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– Hay un hospital cerca de donde estás llamado Friendship V. El doctor Hatcher, de Beth Israel, dice que deben tener un centro neonatal de nivel tres. Llévala allí. Enviamos a Malcolm Tregiere hacia allá para ayudar. Intentaré hablar con mamá, cerrar la clínica e ir hasta allí lo más pronto posible.

Malcolm Tregiere era el socio de Lotty. El año anterior, Lotty había accedido de mala gana a disminuir el tiempo de dedicación a la medicina perinatal en Beth Israel, que la había hecho famosa. Si te dedicas a la obstetricia y a tiempo parcial, necesitas alguien que te sustituya. Por primera vez desde que había abierto la clínica, Lotty había cogido un socio. Malcolm Tregiere, especializado en obstetricia, estaba terminando un curso de perinatología. Compartía los puntos de vista de ella sobre medicina y tenía la misma intuición rápida con la gente.

Me sentí algo aliviada cuando colgué y me volví hacia la barbilla colgante. Me estaba contemplando ansiosa. Sí, sabía dónde estaba Friendship. Canary and Bidwell mandaba allí a las personas que sufrían algún accidente. Dos millas carretera adelante, un par de giros, no puede usted perderse.

– ¿Puede usted llamar allí y decir que vamos? Dígales que es una chica joven. Diabética. De parto.

Ahora que se había enterado bien de lo que pasaba, estaba deseosa de ayudar, encantada de llamar.

Me fui volando junto a Consuelo, que yacía sobre la hierba bajo un árbol, jadeando. Me arrodillé junto a ella y le toqué la cara. Tenía la piel fría y sudorosa. No abrió los ojos, pero murmuró algo en español. No podía oír lo que decía, pero creía estar hablando con su madre.

– Sí, aquí estoy, pequeña. No estás sola. Vamos a hacer esto juntas. Venga, cariño, vamos, aguanta, aguanta.

Me sentía como si me estuviese ahogando, como si mis senos se curvaran hacia adentro y se me apretasen contra el corazón.

– Resiste, Consuelo. No te vayas a morir aquí.

No sé cómo, conseguí ponerla de pie. Medio llevándola, medio guiándola, hicimos tambaleantes los noventa metros más o menos que había hasta el coche. Me aterraba que pudiese desmayarse. Una vez en el coche creo que perdió la consciencia, pero yo concentré todas mis energías en seguir las apresuradas instrucciones de la mujer. Volvimos a la carretera por la que habíamos venido, segundo giro a la izquierda, luego a la derecha. El hospital, surgiendo en medio del campo como una estrella de mar gigante, se encontraba ante mí. Dejé el coche contra una barandilla, junto a la entrada de urgencias. Barbilla colgante había cumplido con su tarea. Mientras abría mi puerta, manos expertas sacaron a Consuelo del coche con facilidad y la colocaron en una camilla con ruedas.

– Tiene diabetes -le dije a un ayudante-. Acaba de cumplir la semana veintiocho. Es todo lo que puedo decirles. Su médico de Chicago ha enviado a alguien que conoce su caso.

Las puertas de acero se abrieron silbando sobre unos carriles neumáticos; los ayudantes metieron la camilla a toda velocidad. Yo les seguí lentamente, viendo cómo el largo pasillo se los tragaba. Si Consuelo podía aguantar con los tubos y los aparatos hasta que Malcolm llegara, todo iría bien.

No dejé de repetírmelo a mí misma mientras caminaba en la dirección por la que se había ido la camilla de Consuelo. Llegué a un puesto de enfermeras que estaba a una milla más o menos del vestíbulo. Dos jóvenes blancas con cofias almidonadas se enzarzaban en una conversación en voz baja. A juzgar por una risita sofocada, pensé que no debía tener nada que ver con tratamientos a los pacientes.

– Perdonen. Soy V. I. Warshawski. He venido acompañando a una persona en urgencia obstétrica hace unos minutos. ¿A quién le puedo preguntar por ella?

