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Sacudió la cabeza.

– La mayoría de los hospitales archivan según el dígito de su terminal. Así que necesitas saber el número de paciente; el número que te dan cuando te dan de baja. Los últimos dos números son los que utilizan para clasificarlos. Así que si no sabes el número de Consuelo, no podrás encontrar el informe. A menos que los revises todos, y eso te llevaría semanas.

Me froté los ojos.

– ¿Qué es lo que hacen? ¿Adjudican números a los pacientes al azar por ordenador? Entonces, necesito poder meterme en el sistema y averiguar el número. Eso me parece aún más largo que buscar el informe a mano.

Asintió, sensata.

– Te conozco, Vic. Se te ocurrirá algo.

– Gracias, Lotty. En mi actual estado tembloroso, cualquier voto de confianza se acepta con gratitud.

Tras pagar la cuenta, nos fuimos al hospital. Lotty subió a las plantas de los pacientes conmigo para que yo pudiese ver al señor Contreras, aunque ya no fuese hora de visita. Tenía el cráneo envuelto en vendas blancas, pero estaba sentado en la cama y veía el partido nocturno de los Cubs en Houston. Cuando me vio, se le iluminó la cara y apagó el receptor.

– ¡Qué alivio verte tras haber estado viendo a esos ineptos, muñeca! ¿Sabes lo que deberían hacer en realidad? Tendrían que echarlos a todos y contratar a auténticos jugadores. Vaya, podrían encontrar a nueve tipos entre los antiguos miembros de mi sindicato que jugarían mejor que ésos, y lo harían por la décima parte de lo que cobran estos lumbreras.

»Bueno, ¿cómo estás? Te fallé, ¿verdad, muñeca? Me dejaste de guardia y metí la pata. Igual podía haber sido el marica ese de médico con el que andabas últimamente.

Me acerqué a la cama y le di un beso.

– No me falló usted. Yo soy la que me siento fatal por haber dejado que le diesen en la cabeza por defender mi estúpido apartamento. ¿Cómo se encuentra? Debe de haberse encargado un cráneo de acero inoxidable cuando se retiró, para poder aguantar dos golpes en la cabeza en dos semanas sin pestañear.

Su rostro se iluminó.

– ¡Oh, sí! No fue nada. Tendrías que haberme visto en el cincuenta y ocho. Estábamos en huelga…, no se había visto antes nada parecido. Intentaron enviar esquiroles. Créeme, la segunda guerra mundial no fue nada comparado con aquello. Fui herido, me rompieron una pierna y tres costillas. Clara pensó que esa vez seguro que podía cobrar mi seguro de vida.

Su rostro se ensombreció.

– ¿Cómo habrá podido una mujer como Clara tener una hija como Ruthie? Contéstame a eso. Era la mujer más dulce del mundo, y esa hija mía parece un bote de pepinillos. Intenta obligarme a que me vaya a vivir con ella. Dice que no puedo vivir solo y que va a conseguir una orden judicial o algo así, o que ese maldito Joe Marcano con el que está casada lo hará. Menudo elemento está hecho, trabajando en una tienda de ropa para mujeres. Claro, no tiene pelotas. Se deja apabullar por una bocazas como Ruthie, aunque sea hija mía. No te digo más. Ja! Eres un hombre mayor y quieren tratarte como a un niño pequeño.

Le sonreí.

– Puede que la doctora Herschel y yo podamos ayudarle en eso. Si en el hospital dicen que alguien tiene que cuidarle durante una temporada, puede usted venir a casa conmigo. Si no le importa enfrentarse con unos cuantos platos sucios.

– Oh. Puedo lavarte los platos. Nunca hice el menor trabajo casero cuando vivía Clara; siempre pensé que era trabajo de mujeres, pero para decirte la verdad, me gusta. Me gusta cocinar. Soy un buen cocinero, ¿sabes? Reunir los ingredientes de una receta es como unir dos placas para que encajen.

Llegaron las enfermeras para poner fin a su torrente de palabras. El hecho de que vinieran dos demostraba lo popular que era. Las enfermeras suelen frecuentar a los pacientes agradables. Y ¿quién va a culparlas? Se pusieron a gastarle bromas acerca de que debía dormirse, no por su bien sino para que los demás pacientes de la planta pudiesen dormir. Le di un beso de despedida, encontré a Lotty junto al nido de la maternidad, y le hice con la mano un saludo de despedida.

