el codo en las costillas. Me soltó lo suficiente como para que yo pudiese escapar, pero Sergio se había unido a la pelea. Gritó algo a Camisa Rosa, que me sujetó por la muñeca izquierda. Sergio me cogió por la cintura y yo me caí torpemente, y él aterrizó encima.

Fabiano, que no había hecho nada durante la corta lucha, me dio una patada en la cabeza. Era un simple gesto: no podía golpear muy fuerte sin darle a Sergio. Sergio me ató las manos a la espalda y se puso de pie.

– Dale la vuelta.

Vi los tatuajes en primer plano y luego miré hacia arriba, hacia la deslumbrante sonrisa de Sergio.

– ¿Pensaste que habías logrado una gran hazaña en aquel tribunal cuando conseguiste que me bajasen la condena de diez años a dos? Bueno, pues no has estado dentro nunca, Warshawski. Si hubieses estado dentro te habrías esforzado más por mí. Ahora puedes comprobar cómo es aquello. Lo que significa sentir dolor, tener que hacer lo que te dice alguien a quien odias.

Me latía el corazón tan rápido que pensé que me iba a ahogar. Cerré los ojos para contar hasta diez y traté de hablar con calma, haciendo un esfuerzo para mantener la voz firme.

– ¿Recuerdas a Bobby Mallory, Sergio? He dejado una carta para él con esta dirección y tu nombre. Si mi cuerpo aparece en un vertedero mañana, ni siquiera tu caro abogado será capaz de sacarte del lío.

– No quiero matarte, Warshawski. No tengo ninguna razón para hacerlo. Sólo quiero que te ocupes de tus asuntos y me dejes a mí los míos… Siéntate sobre sus piernas, Eddie.

Tatuaje obedeció.

– No quiero estropearte, no sea que encuentres a un hombre, Warshawski. Sólo voy a dejarte un pequeño recuerdo.

Sacó una navaja. Sonriendo de manera angelical, se arrodilló y la sujetó junto a mis ojos. Sentía la boca como de papel y el cuerpo me temblaba de frío. El shock, pensé científicamente, es el shock. Me obligué a respirar con cuidado, inspirar hondo, contar hasta cinco y expirar. Y me obligué a mantener los ojos abiertos, mirando a Sergio.

A través de la niebla de miedo, vi que parecía petulante: no le asustaba bastante. El pensamiento me animó y me ayudó a seguir respirando regularmente. Su mano se separó de mis ojos, salió fuera de mi campo visual. Luego, se volvió a poner de pie.

Sentí un pinchazo en la parte izquierda de la mandíbula y el cuello, pero el dolor que sentía en los brazos, atados debajo de mí, era tal que me hacía olvidar cualquier otra sensación.

– Ahora, Warshawski, desaparece de mi vista -Sergio respiraba muy fuerte, sudaba.

Tatuaje me enderezó. Seguimos el complicado ritual de abrir la puerta interior. Tenía las manos aún atadas. Me hicieron atravesar la habitación exterior y salir por la puerta hacia Washtenaw.

VIII

Labores de aguja

Era bastante pasada la medianoche cuando abrí la puerta del vestíbulo de mi edificio. La sangre se me había coagulado sobre la cara y el cuello, lo que parecía tranquilizador. Sabía que debería ir en busca de un médico, hacer que me viesen las heridas y me cosiesen bien para no tener una cicatriz, pero me sentía invadida por un enorme letargo. Todo lo que quería era irme a la cama y no volver a levantarme nunca. No volver a intentar hacer nada nunca.

Cuando me dirigía hacia las escaleras, la puerta del apartamento del piso de abajo se abrió. Salió el señor Contreras.

– Ah, eres tú, cielo. He pensado en llamar a la poli veinte veces.

– Sí, bueno, no creo que hubiesen podido hacer gran cosa por mí -seguí subiendo.

– ¡Te han herido! No me he dado cuenta al principio. ¿Qué te han hecho?

