La cabeza me vibraba de rabia.
– ¿Sabe usted algo de la ley de Illinois acerca de la salud pública? Yo sí. Y dice que no se puede negar ayuda urgente aunque se suponga que la persona no puede pagarla. No sólo eso. Cada hospital en este estado está obligado por la ley a prestar ayuda a una mujer que está dando a luz. Soy abogado y me encantará enviarle el texto exacto junto con una citación por negligencia si le ocurre algo a la señora Hernández porque ustedes le hayan negado asistencia.
– Están esperando para saber si vamos a trasladarla -dijo, con la boca convertida en una fina línea.
– ¿Quiere decir que no la están atendiendo? -pensé que la parte de arriba de mi cabeza iba a salir volando e hice lo que pude para no agarrarla y darle un bofetón-. Lléveme a ver a alguien responsable de este lugar. Inmediatamente.
El nivel de mi furia la hizo reaccionar. O la amenaza de una acción legal.
– No, no… Se están ocupando de ella. Desde luego. Pero si no tienen que trasladarla, la pondrán en una cama definitiva. Eso es todo.
– Bueno, pues les llama usted y les dice que será trasladada si el doctor Tregiere opina que es aconsejable. No antes.
La fina línea de sus labios desapareció completamente.
– Va a tener que hablar usted con el señor Humphries -hizo un gesto áspero que pretendía ser intimidatorio, pero sólo consiguió parecer un gorrión malévolo atacando una miga de pan. Se lanzó hacia un corto pasillo que estaba a mi derecha y desapareció tras una pesada puerta.
Mi enfermera guía aprovechó ese momento para marcharse. Fuera quien fuese el señor Humphries, no quería que la descubriese haciendo el vago durante las horas de trabajo.
Yo cogí el formulario que la señora Kirkland había empezado a rellenar para Consuelo. Nombre, edad, altura, peso, desconocidos. Las únicas casillas rellenas eran el sexo -aventuraban una opinión- y modo de pago, que una segunda suposición les había hecho rellenar como «indigente» (eufemismo para la fea palabra de cinco letras «pobre»). Los americanos nunca han sido muy comprensivos con la pobreza, pero desde la elección de Reagan se ha convertido en un crimen similar al abuso de menores.
Estaba tachando todos los «desconocidos» y rellenando los datos reales de Consuelo, cuando la señora Kirkland volvió con un hombre de mi edad más o menos. Su pelo oscuro estaba muy hueco, cada pelo colocado con una precisión tan exacta como las rayas de su traje de verano. Me di cuenta de lo desaliñada que debía parecer con mis vaqueros y una camiseta de los Cubs.
Me alargó una mano de uñas esmaltadas rosa pálido.
– Soy Alan Humphries, director ejecutivo. La señora Kirkland dice que tiene usted problemas.
Mi mano estaba toda sudada. Dejé parte del sudor en su palma.
– Soy V. I. Warshawski, amiga de la familia Alvarado, así como su abogado. Aquí, la señora Kirkland, dice que no están ustedes seguros de poder atender a la señora Hernández porque piensan que, siendo mexicana, no podrá permitirse pagar su cuenta.
El señor Humphries levantó las dos manos y soltó una risita.
– ¡Bueno, bueno! Desde luego, tenemos cierto interés en no admitir demasiados clientes indigentes. Pero sabemos que nuestra obligación, según la ley de Illinois, es atender las urgencias obstétricas.
– ¿Por qué dijo la señora Kirkland que iban ustedes a trasladar a la señora Hernández a un hospital público?
– Estoy seguro de que no se han entendido ustedes mutuamente. He oído que se acaloraron un poquito. Muy comprensible; ha sufrido usted muchas tensiones hoy.
– ¿Qué es lo que están haciendo exactamente por la señora Hernández?
Humphries se rió alegremente.
– Soy el administrador, no un médico. Así que no puedo darle detalles acerca del tratamiento. Pero si quiere hablar con el doctor Burgoyne me aseguraré de que se detenga en la sala de espera para hablar con usted cuando salga de la unidad de cuidados intensivos… La señora Kirkland dice que el médico de la joven viene para acá. ¿Cuál es su nombre?