Una de las mujeres dijo que iba a comprobar el «número 108». La otra se palpó la cofia para asegurarse de que su identidad estaba intacta y se colocó la sonrisa médica. Vacía y condescendiente.

– Me temo que aún no tenemos información sobre ella. ¿Es usted su madre?

¿Madre? El comentario me chocó al principio. Pero para aquellas jóvenes seguro que yo parecería lo suficientemente mayor como para ser abuela.

– No. Una amiga de la familia. Su médico estará aquí dentro de una hora. Malcolm Tregiere. Forma parte del equipo de Lotty Herschel. ¿Pueden ustedes informar de ello al equipo de la sala de urgencias? -Yo me preguntaba si la mundialmente famosa Lotty sería conocida en Schaumburg.

– Mandaré a alguien a decírselo en cuanto haya una enfermera libre -me lanzó una brillante sonrisa perfecta que no significaba nada-. Mientras tanto, ¿por qué no se va usted a la sala de espera que hay al final del pasillo? Preferimos que no haya gente por los pasillos mientras no sea la hora de visita.

Yo parpadeé unas cuantas veces. ¿Qué tenía todo aquello que ver con conseguir información acerca de Consuelo? Pero tal vez fuese mejor conservar mis energías para una batalla auténtica. Volví sobre mis pasos y llegué a la sala de espera.

II

Bautismo infantil

La habitación tenía ese aspecto estéril que los hospitales parecen utilizar para acentuar la sensación de desamparo de las personas que esperan malas noticias. Sillas baratas de plástico color naranja brillante se apoyaban contra mudas paredes de color salmón; montones de viejos Casa y jardín, Deportes ilustrados y McCall's se repartían por las sillas y una mesita metálica en forma de riñón. Mi única acompañante era una mujer de mediana edad, bien plantada, que fumaba sin cesar. No dejaba traslucir ninguna emoción, no se movía como no fuera para sacar otro cigarrillo del paquete y encenderlo con un mechero de oro. Como no fumo, ni siquiera me podía entretener con eso.

Había leído concienzudamente cada una de las palabras acerca del controvertido sexto juego de las World Series de 1985 cuando la mujer con la que había hablado en el puesto de enfermeras apareció.

– ¿Es usted la que vino con la chica embarazada? -me preguntó.

La sangre se me heló en las venas.

– ¿Ella…? ¿Hay alguna novedad?

Sacudió la cabeza y lanzó una risita.

– Acabamos de darnos cuenta de que nadie ha rellenado ningún formulario con sus datos. ¿Puede venir conmigo y hacerlo?

Me condujo por una serie interminable de pasillos hasta la oficina de la administración, en la parte delantera del hospital. Una mujer de pecho plano, con pelo rubio descolorido, me recibió enfadada.

– Tenía que haber venido aquí nada más llegar -me soltó.

Miré la chapa con su nombre, que medía el doble que su pecho izquierdo.

– Tendrían ustedes que repartir folletos en la entrada de urgencias diciéndole a la gente lo que debe de hacer. Yo no leo la mente, señora Kirkland.

– No sé nada acerca de la chica: su edad, su historial, a quién avisar en caso de problemas…

– Pare el carro. Yo estoy aquí. Me he puesto en contacto con su médico y su familia pero, mientras tanto, le contestaré a las preguntas que pueda.

Las obligaciones de la enfermera no eran tan urgentes como para que se fuese a perder un espectáculo prometedor. Se apoyó en el marco de la puerta, escuchando descaradamente. La señora Kirkland le lanzó una mirada triunfal. Actuaba mejor con público.

– Pensamos que venía de Canary and Bidwell. Tenemos un acuerdo con ellos y Carol Esterhazy fue la que llamó para avisarnos de su llegada. Pero cuando yo la volví a llamar para averiguar el número de la Seguridad Social de la chica, me enteré de que no trabaja en la fábrica. Es una mexicana que se puso enferma en sus dependencias. Aquí no nos dedicamos a la caridad. Vamos a tener que trasladarla a un hospital público.