Subió corriendo las escaleras detrás de mí. Yo me detuve y le esperé. Me toqué pensativa la sangre de la mandíbula.

– No es nada, de verdad. Se pusieron furiosos. Es un poco complicado. El chico me la había estado guardando durante todos estos años -me reí débilmente-. Es como Rashomon. Cada persona ve una cosa diferente. Yo me veía a mí misma ayudando a ese idiota a quitarse de encima una sentencia grave que merecía. Me veía a mí misma superando el odio que sentía por su comportamiento y su actitud, para ayudarle. El me veía a mí desdeñosa y obligándole a ir a la cárcel. Eso es todo.

El señor Contreras no me hacía caso.

– Nos vamos a ver a un médico. No puedes andar así por ahí. Baja conmigo. No puedes andar por ahí sola. Oh, no debería haber esperado tanto. Tendría que haberles llamado en el primer momento.

Sus dedos fuertes y bastos me tiraban inoportunos del brazo. Le seguí abajo, a su apartamento. Su sala de estar estaba llena de muebles viejos y desvencijados. Un sofá grande, envuelto en una sábana, se hallaba en el centro de la habitación. Lo rodeamos para acercarnos a un sillón forrado de color mostaza. Me hizo sentarme, hablando en voz baja para sí.

– ¡Cómo has vuelto así, muñeca! ¡Cómo no me llamaste al menos! Te hubiese ido a buscar -se fue y volvió con una manta y una taza de leche caliente-. Yo veía muchos accidentes cuando era mecánico. Tienes que mantenerte caliente y no beber alcohol… Ahora vamos a llevarte al médico. ¿Quieres ir al hospital o tienes alguien a quien llamar?

Me sentí como si estuviera muy lejos. No podía contestar. No podía pensar. ¿Un médico o el hospital? No sabía. No quería ninguna de las dos cosas. Me agarré a la taza de leche y me quedé callada.

– Escucha, cielo -había algo de desesperación en su voz-. No estoy tan fuerte como antes. No puedo noquearte y llevarte. Tendrás que ayudarme. Venga, háblame, muñeca. ¿O quieres que llame a la poli? Tengo que hacerlo en cualquier caso, no sé para qué te pregunto. Los llamaré.

Eso me espabiló un poco.

– No, espere. No les llame. Todavía no. Tengo un médico. Llámela. Vendrá.

Yo marcaba el número de Lotty tan a menudo que lo conocía mejor que el mío. Así que, ¿por qué no podía recordarlo? Fruncí las cejas con esfuerzo y sentí una punzada en la mandíbula. Finalmente, impotente, dije:

– Va a tener que mirarlo arriba. Está en mi listín. Lotty Herschel. Charlotte Herschel, quiero decir.

Me recosté en el sillón, sujetando con cuidado la taza de leche. El calor confortaba mis manos frías. No lo tires. Es el café de papá. Le gusta beberlo mientras se afeita. Llévalo con cuidado. Le gusta que su nena se lo lleve. Sus ojos se arrugan detrás de la espuma blanca de su rostro. Sabes que está sonriendo, sonriéndote a ti.

Mamá le está diciendo a papá que traiga una lámpara y que alumbre la cara de su nena. Ha ocurrido algo. Una caída, eso es, se ha caído de la bicicleta. Mamá está preocupada. Un chichón. Una mala caída. El yodo pica cuando la piel se ha arañado.

Me desperté sobresaltada. Lotty me estaba restregando la cara, con gesto concentrado.

– Te voy a poner una inyección antitetánica, Vic. Y nos vamos a ir a Beth Israel. No es un corte peligroso, pero es un poco profundo. Quiero que te lo vea un cirujano plástico. Que lo cosa bien para que no quede cicatriz.

Sacó una jeringuilla de su bolso. Un frote húmedo en el brazo, un pinchazo. Me levanté apoyándome en su brazo. El señor Contreras se encontraba a un lado, sujetando una chaqueta de ante azul que me resultaba familiar.