– Malcolm Tregiere. Está en el equipo de la doctora Charlotte Herschel. Su doctor Burgoyne debe haber oído hablar de ella. Creo que está considerada como una autoridad en los círculos obstétricos.
– Me aseguraré de que se le informa de la llegada del doctor Tregiere. Y ahora, ¿por qué no completan este formulario entre la señora Kirkland y usted? Intentamos mantener nuestros ficheros en orden.
De nuevo la sonrisa vacía, la mano bien cuidada, y se volvió a su oficina.
La señora Kirkland y yo rellenamos el formulario con cierta hostilidad por ambas partes.
– Cuando llegue su madre podrá darle la información acerca de su seguro -dije secamente. Estaba segura de que Consuelo se hallaría incluida en el seguro de la señora Alvarado. Las ventajas en grupo eran una de las principales razones por las que la señora Alvarado había estado veinte años al servicio de la Meal Service Corporation.
Después de firmar en un espacio que ponía «Admisión (si no es el paciente)», volví a la entrada de urgencias, pues por allí llegaría el doctor Tregiere. Llevé mi coche a un lugar más adecuado, me di una vuelta en el cálido aire de julio, desterré pensamientos acerca de las frescas aguas del lago Michigan, desterré pensamientos acerca de Consuelo llena de tubos y miré el reloj cada cinco minutos, deseando así que Malcolm Tregiere llegase antes.
Eran las cuatro pasadas cuando un descolorido Dodge azul frenó chirriando junto a mí. Tregiere salió cuando el motor se detuvo; la señora Alvarado emergió lentamente por el lado del pasajero. Tregiere emanaba la enorme confianza que necesitan los cirujanos de éxito, pero sin la arrogancia que acostumbra a acompañarla.
– Me alegro de que estés aquí, Vic. ¿Te importaría aparcarme el coche? Entraré rápidamente.
– El nombre del doctor es Burgoyne. Sigue por este pasillo todo recto y encontrarás un puesto de enfermeras en el que te podrán indicar.
Asintió brevemente y desapareció en el interior. Dejé a la señora Alvarado de pie en la entrada mientras llevaba el Dodge junto a mi Chevy Citation. Cuando llegué hasta ella, me echó una mirada tan desapasionada que parecía hasta desdeñosa. Intenté decirle algo, cualquier cosa, acerca de Consuelo, pero su pesado silencio hacía que las palabras muriesen en mi garganta. La acompañé por el pasillo sin hablar. Ella me siguió hasta la chillona esterilidad de la sala de espera, con su uniforme amarillo de la Meal Service tenso sobre las anchas caderas. Se sentó durante un largo rato, con las manos en el regazo y los ojos negros que no dejaban traslucir nada.
Pero al cabo del rato, explotó.
– ¿En qué me equivoqué, Victoria? Sólo quería lo mejor para mi niña. ¿Es tan malo eso?
La pregunta, sin respuesta.
– La gente hace sus propias elecciones -dije inútilmente-. Siempre parecemos niñas pequeñas para nuestras madres, pero somos seres autónomos. -No seguí. Quería decirle que ella había hecho todo lo que había podido, pero que eso no era lo que Consuelo deseaba; pero aunque ella hubiese querido oír una cosa así, tampoco era el momento de decirlo.
– ¿Y por qué ese chico tan horrible? -se lamentó-. Con cualquier otro hubiera podido entenderlo. Nunca le faltaron novios: tan bonita, tan alegre, podía escoger cualquier chico. Pero escoge a esta… esta basura. Sin educación. Sin trabajo. Gracias a Dios[3], su padre no vive para verlo.
Yo no dije nada, convencida de que aquella bendición ya había sido volcada sobre la cabeza de Consuelo.
«Tu padre se estará revolviendo en su tumba», «si no se hubiera muerto ya, esto le mataría», etc. Ya conocía la letanía. Pobre Consuelo, qué agobio. Volvimos a quedarnos en silencio. Cualquier cosa que yo pudiese decir no aportaría ningún alivio a la señora Alvarado.