Subí con mucho cuidado las escaleras de mi casa hasta la puerta de la cocina. Si habían entrado en mi apartamento para llevarse los papeles de Monkfish, ya no había ningún peligro, pero sería estúpido correr riesgos. Al subir, no solté el revólver. Nadie me interrumpió mientras subía. Cuando llegué arriba, encontré la pequeña marca que había colocado en la verja metálica exactamente en donde la dejé.

Me fui a la cama y me dormí inmediatamente, deseando que la confianza que Lotty tenía en mí se justificase con alguna idea brillante que se me ocurriera durante el sueño. No sé si me llegó la inspiración durante el sueño. Antes de que pudiera despertarme lentamente, del modo en que luego se recuerdan los sueños, el teléfono me despertó de repente. Alargué un brazo y miré automáticamente el reloj: las seis y media. Estaba consiguiendo ver más amaneceres ese verano que los que había visto durante los últimos diez años.

– ¡Señora Warshawski! No la habré despertado, ¿verdad? -era el detective Rawlings.

– Pues, sí, pero no puedo imaginar a nadie mejor para hacerlo, detective.

– Estoy en la esquina. Como su puerta está rota, pensé que sería mejor llamar por teléfono que al timbre. Tengo que verla.

– ¿Ha estado esperando toda la noche para eso?

– He estado levantado casi toda la noche. No era usted la primera de mi lista.

Fui tambaleándome a la cocina y puse a calentar el agua para el café. Mientras el agua hervía, me lavé y me metí en unos vaqueros y una camiseta. Como era la poli, me puse además un sostén. Mejor no parecer demasiado informal.

Rawlings aporreó la puerta justo cuando estaba moliendo los granos de café. Los coloqué en el filtro y fui a abrir los cerrojos. No tenía que jurar que había estado levantado toda la noche; soy detective y hubiera podido decirlo yo misma. Su rostro negro estaba surcado por las grises marcas de la fatiga, y estaba bien claro que llevaba la camisa de ayer, ya bastante arrugada cuando se la quitó. O quizás, igual que yo, había tirado su ropa en una silla, donde tiende a ponerse más sobada que si la mete uno en el armario.

Alcé las cejas.

– No tiene usted muy buen aspecto, detective. ¿Un café?

– Sí, si me promete que ha lavado la taza con jabón -se hundió en una silla y me preguntó bruscamente-. ¿Dónde ha estado usted entre las once de anoche y la una de la mañana?

– Mi pregunta favorita. Justifíquese sin una razón particular.

Me volví hacia la nevera y empecé a rebuscar comida. Fue una búsqueda deprimente.

– Warshawski, sé cómo se llevan usted y el teniente Mallory. Usted hace el tonto y él se pone rojo y empieza a vociferar. Yo no tengo paciencia para eso. Y mucho menos, el maldito tiempo.

Encontré un frasco de grosellas que hubiesen podido salvar al mundo si nos hubiésemos quedado sin penicilina, y las tiré a la basura.

– Si es eso lo que piensa, no tiene usted ni idea de cómo nos llevamos. Ustedes los policías, se acostumbran a cosas. Se acostumbran a que la gente se estremezca y contesten lo que ustedes quieren preguntar sin acordarse de que no tienen derecho a preguntarlo, o al menos, a preguntarlo sin dar ninguna explicación. Así que cuando aparece alguien un poco más sofisticado legalmente, a ustedes les revienta porque defendemos nuestros derechos.

»Si tuviese usted alguna razón válida para querer saber dónde estaba yo anoche, me encantaría contestarle. Pero por lo que sé, mi ex marido está tratando de difamarme y ustedes le están ayudando. O es que está usted colado por mí y está celoso de que pueda estar saliendo con algún otro.

Cerró los ojos y se frotó la frente antes de tomar otro sorbo de café.

– Anoche mataron a Fabiano Hernández de un tiro. El forense cree que ocurrió en ese lapso dé tiempo. Estoy preguntando a todo el mundo que sé que le tenía manía al sinvergüenza ese que dónde estaba. Así que, ¿dónde estaba usted?