– Va a esperar mucho tiempo -me advirtió.
– Pues esperaré mucho tiempo.
Yo estaba en mi oficina, con un fajo de correo sin abrir para revisar; utilicé la espera para separar las ofertas de seguros, ordenadores y seminarios de dirección de empresas, de las cuatro o cinco cartas auténticas.
Cuando Peter se puso al fin, su voz era ronca y parecía exhausto.
– No tengo tiempo para hablar ahora, Vic. Te llamaré más tarde.
– Sí, sí, pero tengo la sensación de que no quieres hablar conmigo. No me va a llevar mucho tiempo. El informe de Consuelo. ¿No pudiste pedirlo hoy? Detesto tener que decirle a Lotty que necesita una orden judicial para poder verlo.
– ¡Oh! -pareció aún más cansado-. A nosotros también nos han puesto una demanda esta mañana. El informe de Consuelo ha sido confiscado. Me temo que la única manera que tiene la doctora Herschel de verlo es por vía legal.
– ¿Confiscado? ¿Te refieres a que alguien del gobierno ha venido y lo ha guardado bajo llave?
– No, no -contestó impaciente-. Lo hemos hecho nosotros mismos. Lo hemos sacado del archivo y lo hemos guardado para que nadie pueda manipularlo.
– Ya, ya. Siento haberte molestado. Parece como si tuvieras que estar en la cama.
– Debería. Debería estar en cualquier sitio menos aquí. Te… te llamaré, Vic. Dentro de unos días.
– ¡Oh, Peter, antes de que cuelgues…! ¿Conoces mucho a Richard Yarborough?
Esperó demasiado para contestar.
– ¿Richard, has dicho? ¿Cuál era el apellido? Me temo que no he oído nunca hablar de él.
Colgué y me quedé mirando pensativa al infinito. Confiscado, ¿eh? De repente, llamé a Lotty.
– ¿Estás libre para cenar esta noche? Me gustaría hablar contigo acerca del informe de Consuelo.
Acordó encontrarse conmigo en el Dortmunder, un pequeño restaurante con bodega en los bajos del hotel Chesterton, alrededor de las siete.
Tiré el correo. Mientras cerraba la puerta, sonó el teléfono. Era Dick, con una rabieta.
– ¿Qué demonios pretendes echándome a los periodistas encima?
– Dick, como me alegro de oírte. No me llamabas tan a menudo desde que querías copiarme los apuntes hace quince años.
– ¡Maldita sea, Vic! ¡Le dijiste a ese maldito sueco del Herald Star que yo tenía los archivos de IckPiff! ¿No es verdad?
– Me parece que hace sólo cinco o seis horas me has llamado para acusarme de que los tenía yo. Así que ¿por qué te molesta tanto que te llame alguien haciéndote la misma pregunta?
– No es lo mismo. Los archivos de mis clientes son confidenciales. Así como sus identidades y sus problemas.
– Sí, confidenciales para ti. Pero, cariño, yo no soy socia de tu firma. Ni de tu persona. No tengo ninguna obligación, ni legal, ni mental, ni física, ni ética, de proteger su privacidad.
– Sí, y ahora que hablamos del tema de la confidencialidad, ¿llamaste tú a Alan Humphries al hospital Friendship esta mañana diciendo que eras Harriet?
– ¿Harriet? Pero si no haces más que decirme que se llama Terri. ¿O es que ya vas por la número tres?
– Sabes perfectamente que Harriet es mi secretaria. Humphries llamó a mediodía para saber por qué ella no le había vuelto a llamar esta mañana. Y tras cierta confusión, descubrimos que ella no le había llamado. Jesús, cómo me gustaría ver tu culo ante el tribunal por haber robado esos archivos de IckPiff…
– Si crees que tienes algún medio de probarlo, pues muy bien. A mí también me encantaría ver al hospital Friendship en el banquillo testificando acerca del papel que han jugado al restituirlos -continué entusiasta-. Y los periódicos tendrían un día bien completo, contigo acusándome y con uno de tus socios principales defendiéndome. ¿O tendría que descalificarse Freeman a sí mismo? ¿Por qué no me pones con él y lo compruebo?
