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Me lanzó su sonrisa impúdica.

– Estoy a la vuelta de la esquina, a la izquierda. Venga a verme antes de irse.

Miré la boca firmemente cerrada de la doctora.

– ¿Qué es lo que pasa?

– Bert McMichaels es nuestro jefe, mío y de Tom. Es un buen chico, y Tom es su compañero de borracheras. No sé por qué Tom se resiste a hacer la visita a ese hospital, pero es imposible que le prometa a Lotty llevarle el informe en un futuro inmediato… Siento tener que meterle prisa, pero ya llego tarde a mis visitas. Pídale a Lotty disculpas de mi parte.

Me levanté y les di las gracias a las dos por haberme recibido. Vaya a donde vaya, la alegría y el compañerismo me siguen. Hice una mueca y me fui hasta la esquina a ver si encontraba a Coulter.

El contraste con la oficina de Philippa Barnes era patente. Muebles modernos -grandes piezas de madera que vibran de autoridad masculina- se erguían sobre una alfombra escandinava salpicada de rojos y negros. Coulter era el tipo de ejecutivo que hace cierto el viejo proverbio de que el escritorio, igual que la mente, deben estar totalmente vacíos.

Estaba hablando por teléfono, con los pies cruzados sobre la madera clara que tenía delante. Me hizo un alegre saludo con la mano y me indicó que me sentara. Yo hice muchos aspavientos mirando el reloj; cuando él siguió intentando impresionarme con su importancia durante tres minutos más, yo me levanté y le dije que le pidiese mi número de teléfono a la doctora Barnes.

Me marchaba ya del despacho de la recepcionista cuando me alcanzó.

– Perdóneme, señora… creo que no le entendí su nombre a la doctora Barnes. Farfulla a veces, ¿sabe?

– No me había dado cuenta. Warshawski.

– ¿A quién representa usted, señora Warshawski? Supongo que no al hospital.

Yo sonreí.

– Mis clientes no tendrían motivos para confiar en mí si yo fuese divulgando sus asuntos en público, ¿no le parece, señor Coulter?

Me dio una palmada deportiva en el brazo.

– No lo sé. Estoy seguro de que perdonarían a una chica tan mona como usted hiciera lo que hiciese.

Yo seguí sonriendo.

– Ha dado usted en el blanco, señor Coulter. Nunca me niego a recibir un piropo. Por otra parte, usted que es tan superguapo, tiene que tener cuidado de no deslumbrar a la gente, no sea que vaya a incumplir la ley. ¿No está usted de acuerdo? ¿O sí lo está?

Parpadeó unas cuantas veces y se rió un poco.

– ¿Por qué no me permite que le invite a algo de comer y me cuenta usted todo eso?

Atravesó el vestíbulo y llegó al ascensor conmigo, con los faldones de la chaqueta revoloteando a su alrededor de ansiedad. De camino al aparcamiento, explicó (guiño) que en el edificio no había ningún lugar privado al que ir, ¿qué tal si íbamos a un pequeño restaurante que estaba unas manzanas más allá?

– No necesito hablar en privado con usted, señor Coulter. Ni tampoco dispongo de cantidades ingentes de tiempo. Lo único que realmente me interesa es su informe postmortem de Consuelo Hernández en Friendship, en Schaumburg. O, en su defecto, la razón por la cual se niega usted a hacer uno.

– Bueno, bueno -me cogió del brazo mientras se abrían las puertas del ascensor y empezó a llevarme hacia la salida. Le di a mi bolso, cargado con el Smith & Wesson, un empujoncito con la mano libre, haciéndole golpear casualmente su estómago. Me soltó el brazo mirándome suspicaz, y se dirigió a la salida de la calle Clark.

El edificio del Estado de Illinois tiene como vecinos al edificio del Municipio y el Condado, una vieja caja de cerillas de cemento que ocupa la manzana que está al sur, y la terminal de autobuses Greyhound, con su cohorte típica de borrachos, vagabundos y lunáticos. Ninguno de los dos albergaba el tipo de restaurante que atrajese a Tom Coulter. No me sorprendió que sugiriera que cogiésemos un taxi y nos fuésemos hacia el norte.