Colgó de un golpe en medio de mi frase y yo me reí en silencio, encantada. Esperé unos minutos, mirando esperanzada al teléfono y bastante segura de que volvería a sonar.
– Murray -dije al auricular, antes de que el que llamaba dijese nada.
– Vic, esto no me gusta nada. No me gusta que tires de las cuerdas para hacer bailar a las marionetas. ¿Cómo sabías que era yo?
– Poderes psíquicos -contesté alegremente-. Es que mi amado ex esposo acaba de llamar. Estaba un poquitín irritado por tus preguntas. Se refirió a ti con el encantador nombre de «ese maldito sueco».
– ¿Yarborough es tu ex marido? Por Dios, no sabía que habías estado casada ¿Y con semejante gilipollas? ¿Por eso me lanzaste contra él? ¿Para vengarte por alguna cuestión de pensiones impagadas?
– ¿Sabes, Murray? Debería colgar. ¡Qué mal gusto! Pensiones tu tía. Llevamos ya más de diez años divorciados. Casi ni me acuerdo de ese tipo. Sólo cuando estoy estreñida.
– Sabes más de lo que estás contando, mona. Yarborough tiene los archivos de IckPiff. No es muy difícil para un periodista sacárselo a una secretaria que no está muy acostumbrada a hablar con la prensa. Pero quiero saber qué está pasando. Su reacción fue desproporcionada. Además, te acusó a ti de haberlos birlado. ¿Quieres decir algo antes de que publique mi historia?
Pensé durante un segundo:
«Hablamos con la señora Warshawski, la eminente investigadora privada, en su oficina a última hora del día. Habiendo oído las acusaciones de Crawford & Meade, contestó en latín clásico: Ubi argumentum?, y sugirió que su docto colega estaba empezando a hincharle las narices.»
– Vamos, Vic. ¿Qué pasa con IckPiff? ¿Por qué un hombre de doscientos dólares a la hora como es Dick Yarborough representa a un muerto de hambre como Dieter Monkfish?
– La Constitución garantiza el derecho a la defensa -empecé a decir pomposa.
Murray me interrumpió.
– No me cuentes rollos legales, Warshawski. Quiero hablar contigo. Te veo en el Fulgor Dorado dentro de media hora.
El Fulgor Dorado es lo más parecido a un club que conozco. Es un bar en la parte sur de la Circunvalación para bebedores serios. La dueña, Sal Barthele, tiene veinte marcas de cerveza distintas, y casi otras tantas de whisky, pero no hace aperitivos, pequeñas quiches ni nada exótico. Aguantó dos años antes de traer un cargamento de Perrier; si lo pide alguien, le atiende el camarero, no ella.
Sal estaba sentada, cuando entré, detrás de la barra de caoba en forma de herradura leyendo el Wall Street Journal. Se toma las inversiones muy en serio, razón por la cual se pasa tanto tiempo en el bar cuando podría haberse retirado ya al campo. Sal sobrepasa en unos diez centímetros mi metro setenta y tiene un porte aristocrático a juego. Nadie se comporta mal en el Fulgor Dorado cuando está Sal.
Me acerqué a ella y me puse a charlar hasta que llegó Murray. El y Sal se habían entendido estupendamente la primera vez que le llevé al bar hace unos cuatro o cinco años. Ella le guarda Holsten para él solo. El se acercó a la barra a saludar, acalorado bajo su rizada barba pelirroja. He ido con él a sitios en los que los niños creen que es Rick Sutcliff, el pitcher de los Cubs; tiene aproximadamente el mismo tamaño y color. Y la misma cantidad de sudor.
Cogimos nuestras bebidas: dos botellas de cerveza para él, un vaso de agua y un whisky doble para mí, las llevamos a una de las mesitas junto a la pared, y encendimos la lámpara de la mesa. La pantalla, hecha de cristal Tiffany genuino, difundía una luz suave a nuestro alrededor: el fulgor dorado del que tomaba el nombre el bar.
– Jesús -dijo Murray secándose la cara-, el lunes que viene es el Día del Trabajo. ¿No se acabará nunca este maldito calor?
Me bebí el agua antes de empezar con el Black Label, y luego sentí un agradable calor que se extendía por mis brazos y dedos.