Sacudí la cabeza.

– No tengo tanto tiempo. Uno de los bares de la Circunvalación servirá perfectamente.

Nos dirigimos hacia el este, unas dos manzanas más allá. Coulter charló alegremente sin parar todo el camino. Nos metimos en un pequeño restaurante oscuro en la esquina de Randolph y Dearborn. El sonido reverberaba en las paredes, y el humo de los cigarrillos espesaba el aire.

Coulter me dijo, haciendo una bocina con sus manos:

– ¿Está segura que no quiere que vayamos hacia el norte?

Volví la cara hacia él.

– ¿Qué es lo que quiere usted, señor Coulter?

Su mueca impúdica volvió a aparecer.

– Quiero averiguar por qué ha venido usted de verdad a MA y RH. Es usted detective, no abogado, ¿verdad, señora Warshawski?

– Soy abogado, señor Coulter. Soy miembro del colegio de Illinois, al corriente de pago. Puede llamar a la asociación y averiguarlo. Y lo que realmente quiero es un informe acerca de la muerte de Consuelo Hernández y su hija.

Una agobiada camarera, con un uniforme lleno de manchas, nos llevó hasta una mesa en el centro del pequeño lugar, nos colocó delante los menús y agua y desapareció. Otra camarera, cargada de bandejas de patatas fritas, y sandwiches de carne en conserva, tropezó con mi silla. Mi comida favorita: grasa, fécula y nitrosoaminas. A juzgar por las cinturas de las empleadas que estaban a mi alrededor, a ellas también les gustaba. Decidí tomar queso blanco. Una vez hubimos pedido, Coulter siguió sonriéndome forzadamente.

– Pero no practica usted la abogacía, ¿verdad? Está usted investigando algo. Quiero saber qué.

Yo asentí.

– Estoy tratando de investigar a usted qué le importa.

Yo también quería saber cómo sabía él que yo era detective, pero si se lo preguntaba, me esperaba una sonrisita y poco más.

– Oh, está claro. Nuestro departamento es confidencial. No puedo permitir que trate de sacar información a mi personal sin investigarlo.

Alcé las cejas.

– No sabía que la doctora Barnes trabajase para usted.

Se sintió un poco incómodo, pero se rehizo.

– Ella no. Eileen Candelaria.

– Tengo un cliente que tiene fundado interés en su investigación acerca del hospital Friendship. Si sus archivos no son accesibles a través del Acta para la Libertad de Información, supongo que puedo conseguir un mandato judicial para verlos. El hecho de que usted cancelase la visita in situ de la enfermera Candelaria y no haya previsto otra es interesante. Es campo abonado para todo tipo de especulaciones. Supongo que podría incluso conseguir que los periódicos se interesasen en ello. Mucha gente no sabe que el estado tiene la obligación de investigar las muertes maternas y neonatales, pero la maternidad siempre ha sido un tema candente y apuesto a que el Herald Star o el Tribune pueden conseguir que resulte realmente interesante. Es una lástima que su cara sea tan redonda; no saldrá bien en las fotos de los periódicos.

Nuestra camarera nos colocó las bandejas delante: queso blanco y lechuga iceberg para mí: hamburguesa y patatas fritas para Coulter. Revolvió su comida durante un rato, luego miró el reloj y esbozó su sonrisa forzada.

– Sabe, me alegro de que no quisiera ir a la zona norte. Me acabo de acordar de que se supone que tengo que ver a un tipo. Encantado de haber hablado con usted, señora Warshawski.

Salió del restaurante, dejándome a mí la cuenta.

XXIII

Tejido conductor

A las dos volví a intentar hablar con Peter Burgoyne. Había salido de cirugía, pero estaba hablando por otro teléfono, me dijo la secretaria sin mucho interés. Le dije que esperaría.